Tiempo para el Evangelio – Más allá de toda Ley Escrita

Habiendo encontrado a su Señor, el cristiano se alegra y piensa maravillado en cuántas cosas buenas y bellas ha hecho el Altísimo. Mira con cariño la generosidad de la Bienaventurada Virgen María, la siempre fiel y siempre discí­pula, y siente que su alma está dispues­ta para lo grande, lo alto, lo santo. Levanta entonces su corazón a la altura, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, y escucha la suave palabra de su Redentor, que dulcísimamente le dice:

De ahora en adelante ya no te llamaré siervo, sino amigo. Ya no tendré sólo preceptos para ti, porque para ti he reservado algo mejor. Es verdad que todo hace caso a mi voz, pero más cierto es que, ante mis ojos, la docilidad del amor que me atiende vale mucho más que la simple obediencia del temor que me acata.

Deja, pues, que mi voz te invite a lo mejor; hablemos un poco de lo más per­fecto; miremos juntos hacia el infinito de las pequeñas cosas. Porque has de saber, mi buen amigo, que en el actual estado del mundo, sólo es grande el que sabe hacerse pequeño, y sólo es sabio el que aprende a ser ignorante, y sólo es sensato el que acepta la locura de la Cruz. Prepárate, pues, para escucharme, porque he de hablarte de mis preferidos. Así los llamó, porque con ellos viví de camino por el mundo. Así los llamo, porque fueron mi escuela en Belén y Nazareth, en Galilea y Jerusalén.

Comenzaré por presentarte a una pequeña amiga, la Infancia. Te invito a que seas siempre como un niño. Es sólo una invitación. Mira el mundo con ojos fascinados y despiertos, y descubre en él la mano de mi Dios. Mira a mi Padre, y expón tus necesidades ante él con la confianza de los niños. Para que tu alma se renueve, ama la inocencia, la trans­parencia y la pureza. Ríete de la mucha seriedad y disfruta de las cosas sencillas y buenas. Olvídate de prejuicios y nunca discrimines a la gente por su color, dinero, raza o religión: ¡para todos es el Evangelio! En fin, que la virtud no sea una carga para ti, sino tu manera de andar presto y liviano por el mundo. Créeme que quienes así obran son como niños cristianos. Por ello, suelen ser despreciados. El mundo no los toma en cuenta, pero yo sí sé dónde viven, cuánto hacen y cuánto valen.

Te presento a mi amiga Pobreza. Te invito a que seas de veras pobre. Es sólo una invitación. Del pesebre a la Cruz, la pobreza fue mi vestido y mi compañía. Revestido de ella, llegué a donde no llegan los ricos, siempre tan seguros ¡y tan frágiles!detrás de sus rejas y candados. Hecho pobre, vi lo invisible y oculto para el mundo. La pobreza me hizo dueño del corazón de mis amigos, y así, no teniendo nada como mío, conquisté las riquezas de amor y generosidad que deseaba. Es verdad que fui despreciado como pobre, pero sólo por aquellos que ignoraban el precio de mi pobreza.

He aquí la Virginidad cristiana. Es bastante desconocida y muy poco apreciada. Pero yo te invito a que seas virgen de cuerpo y alma. Es sólo una invitación: a que ames exactamente a mi manera. Amar fue mi vida en esta tierra; amar es mi vida en el cielo. Con ar­diente corazón, humano y divino a la vez, amé; con fuego, con Sangre, con Sabiduría, con Espíritu. Así atraje y cautivé la creación entera. ¡Camino excelso, el amor virginal, camino digno de amoroso seguimiento! Tú, sin embargo, ten presente que este camino es ante todo un don: don del Espíritu Santo, don que mi Padre otorga a quien quiere. Y si alguien pretendiera avanzar temerariamente por este camino, sin haber sido llamado a él, se marchitaría sin pareja y sin hijos. Pero no temas. El generoso Espíritu sabe hablar a todo el que quiera oír, e indicar a cada cual su senda. A todos sin embargo, se les manifestará un día que más alto y raro es el amor virginal. Por ello, mayor es su alcance, más elevado su vuelo y mejor su mirar al cielo.

Te presento a mi amiga, la Obediencia. Así como un ojo sigue al otro cuando levantas tu mirada, así mi voluntad siguió en todo a la de mi Padre. Amor y obediencia fue mi alimento; amor y obediencia, mi consuelo. Te invito a que seas obediente en todo; aún más, te invito a que manifiestes y realices tu obediencia haciendo caso a una persona como tú. Te invito, pues, a que recibas con docilidad la instrucción y el mandato de quien te puede dirigir en la Santa Iglesia. De acuerdo con tu conciencia formada, y con la voz del Espíritu en tu interior, obra en esto de la mejor manera, sabiendo que estoy siempre con quien siempre quiere estar conmigo.

Lleno de gozo, el cristiano siente que el corazón se apresura, porque adivina que ha llegado el tiempo de darlo todo y de conquistar la vida eterna.

Tiempo para el Evangelio – El Cielo, el Altar, los Pobres

Andando siempre de prisa, el cristiano tropieza un día con el dolor de su hermano. Y entonces escucha la voz de Jesucristo, que le dice:

Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces sobrecogedoras. Hoy nacen niños cada hora y cada minuto. Su llanto, que es el canto del dolor y del amor a la vida, forma a lo largo y ancho de la tierra un coro sonoro y brillante, el coro de los que han podido arribar al mundo. Junto a ellos, una multitud anónima de pequeñuelos no lloran, porque no pudieron nacer, y tampoco cantan, porque no hubo oídos para ellos. Yo sí los escucho, los conozco y los amo.

Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces cargadas de angus­tia. Voces de aquellos que no pueden gritar, porque han sido aplastados y mutilados. Son las víctimas de las leyes injustas; los torturados por los centros de poder; los que un día se vieron sin palabras ante un arma, ante una sentencia abominable, o ante la indeseada visita de la muerte. Yo los escucho, los conozco y los amo.

Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces bien tristes. He aquí la voz del anciano llamando a sus amigos, que ya no viven, y a sus hijos, que un día prefirieron dejarlo en paz. He aquí también la voz de quien se halla perdido en el mundo, y pregunta a los que pasan: “¿qué debo hacer?”. Es la voz del amor defraudado y de la esperanza que se apagó por falta de alimento; la voz de la vida opaca y árida, la de los días grises, rutinarios y estériles; la voz de quien está solo en medio de la gente; la voz del deprimido. Yo los escucho, los conozco y los amo.

Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás voces oscuras: los pecados inconfesados, el rumor de la maldita superstición, el horrible invocar espíritus, los cultos satánicos, las tenebrosas propuestas de soborno, las risas torcidas de quienes trafican con la vida y la honra de otros, el tumulto de quienes hacen negocio divulgando el pecado, como si no tuvieran más oficio que alabar al demonio y provocar escándalo en mis niños. ¡Oh pobreza incalculable de quien me ha perdido! Dime: ¿hay alguna voz que escape a mis oídos? Pero estos pecadores, aunque se han cargado de cadenas por sus propias culpas y malos hábitos, todavía tienen aliento para hablar mal de mí. Yo los escucho, los conozco y los amo.

Si levantas tu oído al clamor de mis pobres, oirás mi propio clamor. Llagas y sangre: ese fue mi último sermón. Soledad y abandono: tal fue mi última predicación. En el cielo, en el altar, en mis pobres: ahí me tienes. Gloria, Eucaristía, Indigencia: eso soy para ti. Hablo por voz de los que sufren, sépanlo ellos o no. Hablo en ellos porque los amo. Y tú, ¿dirás que me amas, si no los escuchas? Mis ojos miran en los ojos de mis pobres. ¿Dirás que quieres verme, si rehuyes esos ojos? Mi cuerpo padece en ellos. ¿Dirás que estás conmigo, si odias estar con ellos? Búscame, pues, donde me hallo; ámame como te amo, y sírveme donde deseo ser servido.

Ha terminado la prisa. El cristiano se vuelve, y busca con sus ojos los ojos de Cristo en el pobre. Pero es tarde. Cristo ha pasado, porque también Cristo tiene prisa. Y en el silencio del día que termina, aquel cristiano eleva sus ojos al cielo, hace de su pecho un altar, y ora muy despacio diciendo: Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy.

Tiempo para el Evangelio – El Canto de la Redención

Solíase preguntar un buen cristiano cuál sería el canto de Cristo en la Cruz. Porque había aprendido que aquel solemne grito al momento de partir de este mundo hacia el Padre, era en Cristo toda una proclama: era el recitativo de nuestra redención. Y mientras esto cavilaba, oyó la voz del Señor, que de lo alto le decía:

Ahora eres otro. Ahora que la luz besó tus ojos; ahora que mi voz abrió tus oídos; ahora que mi palabra halló nido en tu ser; ahora que crees y vives; ahora que esperas y amas; ahora eres otro. Eres tú y más que tú. Eres tú sin lo que te estorbaba; eres tú sin lo que te enfermaba; eres tú sin lo que te ensuciaba; eres tú sin lo que te ocultaba: eres más tú, para gloria de mi Padre del Cielo.

Ahora eres otro. Ahora cantas conmi­go, cuando canto a mi Padre; ahora lloras conmigo, cuando lloro el pecado del mundo; ahora ríes conmigo, cuando vemos reír a los niños; ahora vives conmigo: ahora eres otro. Eres tú y más que tú. Eres tú con mi vida; eres tú con mi sonrisa; eres tú con mi Sangre; eres tú con mi Espíritu: eres más tú, para gloria de mi Padre del Cielo.

Ahora eres otro y yo soy el mismo. Porque mi reino no es de este mundo. Mi reino no surge del dinero, no se sostiene con las armas, no se opaca con los años. Soy el mismo: el que era, el que es, el que viene. ¡Oh! Pero tú miras mi Cuerpo Crucificado y te preguntas si he cambiado. Amado de mi alma, precio de mi Sangre, sólo respóndeme una pregunta: Me revestí de tus culpas, pero te revestí de mi gracia, ¿quién cambió? Grabaste tus llagas en mi piel, pero yo grabé mi inocencia en tu cuerpo, ¿quién cambió? Derribaste mi alma con tus pecados, pero yo derribé tu egoísmo con mi amor, ¿quién cambió? Te diré la verdad: yo no he cambiado. No cambió mi gracia cuando te la daba, ni se perdió mi inocencia cuando la grababa en ti, ni cesó mi amor cuando te amaba. Yo soy el mismo y tú eres otro. Ahora eres más tú, para gloria de mi Padre del cielo.

Ahora eres otro. Tu cabeza brilla con agua del santo bautismo; el aroma de mi Sangre perfuma tu aliento; el fuego de mi Espíritu inflama tu pecho; el calor de mi madre, de la Virgen, rodea tu alma; mi Padre es tu Padre; mi Dios es tu Dios. Ahora eres otro porque yo he vencido al mundo; porque los siglos no han logrado ni lograrán ocultar la Cruz; porque la tierra entera será juzgada en mi presencia, y sólo quedarán en pie los que me aguardan.

Por tu parte, alégrate. Levanta la cabeza. Mírame a los ojos. Yo soy como tú; tú eres como yo.

Y callaba el cristiano oyendo cantar a su Señor. Y se maravillaba pensando que el Verbo se hizo hombre, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria.

Tiempo para el Evangelio – Ora Et Labora

Como espesa niebla, la duda se había adueñado del corazón de aquel cristiano. Sabía de Cristo y lo amaba, pero amaba también la mediocridad, de modo que, arropado por el detestable calorcillo de la tibieza, no acababa de decidirse por el Señor.

A la vuelta de una esquina se ve la torre de una iglesia; como venidos del cielo, los ecos de la voz de un anciano sacerdote pregonan las grandezas de Cristo en la Eucaristía. Entonces el cristiano recapacita, y es la voz del mismo Cristo quien le interpela:

Has amado más tus harapos que el vestido de gloria que te di el día de tu bautismo. Has amado más los caminos de la tierra que los del cielo, y te atenaza la duda. Temes y te preguntas si es posible la santidad para ti. Temes, como todos; pero no todos se preguntan. Preguntar es una gracia, créeme.

A quienes tienen poca fe y aún desconfían de mi Dios, hay que decirles que se esfuercen mucho: así no retrocederán en el camino recién iniciado. Pero cuando crezca su fe y hayan aprendido a confiar en mí, habrá que recordarles quién les dio querer y obrar: así avanzarán con firmeza hasta el término de lo comenzado.

Pues aquel que aún se pregunta y duda sobre cuál es su parte y cuál la de Dios, ya presiente que tendrá que hacer mucho; en cambio, aquel otro que va descubriendo cuánto hice y sigo haciendo, tanto más logra cuanto más confía.

Tal parece, en efecto, que Dios será siempre un Juez despiadado para quien piensa sólo en sus propios esfuerzos y logros. Sin embargo, quien ha conocido los esfuerzos y logros de Dios en Cristo no duda en reconocer su propia impiedad e injusticia. Porque de tanto mirar tus propios intereses llegarás a temer por tu condenación; en cambio, de aprender a mirarme llegarás a reconocer la terrible fuerza del amor de Dios y el incomprensible interés que tiene por salvarte.

No pretendes, pues, escoger cuál es el Dios que te sirve; tampoco hagas un dios a tu imagen. Piensa más bien que si ahora te hablo, es porque quiero formarte en mí y formarme en ti. Que ahora tengas tiempo para Dios quiere decir que ahora Dios tiene tiempo para ti.

Han cesado las campanas. Se ha apagado la voz del anciano predicador. La gente sale de la iglesia. Pero Dios nunca sale del alma; Dios nunca se aleja del mundo.

Tiempo para el Evangelio – Despierta, tú que duermes, y te iluminará Cristo

El cristiano recuerda y revive su bautismo. Ora en silencio, y de repente, Cristo mismo le habla desde la altura:

Como de oscura noche, despertaste al fin. Mi luz, alegre y clara, bañó tus ojos entenebrecidos, y el resplandor de mi gloria alejó toda sombra de tu vida. Me gozo viéndote alegre, porque esa alegría quise para ti. Te saludo, hijo de mi llanto, precio de mi Sangre; te llevo escrito en mis llagas y grabado en mi corazón. Ya nadie podría arrancarte de mí, porque he llamado a juicio a tus enemigos y he atado para siempre a tus adversarios.

Levanta, pues, tu mirada, porque tu lugar es la altura. Aspira el aroma del cielo y aprende a detestar el pecado que te humilla. ¡Lejos de ti la ocasión de pecar! Levanta tus ojos a los míos, amado de mi alma, oveja de mi rebaño, y contempla en mí el mundo nuevo: mira lo que has de ser, cómo has de obrar y cuánto has de amar.

¡Alza la cabeza, hombre libre! Bien deseo que nada te sacie en esta tierra, porque de mucho amar lo pasajero te olvidarías de lo eterno. Bien deseo que conserves limpias tus manos, porque no tienen parte conmigo los soberbios, ni los sanguinarios, ni los mentirosos, ni los negligentes, ni los impuros. Y sobre todo: bien deseo que arda tu pecho con Fuego del mundo nuevo. Basta ya de esa mentira que tantos de este mundo llaman “amor”; lo tuyo ahora es la Verdad, la humildad, la alegría, la santidad. Lo tuyo ahora soy yo, y lo mío eres tú.

Por hoy, entonces, ocúpate de lo mío, y deja que yo me ocupe de lo tuyo. Escribe hoy, con tus hermanos, una página de Evangelio. Séllala luego con la unción de mi Espíritu y confíala a mi misericordia. Y que al despedir tu día, y al terminar tu vida, la paz de mis ojos salude tu rostro, y lea yo mi nombre en tu frente.

¡En pie, sé valiente! No olvides a dónde has de llegar, y no te olvidarás de cómo has de caminar. No olvides cuánto te espero, y no cesarás de aguardarme. Y nunca olvides cuánto te amo, porque ya sabes que nunca dejaré de amarte.

Así habla Cristo, y su voz resuena como fragor de muchas aguas, y su luz resucitada hace ver pálido este sol.