Mientras haya Vida…

Aunque Henri Matisse tenía casi veintiocho años menos que Auguste Renoir, los dos grandes artistas eran íntimos amigos y compañeros frecuentes. Estando Renoir confinado en su casa, en su última década de vida, Matisse lo visitaba a diario. Su amigo, casi paralizado por la artritis, continuaba pintando a pesar de la enfermedad.

Un día, al ver que el anciano pintor trabajaba en su estudio, combatiendo el torturante dolor con cada pincelada, Matisse dijo: “¿Por qué sigues pintando si sufres tanto, Auguste?” Renoir respondió con estas simples palabras: “La belleza perdura, el dolor pasa.”

Y así, casi hasta el día de su muerte, Renoir siguió aplicando pintura a sus telas. Las bañistas, una de sus pinturas más famosas, quedó terminada apenas dos años antes de su fallecimiento y cuando llevaba catorce afectado por esa enfermedad incapacitante.

La Pequeña Astilla de Porcelana

Mi madre solía pedirme a menudo que pusiera la mesa con la “porcelana buena”. Como esto sucedía con mucha frecuencia, nunca me pregunté por qué lo hacía en esas ocasiones. Suponía que era simplemente un deseo suyo, un capricho momentáneo, y hacía lo que ella me pedía.

Una noche, mientras ponía la mesa, llegó inesperadamente Marge, una vecina. Llamó a la puerta y mamá, ocupada en la cocina, le gritó que pasara. Marge entró en la inmensa cocina y, al ver la mesa puesta con tanta elegancia, observó:

-Oh, veo que tienen visitas. Vendré en otro momento. De todos modos, tendría que haber avisado antes.

-No, no, está bien -respondió mi madre-. No esperamos a nadie.

-Bueno -dijo Marge con expresión confundida-, ¿por qué sacaron entonces la porcelana buena? Yo uso mi juego bueno sólo dos veces al año, a lo sumo.

-Porque preparé la comida favorita de mi familia -respondió mamá sonriendo-. Si ponemos la mesa con lo mejor que tenemos para invitados especiales y gente de afuera cuando vienen a comer, ¿por qué no para la familia? No se me ocurre nadie más especial.

-Bueno, sí, pero se te va romper este juego tan lindo de porcelana -respondió Marge, sin comprender todavía el valor que mi madre asignaba al hecho de estimar a su familia de esa manera.

-Oh, bueno, unas cuantas astillas en la porcelana son un precio muy bajo por la forma en que nos sentimos cada vez que nos reunimos a la mesa en familia, usando estos lindísimos platos -dijo mamá como al descuido-. Además -agregó, con un guiño infantil-, cada pieza astillada tiene ahora una historia para contar, ¿no?

Miró a Marge como si una mujer con dos hijos adultos tuviera que saberlo. Luego caminó hasta el armario y sacó un plato. Sosteniéndolo, dijo:

-¿Ves esta astilla? Yo tenía diecisiete años cuando se produjo. Nunca me olvidaré de ese día. El tono de su voz bajó; parecía estar recordando otra época.

-Un día de otoño, mis hermanos necesitaban ayuda para levantar las últimas parvas (mies tendida en la era) de la temporada, para lo cual contrataron a un hombre apuesto, joven y fuerte. Mi madre me había pedido que fuera al gallinero a buscar huevos frescos. Fue entonces cuando vi al nuevo ayudante. Me detuve y observé durante un momento cómo levantaba esos fardos grandes y pesados de pasto verde y los cargaba sobre su hombro, para luego arrojarlos sin esfuerzo sobre la parva. Les digo que era un hombre muy guapo: delgado, de cintura estrecha, brazos fuertes y el pelo abundante y brillante. Seguramente intuyó mi presencia, porque estando a punto de lanzar un fardo, se detuvo, se dio vuelta, me miró y se limitó a sonreír. ¡Era tan increíblemente buen mozo! -dijo mamá lentamente, mientras pasaba un dedo por el borde de la bandeja, y le daba unos golpecitos suaves-. Bueno, supongo que a mis hermanos les caía bien ya que lo invitaron a comer con nosotros. Cuando mi hermano mayor le dijo que se sentara junto a mí en la mesa, casi me muero. Se imaginan lo incómoda que me sentía, sabiendo que me había visto parada observándolo. Y ahora estaba sentada a su lado. Su presencia me ponía tan nerviosa, que tenía la lengua como trabada y lo único que hacía era mirar para abajo.

De pronto, al tomar conciencia de que estaba contando una historia en presencia de su hija y de la vecina, mamá se puso colorada y apresuró el fin del relato.

-La cosa es que él me pasó su plato y me pidió que le sirviera. Yo estaba tan alterada que tenía las palmas húmedas y las manos me temblaban. Cuando tomé su plato, se me resbaló, se golpeó contra la cacerola y se astilló.

-Bueno -dijo Marge, para nada conmovida con la historia de mi madre-, yo diría que suena como un recuerdo que es preferible olvidar.

-Al contrario -replicó mi madre-. Al año me casé con ese hombre maravilloso. Y hasta el día de hoy, cuando veo ese plato, me acuerdo con alegría del día que lo conocí.

Con cuidado, volvió a poner el plato en el armario detrás de los otros, en un lugar especial y, al ver que yo la miraba, me hizo un guiño.

Consciente de que la apasionada historia que acababa de contar no le despertaba a Marge sentimientos de ningún tipo, tomó rápidamente otro plato, esta vez uno que se había roto y había sido pegado cuidadosamente, con pequeñas gotas de cola esparcidas en costuras bastante desparejas.

-Este plato se rompió el día que volvimos del hospital con Mark, nuestro hijo recién nacido -dijo mamá-. ¡Qué día más frío! Tratando de ayudar, a mi hija de seis años se le cayó al suelo cuando lo llevaba al fregadero. Al principio me enojé, pero me dije a mí misma: “Es sólo un plato roto y no voy a permitir que esto altere la felicidad que sentimos al recibir a este bebé en la familia”. Por otra parte, recuerdo que todos nos divertimos mucho con los diversos intentos que hicimos por recomponer el plato.

Yo estaba segura de que mi madre tenía otras historias para contar sobre ese juego de porcelana.

Pasaron varios días y no podía olvidarme de aquel primer plato que nos mostró. Era especial, aunque más no fuera porque mamá lo había guardado con mucho cuidado detrás de los otros. Ese plato me intrigaba y todo el tiempo me daban vuelta ideas por la cabeza.

A los pocos días, mamá fue a la ciudad a hacer compras. Como siempre cuando iba, me quedé a cargo de los demás chicos. En el momento en que el auto se perdió de vista en el camino, hice lo que siempre hacía durante los primeros diez minutos después de su partida. Corrí al cuarto de mis padres (cosa que tenía prohibida), tomé una silla, abrí el cajón superior de la cómoda y revisé su interior como tantas otras veces. En el fondo del cajón, junto a ropa interior suave y muy perfumada, había un alhajero cuadrado de madera. Lo saqué y lo abrí. Estaban los objetos de siempre: el anillo de rubí que le había dejado a mamá Hilda, su tía favorita; un par de delicados aros de perla que el marido de la madre de mi mamá le había regalado el día de su casamiento; y el anillo de compromiso de mi madre, que muchas veces se quitaba cuando ayudaba a papá en los trabajos al aire libre.

Una vez más, fascinada por estos preciosos tesoros, hice lo que toda niña desearía hacer: me probé todo, llenando mi mente con gloriosas imágenes de lo que para mí significaba ser una mujer adulta y bella como mi madre y poseer objetos tan exquisitos. No veía la hora de tener edad suficiente para manejar mi propio cajón y poder decirles a otros que no lo tocaran.

Ese día no me demoré mucho en esos pensamientos. Quité el terciopelo rojo que separaba las joyas depositadas en la cajita de madera de una astilla de porcelana blanca de aspecto nada extraordinario, hasta ese momento totalmente insignificante para mí. Saqué la astilla de la caja, la sostuve a la luz para examinarlo con más atención y, llevada por mi intuición, corrí al armario de la cocina, empujé una silla, trepé y bajé el plato. Tal como lo había imaginado, la astilla -tan cuidadosamente guardada junto a las únicas tres valiosas pertenencias de mi madre- correspondía al plato que había roto el día en que puso los ojos en mi padre.

Con más prudencia y respeto, repuse con mucho cuidado la sagrada astilla en su lugar junto a las joyas y la tela que la protegía. Ahora sabía a ciencia cierta que ese juego de porcelana guardaba para mi madre una serie de historias de amor sobre su familia, pero ninguna tan memorable como la que le había legado aquel plato en especial. Con esa astilla empezó una historia de amor que actualmente va por el capítulo 53; ¡mis padres llevan cincuenta y tres años de casados!

Una de mis hermanas le preguntó a mi mamá si alguna vez el anillo antiguo de rubí podía ser de ella, y mi otra hermana reclamó los aros de perlas de la abuela. Quiero que mis hermanas tengan esas bellas herencias de familia. En cuanto a mí, bueno, me gustaría conservar aquello que simboliza el comienzo de la extraordinaria vida de amor de una mujer extraordinaria. Querría guardar esa pequeña astilla.

Juan 3,16

En la ciudad de Chicago, una noche de invierno soplaba un fuerte viento.Un niñito vendía periódicos en un rincón, tratando de guarecerse del frío inclemente. Realmente, no vendía mucho, lo que intentaba era no congelarse de frío. Vió a un policía, se le acercó y le preguntó:

“Señor, sabrá usted de algún refugio donde un niño pueda dormir esta noche? Normalmente duermo en una caja de cartón que guardo en el callejón, pero es que esta noche hace demasiado frío y me gustaría estar en un lugar cálido”.

El policía miró al chico y le dijo:

“Baja por esta calle, hasta una casa blanca, toca la puerta y cuando te abran solamente di: Juan 3,16″ y te dejarán pasar.”

El niño obedeció, llegó a la casa y tocó a la puerta. Una gentil señora abrió la puerta, el niño la miró y le dijo: “Juan 3,16”. La señora le contestó: “Pasa hijo mío. Lo toma de la mano y lo sienta en una mecedora cerca de una vieja chimenea que estaba encendida. La señora sale de la habitación y el chico piensa por un breve instante:

La verdad es que no entiendo Juan 3,16, pero en verdad puede hacer que un chico se caliente en una noche fría. Al rato, la señora regresa y le pregunta al chico:

“Quisieras comer?” El chico responde:

“Un pancito no me vendría mal, hace días que no como y no me vendría nada mal un poco de pan”. La señora tomó al niño de la mano, lo llevó a la cocina y lo sentó en una mesa llena de exquisitos manjares. El chico comió y comió hasta que ya no pudo más y entonces pensó: la verdad es que no entiendo a Juan 3,16, pero es seguro que llena un estómago hambriento.

Al terminar, la señora tomó al chico de la mano y lo llevó al baño, donde lo esperaba una tina llena agua tibia y olorosas burbujas. Mientras el chico se sumergía en la tina, pensaba: La verdad es que ahora menos entiendo a Juan 3,16, pero ya sé que éste puede dejar bien limpio a un chico sucio. En verdad yo nunca había tomado un baño de verdad, en toda mi vida. El único que recuerdo fue la vez que me metí debajo del hidrante de los bomberos, un día que éstos lo abrieron y dejaron caer el agua por la calle.

La señora regresó por el chico, lo llevó a una habitación, lo vistió con un pijama y lo acostó en una inmensa cama con una almohada de plumas. Lo cubrió con una espesa colcha, lo besó y le deseó dulces sueños, apagó la luz y salió. El chico, bien abrigado en la cama veía, a través de la ventana, la nieve caer y pensó: la verdad es que Juan 3,16 puede hacer que un chico cansado pueda descansar.

La mañana siguiente, la señora regresó con ropa limpia y lo llevó ante la misma mesa de la noche anterior, llena de ricos manjares para el desayuno. Después de comer, la señora lo sentó en la misma mecedora de la noche anterior y tomó en sus manos una vieja Biblia. Se sentó frente a él, le miró a los ojos y con una dulce voz le dijo:

“Entiendes a Juan 3,16?” “No señora, anoche fue la primera vez en mi vida que oí sobre él, cuando el policía me dijo que se lo dijera a usted”.

La señora abrió la Biblia, la abrió en Juan 3,16 y comenzó a explicarle acerca de Jesús. Ahí, frente a esa vieja chimenea, el chico entregó su corazón y su vida a Jesús, al tiempo que pensaba: Juan 3,16, quizá no lo entienda, pero hace que un chico perdido se sienta seguro, se sienta amado.

Saben? Yo tampoco lo entiendo: cómo fue que Dios estuvo dispuesto a mandar a su único hijo a morir por mi, y cómo fue que Jesús estuvo dispuesto a ello. No comprendo la agonía del Padre y de toda la Corte Celestial al presenciar el sufrimiento de la pasión y muerte de Jesús. No entiendo la intensidad del AMOR de Jesús por MI, que lo mantuvo en su camino hacia la cruz hasta el fin. Yo no lo entiendo, pero de lo que sí estoy seguro, es de que hace que esta vida valga la pena vivirla y que nuestra misión debe ser cumplida.

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que todo aquel que cree en EL no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Juan 3,16

Jesús en tu Casa

Un día estaba un joven en su casa y alguien tocó la puerta.

Al abrir la puerta como sorpresa encontró al diablo quien lo agarró del pelo, lo pateó, lo golpeó y se luego se fue.

¿Y dijo el muchacho que debo hacer?

De pronto cuando el diablo se había marchado vio pasar a Jesús y pensó…

¡Si Él esta en mi casa el diablo no va a entrar!

!Entonces lo invitó a pasar y le mostró la casa y le dijo, puedes venir mañana cuando el diablo pase por aquí…

Y Jesús le dijo que sí.

Al día siguiente el diablo volvió a tocar la puerta y ya Jesús estaba dentro de la casa.

El muchacho muy tranquilo abrió la puerta y el diablo volvió a darle una golpiza.

Entonces el muchacho muy molesto le reclamó a Jesús que porqué no hizo nada por defenderlo y dijo: No hice nada porque no estoy en mi casa, sólo estoy de visita.

El muchacho pensó un poco y lo invitó a vivir en su casa, le mostró su cuarto y dijo:

Vas a seguir viviendo aquí, éste será tu cuarto y Jesús aceptó.

Como era ya costumbre al día siguiente tocaron nuevamente la puerta, y era otra vez el diablo, el joven muy confiado abrió la puerta pues ya Jesús vivía en su casa, y el diablo nuevamente le dió la golpiza.

El joven, molesto fue donde Jesús y dijo: Ya vives en mi casa, ¿qué más deseas para defenderme?

Y Jesús contestó: Yo sólo vivo en tu casa, en mi cuarto. Mientras no estés en mi cuarto no te puedo defender.

Entonces el joven reflexionó un poco y dijo:

De hoy en adelante ésta es tu casa, yo estaré aquí como un invitado si me lo permites.. Y así fue.

Al otro día tocan nuevamente la puerta, pero esta vez no fue el joven quien abrió la puerta pues ya no era él dueño de la casa, al abrir Jesús la puerta el diablo se disculpó pues pensó que se había equivocado de casa.

Queridos amigos, como consejo quiero decir que no es suficiente el decir dentro de nosotros que Jesús vive en nuestro corazón, tenemos que entregar de corazón nuestra vida para que Él pueda actuar por nosotros.

Jarra de Miel

Una jarra de miel que se hizo añicos

derramó su dulce contenido

en un charco viscoso y pagajoso.

Las golosas moscas acudieron a darse un atracón:

tanto comieron que sus alas se pegaron.

Con tirones y vanos forcejeos

quisieron escapar entre jadeos

y en dolor aromático murieron.

Moraleja:

Ay de las necias criaturas que por gozos fugaces se destruyen.

La Actitud – Leyenda China

Hace mucho tiempo, una joven llamada Lili se casó y fue a vivir con el marido y la suegra. Después de algunos días, no se entendía con ella. Sus personalidades eran muy diferentes y Lili fue irritándose con los hábitos de la suegra, que frecuentemente la criticaba. Los meses pasaron y Lili y su suegra cada vez discutían más y peleaban. De acuerdo con una antigua tradición china, la nuera tiene que cuidar a la suegra y obedecerla en todo.

Lili, no soportando más vivir con la suegra, decidió tomar una decisión y visitar a un amigo de su padre. Después de oírla, él tomó un paquete de hierbas y le dijo: “No deberás usarlas de una sola vez para liberarte de tu suegra, porque ello causaría sospechas. Deberás dárselas lentamente para irla envenenando porco a poco. Cada dos días pondrás un poco de estas hierbas en su comida. Ahora, para tener certeza de que cuando ella muera nadie sospechará de ti, deberás tener mucho cuidado y actuar de manera muy amigable. No discutas, ayúdala a resolver sus problemas. Recuerda tienes que escucharme y seguir todas mis instrucciones”.

Lili respondió: “Sí, Sr. Huang, haré todo lo que el señor me pida”.

Lili quedó muy contenta, agradeció al Sr. Huang, y volvió muy apurada para comenzar el proyecto de asesinar a su suegra.

Pasaron las semanas y cada dos días, Lili servía una comida especialmente tratada a su suegra. Siempre recordaba lo que el Sr. Huang le había recomendado sobre evitar sospechas, y así controló su temperamento, obedecía a la suegra y la trataba como si fuese su propia madre. Después de seis meses, la casa entera estaba completamente cambiada. Lili había controlado su temperamento y casi nunca la aborrecía. En esos meses, no había tenido ni una discusión con su suegra, que ahora parecía mucho más amable y más fácil de lidiar con ella. Las actitudes de la suegra también cambiaron y ambas pasaron a tratarse como madre e hija.

Un día Lili fue nuevamente en procura del Sr. Huang, para pedirle ayuda y le dijo: “Querido Sr. Huang, por favor ayúdeme a evitar que el veneno mate a mi suegra. Ella se ha transformado en una mujer agradable y la amo como si fuese mi madre. No quiero que ella muera por causa del veneno que le di”. El Sr. Huang sonrió y señaló con la cabeza: “Lili no tienes por qué preocuparte. Las hierbas que le di, eran vitaminas para mejorar su salud. El veneno estaba en su mente, en su actitud, pero fue echado fuera y substituido por el amor que pasaste a darle a ella”.

Huellas que dejó el amor

En un día caluroso de verano en el sur de Florida, un niño decidió ir a nadar en la laguna detrás de su casa. Salió corriendo por la puerta trasera, se tiró en el agua y nadaba feliz.

Su mamá desde la casa lo miraba por la ventana, y vió con horror lo que sucedía. Enseguida corrió hacia su hijo gritándole lo más fuerte que podía.

Oyéndole el niño se alarmó y miró nadando hacia su mamá.

Pero fue demasiado tarde. Desde el muelle la mamá agarró al niño por sus brazos.

Justo cuando el caimán le agarraba sus piernitas. La mujer jalaba determinada, con toda la fuerza de su corazón. El cocodrilo era más fuerte, pero la mamá era mucho más apasionada y su amor no la abandonaba.

Un señor que escuchó los gritos se apresuró hacia el lugar con una pistola y mató al cocodrilo. El niño sobrevivió y, aunque sus piernas sufrieron bastante, aún pudo llegar a caminar.

Cuando salió del trauma, un periodista le preguntó al niño si le quería enseñar las cicatrices de sus piernas. El niño levantó la colcha y se las mostró. Pero entonces, con gran orgullo se remango las mangas y dijo:

“Pero las que usted debe de ver son estas”. Eran las marcas de las uñas de su mamá que habían presionado con fuerza. “Las tengo porque mamá no me soltó y me salvó la vida”.

Moraleja: Nosotros también tenemos cicatrices de un pasado doloroso. Algunas son causadas por nuestros pecados, pero algunas son la huella de Dios que nos ha sostenido con fuerza para que no caigamos en las garras del mal.

Dios te bendiga siempre, y recuerda que si te ha dolido alguna vez el alma, es porque Dios, te ha agarrado demasiado fuerte para

Hoy es el Tiempo: Los Hijos no Esperan

Durante muchos años,

Hay un tiempo…

Para anticipar la llegada de un bebé, consultar al médico, hacer dieta y ejercicio y ver cómo se va modificando mi perfil. Para preparar el ajuar. Para soñar lo que ese niño puede llegar a ser cuando crezca. Para pedir a Dios que me enseñe a criar al hijo que llevo en mis entrañas.

Para preparar mi alma y alimentar la suya.

No dejaré pasar el tiempo, porque los hijos no esperan.

Hay un tiempo…

Para alimentarlo a la noche, calmar sus pequeños dolores y esforzarse para sacarle una sonrisa, Para mecerlo y pasearlo por la habitación. Para moldear con paciencia su voluntad cuando todavía no se ha hecho presente la razón.

Para mostrarle que su suave mundo es difícil y exigente, pero que también tiene mucho de amor y de esperanza.

Para contemplarlo y maravillarme por lo que en realidad es: ni mascota, ni juguete, sino una persona diferente de mí misma, un ser creado a la imagen divina.

Para reflexionar acerca de mi mayordomía sobre él: no me pertenece, no es mío, solo he sido elegida para amarlo, educarlo y disfrutarlo.

Haré lo mejor que pueda durante este tiempo, porque los hijos no esperan.

Hay un tiempo…

Para tenerlo en mis brazos y contarle la historia más hermosa que jamás haya oído.

Para enseñarle que Dios existe en el cielo, en la tierra, en cada detalle de la naturaleza y de su cuerpo.

Para enseñarle a sentir asombro y a emocionarse por las cosas que realmente lo merecen.

Para dejar de lado los platos sucios y llevarlo al parque para que pueda correr, respirar a pleno pulmón, mirar la luna, sentir la lluvia sobre su cabeza y descubrir cada secreto de la naturaleza.

Para jugar con él una carrera, hacerle un dibujo, atraparle una mariposa y darle todo el alegre compañerismo que necesita.

Para señalar el camino de la verdad y enseñarle a amar a Dios con sus sentimientos de niño.

Este tiempo es corto, y si me descuido se me esfumará, porque los hijos no esperan.

Hay un tiempo…

Para cantar en vez de rezongar, sonreír en vez de fruncir el seño, reflexionar en vez de airarme, comprenderlo en vez de llorar por el jarrón roto, compartir con mis mejores sentimientos mi amor por la vida y la familia.

Para contestar sus preguntas, antes que llegue el momento cuando no quiera escuchar mi respuesta.

Para enseñarle firme y paciente a obedecer, a disponer un lugar para cada cosa y a poner cada cosa en su lugar.

Para mostrarle la paz del deber cumplido y comunicarlo con la Fuente de la paz.

Este tiempo es breve, aprovecharé cada minuto, porque los hijos no esperan.

Hay un tiempo…

Para verlo partir valientemente hacia la escuela y entonces extrañar su ruidosa presencia a mi lado.

Para aceptar que ahora hay otros que atraen su interés, y esperarlo cuando regrese de la escuela.

Para escuchar las largas descripciones de lo que sucede cada día.

Para enseñarle a ser independiente, responsable y sobre todo, a ser el mismo.

Para guiarlo con afectuosa firmeza y disciplinarlo con amor.

Para dejarlo partir y soltar los lazos que lo sujetan a mi falda.

Para atesorar cada instante fugaz de su niñez y adolescencia: sólo dieciocho preciosos años para inspirarlo y prepararlo para la vida.

No cambiar este derecho natural por la posición social, la reputación profesional o un cheque de sueldo. Una hora de dedicación puede evitar años de dolor mañana. La casa puede esperar, el auto puede esperar, la ropa puede esperar, pero los hijos no esperan.

Habrá un tiempo…

Cuando las puertas ya no serán cerradas a golpes, ni habrá juguetes en la escalera, ni peleas entre los hermanos, ni marca de lápices en las paredes, entonces podré recordar con gozo los años pasados y pensar que fue poco lo que perdí en comparación con lo mucho que he ganado.

Cuando lo vea labrarse un futuro en la universidad.

Entonces será para mí el tiempo de trabajar fuera de casa, de dedicarme a todo lo bello y útil que he postergado durante tantos años. Entonces será mi tiempo, yo sí puedo esperar.

Habrá un tiempo…

Para mirar hacia atrás y ver que los años de madre no fueron desperdiciados.

Para verlo un hombre formado, íntegro y sirviendo a los demás.

Para verlo disfrutar gracias a todos los tiempos que no dejé escapar.

Para afirmar sin equivocarme que cada momento de su vida fue importante para mí.

Para reconocer sin dolor que no hay carrera mejor, ni trabajo más remunerado, ni tarea más urgente que la de aceptar con alegría la gracia de ser madre.

Entonces recogeré el fruto de haber respetado los tiempos de mis vástagos, de haber postergado los míos, de haber sido consciente de que esos tiempos eran breves y de no haberlos hecho esperar.

El Hijo Preferido…

Cierta vez le preguntaron a una madre cual era su hijo preferido, aquel que ella más amaba.

Y ella, dejando entrever una sonrisa, respondió:

“Nada es más voluble que un corazón de madre.

Y, como madre, le respondió:

”El hijo predilecto, aquel a quien me dedico de cuerpo y alma.

Es mi hijo enfermo, hasta que sane.

El que partió, hasta que vuelva.

El que está cansado, hasta que descanse.

El que está con hambre, hasta que se alimente.

El que está con sed, hasta que beba.

El que está estudiando, hasta que aprenda.

El que está desnudo, hasta que se vista.

EL que no trabaja, hasta que se emplee.

El que está de novio, hasta que se case.

El que se casa, hasta que conviva.

El que es padre, hasta que los crie.

EL que prometió, hasta que cumpla.

El que debe, hasta que pague.

El que llora, hasta que calle.”

Y con un semblante bien diferente a aquella sonrisa, finalizó:

“El que ya me dejó, hasta que lo reencuentre.”

La vida es como un viaje

Para cada uno de nosotros

la vida es como un viaje.

Nacer es el comienzo de este viaje

y morir no es su final sino su destino.

Este es un viaje que nos lleva

de la juventud a la madurez;

de la ingenuidad al despertar;

de la ignorancia al conocimiento;

de la necedad a la sabiduría;

de la debilidad a la fortaleza, y muchas veces de vuelta;

de la ofensa al perdón;

del dolor a la compasión;

del temor a la fe;

del fracaso a la victoria, y de la victoria al fracaso,

hasta que llega un punto en que,

mirando atrás o hacia adelante,

entendemos que la victoria no consiste

en llegar a una cierta cumbre en el camino

sino en haber hecho el camino

con todas sus etapas.

(Adaptado de una antigua plegaria judía)