Solidaridad propia de la familia en cuanto familia

246 La subjetividad social de las familias, tanto individualmente como asociadas, se expresa también con manifestaciones de solidaridad y ayuda mutua, no sólo entre las mismas familias, sino también mediante diversas formas de participación en la vida social y política. Se trata de la consecuencia de la realidad familiar fundada en el amor: naciendo del amor y creciendo en él, la solidaridad pertenece a la familia como elemento constitutivo y estructural.

Es una solidaridad que puede asumir el rostro del servicio y de la atención a cuantos viven en la pobreza y en la indigencia, a los huérfanos, a los minusválidos, a los enfermos, a los ancianos, a quien está de luto, a cuantos viven en la confusión, en la soledad o en el abandono; una solidaridad que se abre a la acogida, a la tutela o a la adopción; que sabe hacerse voz ante las instituciones de cualquier situación de carencia, para que intervengan según sus finalidades específicas.

247 Las familias, lejos de ser sólo objeto de la acción política, pueden y deben ser sujeto de esta actividad, movilizándose para « procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia. En este sentido, las familias deben crecer en la conciencia de ser “protagonistas” de la llamada “política familiar” y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad ».559 Con este fin, se ha de reforzar el asociacionismo familiar: « Las familias tienen el derecho de formar asociaciones con otras familias e instituciones, con el fin de cumplir la tarea familiar de manera apropiada y eficaz, así como defender los derechos, fomentar el bien y representar los intereses de la familia. En el orden económico, social, jurídico y cultural, las familias y las asociaciones familiares deben ver reconocido su propio papel en la planificación y el desarrollo de programas que afectan a la vida familiar ».560

NOTAS para esta sección

559Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 44: AAS 74 (1982) 136; cf. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 9, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 13.

560Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 8 a-b, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, pp. 12-13.

Este Compendio se publica íntegramente, por entregas, aquí.

Una carta a Emma Watson

“Emma siendo muy sincero, hay algo que no logro comprender, a pesar de haber escuchado con escrúpulo cada segundo de tu discurso. No entiendo cuál es el afán de asumir monumentalmente que “el hombre y la mujer somos iguales en todo“. Creo con toda la convicción del mundo, que la hermosura de la vida social humana descansa en una verdad hermosa: “el hombre y la mujer somos complementarios”…”

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Indios apóstoles de los indios

Desde el primer viaje de Colón se pensó en que los indios habían de ser los apóstoles de los indios. Y así algunos naturales tomados por el Almirante fueron instruídos y bautizados en España, teniendo como padrinos a los Reyes Católicos, y de uno al menos, llamado Diego, se sabe que vuelto a Cuba, de donde era originario, explicaba la misa a sus hermanos indígenas (Guarda 32). Con cierta frecuencia los intérpretes venían a hacerse verdaderos colaboradores de los frailes misioneros.

El padre Mendieta cuenta, por ejemplo: «Me acaeció tener uno que me ayudaba en cierta lengua bárbara y habiendo yo predicado a los mexicanos en la suya… entraba él, vestido de roquete y sobrepelliz, y predicaba a los bárbaros en la lengua que yo a los otros había dicho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones y espíritu, que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había comunicado» (Hª ecl. indiana III,19).

Las cofradías de naturales -la más antigua la fundada en Santo Domingo en 1554-, con sus normas internas para la atención de pobres y enfermos, para la catequesis y otras actividades cristianas, tuvieron en toda la América hispana mucha vitalidad, y ellas, desde luego, participaron decisivamente en la evangelización de los indios. También fue decisiva en la evangelización la contribución de los niños educados en los conventos misionales, y cuanto se diga en esto es poco. Volveremos sobre el tema cuando tratemos de los niños mártires de Tlaxcala.

Los indios catequistas prestaron igualmente un servicio insustituible en la construcción de la Iglesia en el Mundo Nuevo. Algunos de ellos, incluso, llevados de un celo excesivo, rezaban reunidos, como si fueran cabildo de canónigos, las Horas litúrgicas, y celebraban misas secas en ausencia de los sacerdotes, de modo que el primer concilio de México hubo de moderar y concretar sus funciones.

Especial mención hemos de hacer de aquellas muchachas indias, hijas de principales, que recibían en ocasiones una mejor formación en internados religiosos. Ellas, según Mendieta, ayudaban en hospitales y en otras obras buenas, y sobre todo iban «a enseñar a las otras mujeres en los patios de las iglesias o a las casas de las señoras, y a muchas convertían a se bautizar, y ser devotas cristianas y limosneras, y siempre ayudaron a la doctrina de las mujeres» (Hª ecl. indiana III,52; +Motolinía, Memoriales I,62).

Por otra parte, y parte muy principal, desde el principio de la evangelización de América, hubo numerosos indios santos, que evidentemente colaboraron en forma decisiva a la evangelización de sus hermanos indígenas. Cuando hablamos del Beato Juan Diego, volveremos sobre el tema.

Recordemos, pues, aquí sólo algún caso. El siervo de Dios Nicolás de Ayllón, peruano, educado por los franciscanos de Chiclayo, era sastre, casado con la mestiza María Jacinta, y con ella fundó en Lima el célebre monasterio de Jesús María, para acoger doncellas españolas e indígenas. Murió en olor de santidad en 1677, y está incoado su proceso de beatificación (Guarda 170). El indio Baltasar, de Cholula, en México, organizó todo un pueblo al estilo de la vida comunitaria cenobítica. Motolinía y Mendieta nos refieren cómo grupos de tlaxcaltecas salían a regiones vecinas a predicar el Evangelio. Incluso algunas familias se fueron a vivir con los recalcitrantes chichimecas, para evangelizarlos a través de la convivencia. Casos de martirio por la castidad, al estilo de María Goretti, se dieron muchos entre las indias neocristianas, como aquél que narra Mendieta, y que ocasionó la conversión del fracasado seductor: «Hermana, tú has ganado mi alma, que estaba perdida y ciega» (Hª ecl. indiana III,52). ¿Cómo se podrá, en fin, encarecer suficientemente el influjo de los mejores indios cristianos en la evangelización de América?…

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.