El milagro de la cruz del árbol

San Luis Bertrán hizo innumerables milagros, tantos que hemos renunciado a relatarlos. También los hizo durante los últimos meses, sumamente fecundos, de su apostolado en América. En ellos recorrió los pueblos de Mampoix, islas de San Vicente y Santo Tomás, Tenerife y varios lugares del Nuevo Reino de Granada. Como despedida de su ministerio en América, referiremos sólamente uno de sus milagros. En la isla de San Vicente, predicando fray Luis sobre el poder salvador de la cruz, se le acercó impresionado el cacique, queriendo saber más de la virtud de la cruz. «El santo, inspirado del cielo, se arrima al tronco de un grandísimo árbol de los que coronan la plaza y, extendiendo los brazos en forma de crucifijo, graba en el árbol la forma de la cruz, de su misma estatura. Apártase después del tronco y queda la imagen de la cruz perfecta, como de medio relieve, en el árbol». El signo sagrado de la cruz de Cristo: ésta fue la huella viva que dejó San Luis Bertrán en Nueva Granada tras siete años de acción misionera.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Final del tiempo de Luis Bertrán en las Indias

Final en las Indias

Cuarenta y un años tenía San Luis cuando llevaba ya cinco años de apostolado en Nueva Granada. En el tiempo que le queda en América su labor misionera le hará adentrarse en las regiones más cerradas a la luz del Evangelio, en Cicapoa y Pelvato, en Cepecoa y Petua -donde, como vimos ya, sufrió aquel grave envenenamiento-, en los montes de Santa Marta, Mompoix y Tuncara, a veces en apostolado breve y de paso, y produciendo siempre unos frutos totalmente desproporcionados a su fuerza humana, pues se le ve flaco, enfermizo y cojo, los cabellos grises, los ojos casi ciegos. Lo que hizo San Luis Beltrán en su labor misionera, está claro, fue obra ante todo de Jesucristo, y a éste ha de darse la gloria y el honor por los siglos de los siglos.

Fray Luis está ya al final de su tiempo en América. Su salud, realmente, está hecha una miseria. Él, que en Valencia se confesaba más de una vez al día, ahora apenas tenía ocasión de confesar, como no fuera yendo a muchas leguas de distancia, y esto le afligía no poco, pues siendo tan seguro y certero en el discernimiento espiritual de los corazones ajenos, era, por permisión de Dios, sumamente inseguro y escrupuloso respecto de su propio corazón.

Por otra parte, siempre tuvo fray Luis graves problemas de conciencia en la atención pastoral de aquellos pecadores que eran españoles, pues con sus abusos escandalizaban gravemente a los indios paganos o recién bautizados. Podemos recordar sobre esto aquella ocasión en que San Luis asistía a un banquete ofrecido por las autoridades, y en el que participaban algunos encomenderos que él sabía crueles e injustos. En un momento dado, fray Luis «dixo a los encomenderos: ¿Quieren desengañarse de que es sangre de los indios lo que comen? Pues véanlo con sus propios ojos; y apretando entre sus mismas manos las arepas [de maíz], empezaron a destilar sangre sobre los manteles de la mesa. Asombrados, aunque no enmendados con suceso tan raro y prueba tan evidente, procuraron siempre ocultarlo todos los interesados».

Así las cosas, al final de su estancia en América, recibió una carta del obispo de Chiapas, en México, fray Bartolomé de las Casas, hermano suyo dominico. En ella le animaba a dedicarse a la conversión de los indios; «me consta que así lo hacéis con singular fruto». Y le ponía en guardia respecto de los cristianos españoles: «Lo que más quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales contra la expresa intención de su majestad».

Mucho debió angustiarle a fray Luis esta carta, que agudizaba sus propias preocupaciones morales. Y también debió pasar en esos momentos, dado su temperamento escrupuloso, muchas dudas y penas antes de llegar al convencimiento de que estaba de Dios que él pusiera fin a su labor misionera entre los indios. Sin duda que llegó a tal decisión sólamente cuando el Señor le dio conciencia moral cierta de que así convenía. Sólo entonces fray Luis pidió al padre General licencia para regresar a España, y la obtuvo. De tal modo que su último nombramiento como prior de Santa Fe quedó sin efecto.

Un modo “suicida” de evangelizar

Un modo “suicida” de evangelizar

Una vez comprobadas las desconcertantes posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus superiores un pueblecito situado en las estribaciones de los Andes, llamado Tubara. En aquella doctrina hay escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto que el núcleo principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en la selva, en el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su estilo, llega el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas, y no hay camino, por escarpado o peligroso que sea, que le arredre. A todas partes hace él que llegue la verdad y el amor de Cristo.

En los tres años que pasó en Tubara consiguió San Luis muchas conversiones de españoles y el bautizo de unos dos mil indios, siempre a su estilo, siempre suicida, al modo evangélico: grano de trigo que cae en tierra, muere, y da mucho fruto (Jn 12,24). Era suicida fray Luis cuando derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de adoratorios. Era suicida cuando, al modo de San Juan Bautista, reprobaba públicamente a un indio muy principal, que vivía amancebado con una mujer casada.

En esta ocasión, el indio aludido le lanzó con todas sus fuerzas su macana, pero el Señor desvió el curso mortal de su trayectoria. Y se ve, pues, que San Luis Bertrán no hacía ningún caso de ese consejo que tantas veces suele darse y que también a él le habrían dado: «Tiene usted, padre, que cuidarse más». San Luis, en realidad, se cuidaba muy poco, lo mínimo exigido por la prudencia sobrenatural, y en cambio se arriesgaba mucho, muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que para unos era locura y para otros escándalo (1Cor 1,23).

No tuvo San Luis gran cuidado de su propia vida cuando una vez, después de intentar reiteradas veces desengañar a los indios de Cepecoa y Petua, que daban culto a una arquilla que guardaba los huesos de un antiguo sacerdote, la sustrajo de noche. Llegó a saberse su acción, y un sacerdote indio, figiéndose amigo, le dio a beber un veneno mortal -el mismo veneno que había matado antes a un padre carmelita, después de unas pocas horas de atroces dolores-. Cinco días estuvo fray Luis entre la vida y la muerte, y en ellos dio claras señales de estar tan alegre como aquellos primeros apóstoles azotados, que se fueron «contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).

Ni siquiera le quedó a San Luis Bertrán en adelante un gran temor a los posibles brebajes tóxicos, como pareciera psicológicamente inevitable. Lo vemos en ocasiones como ésta: un cacique le dijo que creería en Cristo si era capaz de resistir un veneno que él le prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Matenéis vuestra palabra de convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la afirmativa: «Venga ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la señal de la cruz sobre la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a continuación pasó a ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos cuantos cientos más de indios asombrados y convertidos.

En aquella primera ocasión, cuando fue envenenado por el sacerdote indio, se supo en seguida que fray Luis no había muerto bajo la acción del veneno, y más de trescientos indios se reunieron amenazadores y bien armados, dispuestos a terminar la obra iniciada por el tósigo. Dos negros que se aprestaban a defenderle, uno de ellos armado de un arcabuz, fueron apartados, y el santo salió al encuentro de la muchedumbre amenazante sólo y sin temor alguno.

Cuenta un cronista que «entonces fray Luis les predicó con más fervorosa exhortación y se convirtieron gran parte de aquellos indios; los cuales, después de ser instruídos como acostumbraba el santo, fueron por él mismo bautizados». Pero otros indios, endurecidos en su hostilidad, raptaron a Luisito, un muchacho indio bautizado por fray Luis, y lo sacrificaron como moxa a los ídolos, lo que apenó mucho al santo, pues le tenía en gran estima.

En todo caso, nada de esto terminaba con los métodos suicidas de San Luis Bertrán. Poco después, tratando de persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No; tu religión me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró dispuesto a terminar con este miedo. Con el cacique se dirigió al adoratorio, y allí, ante el pánico de todos, la emprendió a patadas con el dicho ídolo, hasta que el cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron el Evangelio.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

LA GRACIA del Martes 14 de Mayo de 2019

FIESTA DE SAN MATIAS, APÓSTOL

Las fallas humanas empobrecen y dificultan la misión, sin embargo el Señor va más allá y hace cumplir su plan a través de la Iglesia llevando el Evangelio a todas las naciones.

[REPRODUCCIÓN PERMITIDA en redes sociales, blogs, emisoras de radio, y otros medios. Tu donación hace fuerte la evangelización católica. ¡Dona ahora!]

5 puntos clave de la Carta Apostólica Vos estis lux mundi

“El Papa Francisco promulgó la Carta Apostólica en forma Motu proprio “Vos estis lux mundi” (Ustedes son la luz del mundo) que contiene las nuevas medidas que deben adoptar todas las diócesis del mundo para prevenir y combatir los abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia contra menores de edad y personas vulnerables. Las normas de este Motu proprio, publicado por la Oficina de Prensa de la Santa Sede este 7 de mayo, entrarán en vigor el próximo 1 de junio de 2019…”

Haz clic aquí!

Llegada de fray Luis Bertrán al “Nuevo Mundo”

En el Nuevo Mundo

En cuaresma de 1562 partía fray Luis Bertrán de Sevilla hacia América en un galeón. Durante el viaje, un fuerte golpe que recibió por accidente en una pierna le dejó para siempre una cojera bastante pronunciada. Y cuando después de tres meses de navegación bajó del barco en Cartagena de Indias aquel fraile larguirucho, flaco y macilento, con su paso desigual y vacilante, más de uno se habría preguntado qué podría hacer aquel pobre fraile en los duros trabajos misioneros entre los indios…

Recién llegado al convento dominicano de Cartagena, comenzó allí sus ministerios pastorales ordinarios, semejantes a los que ya en Valencia había ejercido. Pero él quiso ir a la selva, a los indios. Y después de insistentes peticiones, obtuvo del prior fray Pedro Mártir permiso para hacer de vez en cuando algunas salidas. En primer lugar se buscó un intérprete, un faraute que transmitiera a los indios lo que él iba predicando.

Pero con este método apenas conseguía nada, ya que el intérprete, por ignorancia o mala voluntad, desvirtuaba su predicación. Y así, «como no sabía el santo la gracia que se le había comunicado, proseguía predicando con su intérprete, hasta que le dixeron los indios que les hablara en su propia lengua, porque en ella lo entendían mejor que en lo que dezía su intérprete». Y así lo hizo en adelante, con un fruto cada vez más copioso.

Oración, penitencia y pobreza

En las peores dificultades, el método misionero de San Luis se hacía muy simple. Cuando todo se ponía en contra, cuando fallaba su salud, cuando ya no podía más, cuando los indios no se convertían, unas cuantas horas o días de oración y de disciplinas introducían en su miserable acción la acción de Cristo, y todo iba adelante con frutos increíbles. Nunca le falló esta fórmula, que no es, por cierto, una receta mágica, sino una fórmula evangélica, directamente enseñada por el ejemplo y la enseñanza del Señor. Oración y penitencia.

Y pobreza, también enseñada por Cristo. Fray Luis se metía por campos y montes, caminos y selvas, como un pobre de Dios, «sin bolsa ni alforja» (Lc 10,4), confiado a la Providencia, a lo que le diesen para comer, y nunca quiso aceptar aquellos regalos, dinero o alimentos que muchas veces querían darle para que pudiera seguir adelante más seguro.

Un compatriota suyo, Jerónimo Cardilla, que le acompañó en este tiempo como criado, se quejaba de esto muy amargamente, pues tampoco a él le permitía recibir nada para el camino. En una ocasión, cuando esta locura evangélica les puso en riesgo muy grave, Jerónimo acusó a fray Luis sin ningún respeto: «Vos tenéis la culpa de lo que nos está pasando. Aquí moriremos de hambre, si antes una fiera no acaba con nosotros». Entonces fray Luis, como siempre, le llamó a la confianza en Dios, le recordó aquello de «los lirios y los pájaros», y llegó a «prometerle» la ayuda providencial del Señor. Al tiempo llegaron a un árbol que estaba cargado de fruta, junto a una fuente. Jerónimo confesó su culpa, comió y bebió todo cuanto quiso, y cargó sus alforjas para el camino. Fray Luis, advertido de aquello, vació las alforjas, y Jerónimo no quiso acompañarle más en sus correrías apostólicas. Ya tenía bastante. Y acabó mal unos años después, tal como fray Luis se lo había anunciado con gran pena.

La providencia del Padre celestial, siempre solícita para aquellos que de verdad se confían filialmente a su omnipotencia amorosa, le envió otro Jerónimo a fray Luis, con el que anduvo siete meses. Por él sabemos que muchas veces, especialmente los viernes, San Luis Bertrán se alejaba de él, y en un lugar apartado se disciplinaba muy duramente, orando sin cesar ante un crucifijo. Por él también conocemos que, de camino por aquellas soledades, desérticas o selváticas, no era raro que se acercaran amenazantes bestias feroces. Entonces, mientras Jerónimo quedaba paralizado de espanto, fray Luis seguía impertérrito, y bendiciendo aquellas fieras con la señal de la cruz, las dejaba mansas y sin fiereza alguna, de modo que podían seguir adelante sin peligro.

También aquí, y en otras ocasiones que veremos, se cumplían en fray Luis las palabras de Jesús a su mensajeros apostólicos: «Agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño» (Mc 16,18). San Luis Bertrán, tan desmedrado, no mostró jamás miedo alguno en sus aventuras apostólicas por las Indias. En realidad, no sentía en absoluto ningún temor, y más bien parecía que andaba buscando secretamente el martirio: dar su sangre en supremo testimonio por Cristo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

LA GRACIA del Sábado 4 de Mayo de 2019

FIESTA DE LOS SANTOS FELIPE Y SANTIAGO, APÓSTOLES

Encontramos vivo y presente a Cristo en las Escrituras, en la comunidad cristiana, en la Eucaristía, en los necesitados, a través de la oración; viendo a Cristo encontramos a Dios Padre.

[REPRODUCCIÓN PERMITIDA en redes sociales, blogs, emisoras de radio, y otros medios. Tu donación hace fuerte la evangelización católica. ¡Dona ahora!]

El llamado a evangelizar en el Nuevo Continente

En 1562 llegaron de América al convento dos padres que buscaban refuerzos para la gran obra misionera que allí se estaba desarrollando. Hablaron de aquel inmenso Mundo Nuevo, de la necesidad urgente de aquellos pueblos, de las respuestas florecientes que allí estaba encontrando el Señor. Fray Luis fue el primero en inscribir su nombre. Una vez más trataron todos de disuadirle, y también el prior fray Jaime Serrano, alegando unos y otros su poca salud y la tarea que en el noviciado llevaba con tanto fruto.

Pero en esta ocasión la llamada de América era llamada del mismo Cristo. Fray Luis se persistió en su apostólico intento, y en cuanto obtuvo el permiso, se echó al camino, rumbo a Sevilla, sin cuidarse siquiera de tomar provisiones para el camino. Un hermano suyo le alcanzó en Játiva, trató en vano de persuadirle, y terminó dándole un dinero, con el que pudo adquirir un asnillo, sin el cual apenas hubiera podido continuar su viaje.

El corazón atormentado de fray Luis no le habría dejado del todo tranquilo en el camino de Sevilla, y estaría oprimido por algunos pensamientos negros: ¿Será de nuevo una tentación del demonio, para apartarme del noviciado dominico? ¿Estaré engañado, como cuando quise llevar vida mendicante de peregrino, o cuando decidí ingresar en los mínimos, o ir a estudiar a Salmanca para dedicar mi vida a la lucha intelectual contra los herejes?


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Impresionante don de discernimiento en San Luis Bertrán

Discernimiento de espíritus

Uno de los dones espirituales más señalados en San Luis Bertrán fue la clarividencia en el trato de las almas, un discernimiento espiritual certero y pronto, por el que participaba del conocimiento que Cristo tiene de los hombres: «No tenía necesidad de que nadie diese testimonio del hombre, pues El conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,25). Con frecuencia, en confesión o en dirección espiritual, fray Luis daba respuestas a preguntas no formuladas, corregía pecados secretos, descubría vocaciones todavía ignoradas, resolvía dudas íntimas, aseguraba las conciencias. Y en esto pasaba a veces más allá del umbral de lo natural, adentrándose en lo milagroso.

Esta cualidad llegó a ser tan patente que durante toda su vida recibió siempre consultas de religiosos y seglares, obispos, nobles o personas del pueblo sencillo. Su fama de oráculo del Señor llegaba prácticamente a toda España. Citaremos sólo un ejemplo. En 1560, teniendo fray Luis treinta y cuatro años, y estando de nuevo como maestro de novicios en Valencia, recibió carta de Santa Teresa de Jesús, en la cual la santa fundadora, al encontrar tantas y tales dificultades para su reforma del Carmelo, le consultaba, después de haberlo hecho con San Pedro de Alcántara y otros hombres santos, si su empresa era realmente obra de Dios.

Tres o cuatro meses tardó fray Luis en enviarle su respuesta, pues quiso primero encomendar bien el asunto al Señor «en mis pobres oraciones y sacrificios». La carta a Santa Teresa, que se conserva, es clara y breve: «Ahora digo en nombre del mismo Señor que os animéis para tan grande empresa, que El os ayudará y favorecerá. Y de su parte os certifico que no pasarán cincuenta años que vuestra religión no sea una de las más ilustres en la Iglesia de Dios».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Una opinión sobre Ana Catalina Emmerick

Fray Nelson, buenos dias desde Guadalajara Mexico. ¿Qué opinión tiene de Ana Catalina Emmerick? Gracias. –J.J.

* * *

Ana Catalina Emmerick (1774-1824). Estamos hablando de una mujer orante, virtuosa, humilde, unida con intenso amor a Cristo. Una mujer que ha sido declarada “bienaventurada” (beata, en latín) por el Papa San Juan Pablo II, lo cual indica que el grado de sus virtudes como cristiana es muy alto y sirve de algún modo de referencia para muchos más de nosotros. Eso en cuanto a ella, como persona.

Sin embargo, lo más conocido de Ana Catalina son sus escritos, que han tenido, comparativamente hablando, una enorme difusión. Para muchos católicos, y también algunos ortodoxos, las descripciones casi fotográficas que Ana Catalina hace del tiempo y las circunstancias que rodearon a Jesucristo son como un complemento perfecto para los textos del Evangelio. El productor de cine Mel Gibson se apoyó en escritos de esta mujer para el guión de su afamada película de La Pasión de Cristo. Es en este campo de las visiones y revelaciones de Ana Catalina donde surgen algunas inquietudes.

1. Ana Catalina era analfabeta. Sus escritos nos han llegado a través de la redacción de un escritor alemán, Clemens Brentano, que escuchó durante muchas horas los que la Beata Ana le compartía sobre sus visiones. Cuando se inició el primer proceso de beatificación, hacia 1892, ya hubo dudas sobre qué tanto aporte había puesto el redactor en la versión final que nos ha llegado.

2. Considero que es un problema insoluble la autenticidad histórica de los relatos de Ana Catalina. Es cierto que hay cosas que ella ha descrito y que han sido corroboradas por la arqueología, como los datos que dio para ubicar la que probablemente fue la casa de la Virgen María en Éfeso, pero un acierto incluso tan impresionante no permite dar valor de verdad a todo lo que ella dice sobre la creación de Adán y Eva, o la forma de la casa de Jesús en Nazareth. En muchos casos ni las Escrituras canónicas ni la ciencia histórica pueden dar un aval.

3. Descartemos deseo de engaño de parte de una mujer tan piadosa y virtuosa; aún así nos preguntamos: ¿qué autoridad, en términos de conocimiento cierto, puede darse a esas revelaciones, que prácticamente tienen la forma literaria de un guión de película? ¿No podría ser que en alguna o muchas ocasiones la imaginación de esta mujer hubiera jugado un papel considerable y decisivo? ¿O no podría suceder que el verdadero mensaje no estuviera en la descripción tan detallada de realidades materiales sino que estas descripciones tengan un sentido alegórico que nos invita a no concentrarnos tanto en las cosas y las escenas? Fijar esos límites parece imposible.

4. Por lo ya dicho, la utilidad pastoral de los escritos de Ana Catalina es muy cuestionable. ¿Puede un obispo, o el Papa, decir: “Lean a Ana Catalina y encontrarán lo que de verdad sucedió a Cristo”? Evidentemente no puede porque no hay certeza de verdad escriturística, ni histórica, ni científica, es decir, no hay certeza ni de fe ni de razón.

5. Alguien podría decir: “Pero de todos modos esos escritos hacen que la gente tome nuevo fervor y asuma con mayor intensidad la liturgia y su misma vida cristiana.” Es un modo de argumentar muy riesgoso. En el fondo es el mismo problema de los Evangelios llamados “apócrifos.” Muchos de esos escritos antiguos contaban cosas admirables sobre Cristo, y no faltaron personas que sintieron elevarse sus corazones ante tales relatos. Pero si alguien ama más a Cristo porque hacía pajaritos de barro, soplaba en ellos y echaban a volar, ¿diríamos que ese fervor es bueno para la Iglesia? Hoy estamos convencidos de que la historia de los pajaritos no es cierta pero el hecho es que no tenemos medio para saberlo. Y como no sabemos si es cierto preferimos quedarnos con lo que nos dan las Escrituras Canónicas, esto es, la Biblia que acoge y venera nuestra Santa Iglesia. ¿No debería aplicarse el mismo criterio a escritos como los de Ana Catalina?

6. Otra objeción proviene del hecho de que esta buena y virtuosa mujer no es la única que ha tenido visiones detalladas del tiempo de Cristo. Luisa Piccarreta, y aún otras personas, han tenido también visiones impresionantes. ¿Qué hacemos cuando los relatos no coinciden, así sea en asuntos de detalle? Uno ve que lo sensato es quedarnos con las Escrituras y tratar lo demás como inspiraciones piadosas, muy respetables, pero de las cuales solo debe decirse que pueden o no tener elementos de verdad.

7. Una última dificultad proviene de la teología de la revelación. ¿Por qué en las Escrituras Canónicas el Espíritu Santo nos dio los detalles que nos dio y no nos dejó otros? Tales cosas no suceden porque sí. Nosotros ignoramos cuál era el diseño de las sandalias que usó Jesús en su adolescencia, o la hora en que tomaba su primer alimento cuando vivía en Nazareth. Seguramente el Espíritu Santo consideró que lo esencial para nuestra salvación estaba en otros elementos–precisamente los que han quedado consignados. Ello nos invita a mirar con respeto y aprecio cualquier descripción razonable y piadosa que se haga de la vida del Señor, pero sin concederle más autoridad que la que puede tener una buena conjetura en un corazón que desea agradar a Dios.

Oración y penitencia de San Luis Bertrán

San Luis Bertrán tuvo siempre su clave secreta en la oración, a la que dedicaba muchas horas. «Salía de la oración hecho un fuego, y el resplandor es una de las propiedades del fuego». Ese extraño fulgor de su rostro, del que hablan los testigos, se hacía a veces claridad impresionante al celebrar la eucaristía, o cuando venía de orar en el coro, o también al regresar de sus fugas contemplativas entre los árboles de un monte cercano. Un día del Corpus, en Santa Ana de Albaida, estuvo arrodillado ante Cristo en la eucaristía desde el amanecer hasta la noche, fuera de un momento en que salió para tomar algo de alimento.

Por otro lado, fray Luis, a pesar de su salud tan precaria -pasó enfermo casi todo el tiempo de su vida religiosa-, se entregó siempre a la penitencia con un gran empeño, que venía de su amor al Crucificado y a los pecadores. Apenas salido de una enfermedad, comenta un testigo, apenas iniciada una convalecencia, ya estaba de nuevo en sus penitencias: «No era como algunos, que si por hacer penitencia enferman, después huyen de ella extrañamente».

Dos o tres veces al día las disciplinas le hacían sangrar. Llevaba cilicio ordinariamente. Dormía, siempre vestido, sobre un banco, o en la cama si hacía mucho frío. Amargaba los alimentos para no encontrar gusto en ellos. Solía decir: «Domine hic ure, hic seca, hic non parcas, ut in æternum parcas» (Señor, aquí quema, aquí corta, aquí no perdones, para que me perdones en la eternidad).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comienzo del ministerio de San Luis Bertrán

Estudio y santidad

En sus primeros tiempos de religioso, no acertó fray Luis a dar a su vida una forma plenamente dominicana. Tan centrado andaba en la oración y la penitencia, que no atendía suficientemente a los libros, «porque le parecía que los estudios escolásticos eran muy distractivos». Muy pronto el Señor le sacó de esta equivocación, haciéndole advertir el engaño, y fray Luis tomó para siempre el estudioso camino sapiencial de Santo Tomás, convencido ya de que el demonio «suele despeñar en grandes errores a los que quieren volar sin alas, quiere decir, contemplar sin saber». En adelante, San Luis Bertrán, como buen dominico, unirá armoniosamente en su vida oración y penitencia, estudio y predicación.

Primeros ministerios

En 1547 fray Luis fue ordenado sacerdote. Y poco después, a la edad de veintitrés años, caso muy poco frecuente, recibió el nombramiento de maestro de novicios del convento de Valencia. La importancia de aquel ministerio era clave, pues allí se forjaban los religiosos de la provincia dominicana de Aragón. Y recuérdese, por otra parte, que en aquellos años formaban el noviciado dominicano no sólo los religiosos novicios, sino todos los profesos todavía estudiantes, que no habían sido ordenados sacerdotes. Siete veces en su vida hubo fray Luis de ser maestro de novicios, y esta faceta, la de formador y maestro espiritual, fue la más característica de su fisonomía personal.

San Luis Bertrán, débil en su naturaleza y fuerte en el Espíritu, era como maestro espiritual muy exigente, sobre todo en asuntos de humildad y de obediencia, y «con gran facilidad quitaba el hábito y devolvía sus ropas de seglar a los que no sentaban el pie llano». Sin embargo, la radicalidad profética de aquel joven maestro, su ejemplaridad absoluta, la ternura de su firme caridad, hizo que fuera muy amado por sus novicios, que a lo largo de los años formaron una verdadera escuela de fray Luis Bertrán.

También en esta fase de su vida estuvo a punto de dar un paso en falso. Doliéndose de los estragos que el luteranismo hacía por esos años, se obstinó en irse a estudiar a Salamanca «para después poder defender nuestra fe contra los herejes». Todos sus compañeros, y también el prior fray Juan Micó, trataron de disuadirle; pero él, con el permiso del padre General, logró ponerse en camino hacia el convento de San Esteban, en Salamanca. Llegado a Villaescusa de Haro, a través de un padre de mucho sentido espiritual, de nuevo el Señor le hizo ver que aquello era tentación de engaño, y que debía regresar al convento de Valencia, como así lo hizo.

Aunque la misión principal de fray Luis Bertrán fue la de maestro de novicios, también tuvo años de gobierno. A los treinta y un años fue elegido, por voto unánime, prior del convento de Santa Ana de Albaida, a cien kilómetros de Valencia, y allí mostró que, siendo tan místico y recogido, tenía capacidad para gobernar espiritualmente, gestionar asuntos, estar en todo y resolver problemas.

Concretamente, el convento de Santa Ana pasaba por una extrema pobreza, y «sin ser él pedigüeño, ni molestar a nadie, ni hacer diligencias extraordinarias para sacar dineros, ni curando de acariciar mucho la gente, antes siendo algo seco, nuestro Señor, que es el universal repartidor de las limosnas, movía los corazones de los fieles para que le socorrieran bastantemente». En especial durante la noche, pasaba muchas horas en oración, y allá resolvía todo con el Señor, también la penuria de la casa, hasta el punto de que la comunidad estuvo en situación de dar grandes limosnas a los pobres. Y así decía fray Luis: «Si mucho damos por acá (señalando la portería), más nos vuelve Dios por allá (y señalaba la iglesia)».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.