La silueta inmensa de Juan Pablo II se erige como puente y diccionario entre dos milenios. Puente, porque su figura de alguna manera condensa el drama del siglo XX; diccionario, porque su vasto magisterio queda como una referencia sobre las cuestiones más agudas del final del segundo milenio, así como un modo singularmente consistente y profundo de abordarlas.
Karol Wojtila de algún modo resumió en su experiencia propia un sorprendente espectro de sufrimientos y dolores humanos: humilde en su cuna; solidario del mundo del trabajo: poeta y actor; filósofo y políglota; profesor universitario y testigo directo tanto de las crueldades más aberrantes como de la santidad más esplendorosa. Hombre providencial, amable e intransigente a la vez, adorado y desobedecido por las multitudes, con poder de convocatoria fantástico y gran sentido práctico, cercano a las masas y receloso de los teólogos, obstinado y generosísimo, paciente y a su manera implacable.
Estudiar el papado de Juan Pablo II es laborioso pero no complejo. Las ideas centrales estuvieron siempre claras. Si hay dos cosas que hablarán siempre a favor del recién fallecido pontífice son: la coherencia de su vida y que puso las cartas siempre a la vista. Juan Pablo II llegó al solio de Pedro como una sorpresa para el mundo pero uno siente que los problemas de la Iglesia y del mundo habían sido objeto de plegarias y reflexiones muy profundas. Cuando fue elegido hubo sorpresa pero no improvisación. Su gobierno goza de una claridad y un desarrollo que permite leer veintiséis años de ministerio petrino en torno a unas claves esenciales que demostraron ser extraordinariamente eficaces.
La primera es: Cristo como rostro verdadero de la humanidad. No definamos al ser humano por nuestra reflexión racional, meramente humana, para después sobreañadir una obra más o menos opcional de la gracia. Ser completamente humano sólo puede significar acercarse a Jesucristo, asemejarse a Jesucristo, vivir la vida de Cristo. Según esta primera clave, la evangelización es a la vez el derecho nativo y el deber primero de la Iglesia, y, dentro de ella, de cada bautizado según su propia condición.
La segunda es: el valor intrínseco de toda vida humana, y por lo tanto, de la familia. En Occidente, el mismo Papa que es elogiado por su innegable influencia en la caída del comunismo ateo, es luego vituperado por su perseverante defensa de los embriones, los agonizantes, y en otra escala: de los marginados y los pobres. Pero su lógica es impecable y aunque no ha tenido el mismo éxito frente al consumismo como lo tuvo ante el comunismo, su postura sólo puede ser censurada a precio de reventar toda lógica o apelando a ignorarlo –cosa que también ha sucedido.
La tercera idea clave es: el vínculo entre la verdad y la libertad. Es el gran tema de Veritatis Splendor pero se halla por todas partes. Frente al pragmatismo del mercado, el poder omnímodo de la publicidad, o las concepciones positivistas de la democracia como panacea última, el Papa ha sostenido que el individuo no es el último reducto de las decisiones, pues la conciencia puede ser y ha sido de mil modos obnubilada, entenebrecida, prostituida, si se quiere. Ha de lavarse en las aguas de la búsqueda sincera de la verdad de las cosas y de la verdad sobre sí misma, si es que pretende erigirse en árbitro de la propia existencia.
La cuarta idea es: el valor esencial de la piedad para la salud y el vigor de una Iglesia de bautizados. Frente a tendencias solamente emocionales y de “instantes,” y frente a corrientes racionalistas que pretenden meter a Dios en un puño, Juan Pablo II ha querido devolverle su valor al misterio, por una parte, y a la devoción y los ritmos de la vida de oración litúrgica y personal, por otra parte. De ahí su defensa del día domingo y de las peregrinaciones, la proclamación de tantísimos beatos y santos, el anuncio continuo del Rosario como “oración predilecta,” la demanda de una celebración eucarística “pulcra” y fácilmente “reconocible” por todos, empezando por el pueblo sencillo. Yo pienso que si Wojtila no hubiera asumido el nombre de Juan Pablo, hubiera bien podido llamarse Pío. La Polonia natal se detecta en su anhelo de piedad para cada bautizado y para la Iglesia como tal.
La quinta idea es: una lectura del sacerdocio ministerial desde la vida de la parroquia. Sin duda, la decisión más trascendental de su vida fue hacerse sacerdote en medio de circunstancias notablemente adversas. Su experiencia, traducida en documentos oficiales o confidencias literarias, brota por todas partes cuando quiere hablar a los demás sacerdotes. El ministerio, como él lo entiende, es una fuente de alegrías inmensas y de un bien formidable para el rebaño. Ser sacerdote es un misterio que entraña gozo y disciplina; es un reto cotidiano y un llamado para hombres de valor. Ha de ser vivido con ilusión, generosidad, abnegación y espíritu de pertenencia y de servicio a la Iglesia. El sacerdote puede ser muchas cosas pero nunca dueño de los misterios que administra. Sus falencias tienen repercusiones gravísimas siempre y por eso debe cuidar de sí mismo y a la vez ser respaldado por la oración y la amistad serena del pueblo que se le ha encomendado.
La sexta es: el valor del sufrimiento. Esta clave no estaba tan presente al comienzo pero se convirtió en una especie de constante hacia el final de su pontificado. En parte por la fuerza de los hechos, como la enfermedad y la vejez. Sin embargo, la coyuntura fundamental hay que buscarla en otro hecho biográfico: el atentado del 13 de Mayo de 1981. De ese hecho descubrimos que el sufrimiento no es cosa de resistir con estoicismo o de ocultar con infantilismo; de fondo palpita aquí el tema de la Cruz, de la entrega hasta el final, de ser fiel más allá de las tentaciones o los peligros, y de encontrar siempre un lugar para la esperanza.
La séptima es: una oferta continua de unidad entre los cristianos y proporcionalmente con otros creyentes. Es un punto discutido, ciertamente, y sobre él habrá que volver después. Lo que parece innegable es que este Papa ha tendido numerosos puentes visibles con confesiones cristianas y con el Islam y el Judaísmo. El éxito es relativo, por supuesto, pero digamos por el momento que en esto no hay fórmulas que garanticen todo. Por eso hubo también grandes deseos que no pudo cumplir: visitar China comunista y el patriarcado de Moscú, especialmente.
La octava es: una apuesta por la juventud. Los jóvenes fueron la nota alegre de su visita a cada lugar y cada país; ellos fueron siempre los mejor acogidos; los testigos asiduos de su valor incomparable; los discípulos más constantes de su legado. Hasta el final, las lágrimas, risas, cantos y abrazos de los jóvenes fueron sus cómplices entrañables y constantes.
Y la novena clave, última que ahora quiero destacar, está en aquel lema: Totus Tuus. Sus documentos acaban casi invariablemente con una invocación a la Virgen María, hecha de mil maneras. Ella no fue un tema de su Pontificado sino como una inspiración, una fuerza, un modelo, una compañía o presencia, una certeza de victoria en el poder de la gracia.
Juan Pablo II deja, pues, una herencia amplia y rica. Deja también controversia y más de un cristiano siente temor por lo que pueda suceder en la Iglesia Católica ahora que él ya no está. Cuando dijo que no tuviéramos miedo respaldó esas palabras con un colosal ministerio y un amor desbordante y generoso. Muchos se sienten razonablemente huérfanos. Mientras lloramos su partida y nos unimos en la plegaria por el futuro Papa, habrá también que añadir algunas reflexiones sobre las tareas pendientes. Ni siquiera Juan Pablo, el Grande, puede abarcarlo todo.