Perfil de un santo: Domingo de Guzmán

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Jordán de Sajonia fue un fraile de la primera generación dominicana. Entró en la Orden fascinado por la personalidad de Domingo. Y se convirtió en el primer sucesor del propio Domingo en el gobierno de al Orden, cuando era aún muy joven y apenas llevaba unos años de Dominico. Pero no murió sin dejar testimonio vivo de aquella personalidad de Domingo que tanto le había fascinado. Jordán nos transmite un retrato espiritual de Domingo lleno de afecto y sencillez. Es obligado comenzar cualquier meditación sobre Domingo con este retrato espiritual.

Dice así:

“Por lo demás, lo que es de mayor esplendor y magnificencia que los milagros, (Domingo) estaba adornado de costumbres tan limpias, dominado por tal ímpetu en el fervor divino, que revelaban plenamente en él un vaso de honor y gracia, un vaso guarnecido de toda suerte de piedras preciosas.

Su ecuanimidad era inalterable, a no ser cuando se turbaba por la compasión o la misericordia hacia el prójimo. Y, como el corazón alegre alegra el semblante, la hilaridad y benignidad del suyo transparentaban la placidez y equilibrio del hombre interior.

Tal constancia mostraba en aquellas cosas que entendía ser del agrado divino, que, una vez deliberada y dada una orden, apenas se conocerá un caso en que la retractase.

Y como la alegría brillase siempre en su cara, fiel testimonio de su buena conciencia, según se ha dicho, la luz de su semblante, sin embargo, no se proyectaba sobre la tierra.

Con ella se atraía fácilmente el afecto de todos. Cuantos le miraban quedaban de él prendados. Dondequiera que se hallase, fuese de viaje con sus compañeros, en las casas con sus hospederos y sus familiares, entre los magnates, los príncipes y los prelados, siempre tenía palabras de edificación y abundaba en ejemplos, con los cuales inclinaba los ánimos de los oyentes al amor de Cristo y al desprecio del mundo. En todas partes, sus palabras y sus obras revelaban al varón evangélico.

Durante el día nadie más accesible y afable que él en su trato con los frailes y los acompañantes.

Por la noche nadie más asiduo a las vigilias y a la oración. En las Vísperas demoraba el llanto, y en los Maitines, la alegría. Dedicaba el día al prójimo; la noche, a Dios; sabiendo que en el día manda el Señor su misericordia, y en la noche, su cántico. Lloraba abundantemente con mucha frecuencia, siendo las lágrimas su pan día y noche; de día principalmente cuando celebraba la Santa Misa, y de noche, cuando se entregaba más que nadie a sus incansables vigilias.

Era costumbre tan arraigada en él la de pernoctar en la iglesia, que parece haber tenido muy rara vez lecho fijo para descansar. Pasaba, pues, la noche en oración, perseverando en las vigilias todo el tiempo que podía resistir su frágil cuerpo. Y cuando venía el desfallecimiento y el espíritu cansado reclamaba el sueño, entonces descansaba un poco, reclinando la cabeza delante del altar, o en algún otro sitio, o sobre una piedra, como el patriarca Jacob, para volver de nuevo al fervor del espíritu en la oración.

Todos los hombres cabían en la inmensa caridad de su corazón y, amándolos a todos, de todos era amado.

Consideraba ser un deber suyo alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran, y, llevado de su piedad, se dedicaba al cuidado de los pobres y desgraciados.

Otra cosa le hacía también amabilísimo a todos: que, procediendo siempre por la vía de la sencillez, ni en sus palabras ni en sus obras se observaba el menor vestigio de ficción o doblez.

Verdadero amigo de la pobreza, usaba siempre vestidos viles.

En la comida y en la bebida era templadísimo: rechazaba las viandas delicadas; gustoso se contentaba con un solo plato y usaba del vino aguándolo de tal forma y tenía tal imperio sobre su carne, que atendía a las necesidades corporales sin embotar la sutileza de su espíritu.

¿Quién será capaz de imitar en todo la virtud de este hombre? Podemos admirarla, y a su vista considerar la desdicha de nuestros días: poder lo que él pudo, fruto es no ya de su virtud humana, sino de una gracia singular de Dios que podrá reproducir en algún otro esa cumbre acabada de perfección. Mas, para tal empresa, ¿quién será idóneo?

Imitemos, hermanos, en la medida de nuestras fuerzas, las huellas paternas, dando al mismo tiempo gracias al Redentor, que concedió tal caudillo a sus siervos por él regenerados, y pidamos al Padre de las misericordias que, regidos por aquel espíritu que mueve a los hijos de Dios, caminando por las sendas de nuestros padres, merezcamos llegar sin descarríos a la misma meta de la perpetua felicidad y sempiterna bienaventuranza en la que nuestro Padre felizmente entró. Amén” (B. Jordán de Sajonia).

Otros biógrafos reproducen casi literalmente este retrato espiritual de Domingo. Es la fisonomía del Padre presente en el recuerdo de los primeros frailes dominicos y transmitida por quienes habían sido testigos oculares del itinerario humano, evangélico y apostólico de Domingo.

Primeros diálogos y predicaciones en la evangelización de México

Hace no mucho se ha conocido un códice de la Biblioteca Vaticana, el Libro de los coloquios y la doctrina cristiana, compuesto en náhuatl y castellano por Bernardino de Sahagún, en el que se refieren «todas las pláticas, confabulaciones y sermones que hubo entre los Doce religiosos y los principales, y señores y sátrapas de los indios, hasta que se rindieron a la fe de nuestro Señor Jesucristo y pidieron con gran insistencia ser bautizados» (Gómez Canedo, Pioneros 65-70). Estas conversaciones se produjeron en 1524, «luego como llegaron a México», según Mendieta. Y el encuentro se planteó no como un monólogo de los franciscanos, sino como un diálogo en el que todos hablaban y todos escuchaban.

El Libro constaba de treinta capítulos, y de él se conservan hoy catorce. En los capítulos 1-5 se recoge la exposición primera de la fe en Dios, en Cristo y en la Iglesia, así como la vanidad total de los ídolos. La respuesta de los indios principales, 6-7, fue extremadamente cortés: «Señores nuestros, seáis muy bien venidos; gozamos de vuestra venida, todos somos vuestros siervos, todo nos parece cosa celestial»… En cuanto al nuevo mensaje religioso «nosotros, que somos bajos y de poco saber, ¿qué podemos decir?…No nos parece cosa justa que las costumbres y ritos que nuestros antepasados nos dejaron, tuvieron por buenas y guardaron, nosotros, con liviandad, las desamparemos y destruyamos».

Informados los sacerdotes aztecas, hubo en seguida otra reunión, en la que uno de los «sátrapas», después de manifestar admiración suma por «las celestiales y divinas palabras» traídas por los frailes en las Escrituras, y tras mostrarse anonadado por el temor de provocar la ira del Señor si rechazaban el mensaje de «aquél que nos dio el ser, nuestro Señor, por quien somos y vivimos», aseguró que sería locura abandonar las leyes y costumbres de los antepasados: «Mirad que no incurramos en la ira de nuestros dioses, mirad que no se levante contra nosotros le gente popular si les dijéramos que no son dioses los que hasta aquí siempre han tenido por tales». Lo que los frailes les han expuesto, en modo alguno les ha persuadido. «De una manera sentimos todos: que basta haber perdido, basta que nos han tomado la potencia y jurisdicción real. En lo que toca a nuestros dioses, antes moriremos que dejar su servicio y adoración». Hablaban así con gran pena, pero con toda sinceridad.

Tras esta declaración patética, los misioneros reiteran sus argumentos. Y al día siguiente, capítulos 9-14, hicieron una exposición positiva de la doctrina bíblica. De lo que sigue, sólo se conservan los títulos. El 26 contiene «la plática que los señores y sátrapas hicieron delante de los Doce, dándoles a entender que estaban satisfechos de todo lo que habían oído, y que les agradaba mucho la ley de nuestro señor Dios». Finalmente, se llegó a los bautismos y matrimonios «después de haber bien examinado cuáles eran sus verdaderas mujeres». Y a continuación los frailes «se despidieron de los bautizados para ir a predicar a las otras provincias de la Nueva España». Este debió ser el esquema general de las evangelizaciones posteriores.

Después de esto los Doce, con algun franciscano que ya vino antes, se reunieron presididos por fray Martín de Valencia, que fue confirmado como custodio. Primero de todo hicieron un retiro de oración durante quince días, pidiendo al Señor ayuda «para comenzar a desmontar aquella su tan amplísima viña llena de espinas, abrojos y malezas», y finalmente decidieron repartirse en cuatro centros: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo (III,14).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

El censo de David (1 Crónicas 21)

Fray Nelson, que Dios lo bendiga. Una consulta, por qué David pecó cuando mandó hacer el censo? Gracias. — S. Navarro.

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Básicamente porque quería saber con qué contaba él, después de una vida entera en que Dios le había mostrado que bastaba con poner su confianza en el señor y serle fiel. No es el censo en sí sino la actitud interior de querer “independizarse” de Dios y empezar a planear y actuar por cuenta propia.