¿Es pecado tatuarse?

“Hasta hace pocos años se consideraba que sólo los marineros y los delincuentes se tatuaban, pero hoy en día tatuarse se ha convertido en una moda cada vez más generalizada. Debido a ello muchos católicos se preguntan qué opina la Iglesia respecto a los tatuajes, y específicamente si es o no pecado tatuarse…”

Tatuarse

Click!

La persona humana es imagen de Dios

108 El mensaje fundamental de la Sagrada Escritura anuncia que la persona humana es criatura de Dios (cf. Sal 139,14-18) y especifica el elemento que la caracteriza y la distingue en su ser a imagen de Dios: « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó » (Gn 1,27). Dios coloca la criatura humana en el centro y en la cumbre de la creación: al hombre (en hebreo « adam »), plasmado con la tierra (« adamah »), Dios insufla en las narices el aliento de la vida (cf. Gn 2,7). De ahí que, « por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 357]

109 La semejanza con Dios revela que la esencia y la existencia del hombre están constitutivamente relacionadas con Él del modo más profundo.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 356. 358] Es una relación que existe por sí misma y no llega, por tanto, en un segundo momento ni se añade desde fuera. Toda la vida del hombre es una pregunta y una búsqueda de Dios. Esta relación con Dios puede ser ignorada, olvidada o removida, pero jamás puede ser eliminada. Entre todas las criaturas del mundo visible, en efecto, sólo el hombre es « “capaz” de Dios » (« homo est Dei capax »).[Catecismo de la Iglesia Católica, título del cap. I, 1ª secc., 1ª parte; cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034; Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 34: AAS 87 (1995) 440] La persona humana es un ser personal creado por Dios para la relación con Él, que sólo en esta relación puede vivir y expresarse, y que tiende naturalmente hacia Él.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 35: AAS 87 (1995) 440-441; Catecismo de la Iglesia Católica, 1721]

110 La relación entre Dios y el hombre se refleja en la dimensión relacional y social de la naturaleza humana. El hombre, en efecto, no es un ser solitario, ya que « por su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades, sin relacionarse con los demás ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034] A este respecto resulta significativo el hecho de que Dios haya creado al ser humano como hombre y mujer [Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 369] (cf. Gn 1,27): « Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2,20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2,23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona ».[Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 35: AAS 87 (1995) 440]

111 El hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor,[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2334] no sólo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el « nosotros » de la pareja humana es imagen de Dios.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 371] En la relación de comunión recíproca, el hombre y la mujer se realizan profundamente a sí mismos reencontrándose como personas a través del don sincero de sí mismos.[Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissiman sane, 6.8.14.16.19-20: AAS 86 (1994) 873-874. 876-878. 893-896. 899-903. 910-919] Su pacto de unión es presentado en la Sagrada Escritura como una imagen del Pacto de Dios con los hombres (cf. Os 1-3; Is 54; Ef 5,21- 33) y, al mismo tiempo, como un servicio a la vida.[Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1072] La pareja humana puede participar, en efecto, de la creatividad de Dios: « Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra” » (Gn 1,28).

112 El hombre y la mujer están en relación con los demás ante todo como custodios de sus vidas: [Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 19: AAS 87 (1995) 421-422] « a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9,5), confirma Dios a Noé después del diluvio. Desde esta perspectiva, la relación con Dios exige que se considere la vida del hombre sagrada e inviolable.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258] El quinto mandamiento: « No matarás » (Ex 20,13; Dt 5,17) tiene valor porque sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.[Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047-1048; Catecismo de la Iglesia Católica, 2259-2261] El respeto debido a la inviolabilidad y a la integridad de la vida física tiene su culmen en el mandamiento positivo: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lv 19,18), con el cual Jesucristo obliga a hacerse cargo del prójimo (cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27-28).

113 Con esta particular vocación a la vida, el hombre y la mujer se encuentran también frente a todas las demás criaturas. Ellos pueden y deben someterlas a su servicio y gozar de ellas, pero su dominio sobre el mundo requiere el ejercicio de la responsabilidad, no es una libertad de explotación arbitraria y egoísta. Toda la creación, en efecto, tiene el valor de « cosa buena » (cf. Gn 1,10.12.18.21.25) ante la mirada de Dios, que es su Autor. El hombre debe descubrir y respetar este valor: es éste un desafío maravilloso para su inteligencia, que lo debe elevar como un ala [Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio. Prólogo: AAS 91 (1999) 5] hacia la contemplación de la verdad de todas las criaturas, es decir, de lo que Dios ve de bueno en ellas. El libro del Génesis enseña, en efecto, que el dominio del hombre sobre el mundo consiste en dar un nombre a las cosas (cf. Gn 2,19-20): con la denominación, el hombre debe reconocer las cosas por lo que son y establecer para con cada una de ellas una relación de responsabilidad.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 373]

114 El hombre está también en relación consigo mismo y puede reflexionar sobre sí mismo. La Sagrada Escritura habla a este respecto del corazón del hombre. El corazón designa precisamente la interioridad espiritual del hombre, es decir, cuanto lo distingue de cualquier otra criatura: Dios « ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin » (Qo 3,11). El corazón indica, en definitiva, las facultades espirituales propias del hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de su Creador: la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 34: AAS 87 (1995) 438-440] Cuando escucha la aspiración profunda de su corazón, todo hombre no puede dejar de hacer propias las palabras de verdad expresadas por San Agustín: « Tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti ».[San Agustín, Confesiones, I,1: PL 32, 661: « Tu excitas, ut laudare te delectet; quia fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te »]

Este Compendio se publica íntegramente, por entregas, aquí.

Una historia de hace 22 años

Monseñor Mario Revollo Bravo, entonces Arzobispo de Bogotá, impuso sus manos sobre mi cabeza y oró por mí, pidiendo el don del Espíritu Santo. Suplicó de Dios, con plegaria eficaz en razón de su consagración episcopal, que me concediera el Sacramento del Orden en el menor de sus grados, pero también aquel que de algún modo marca y define todo lo que significa ser clérigo. Era el 21 de Septiembre de 1991: ese día fui ordenado diácono.

Sé muy bien que para muchas personas, especialmente en el círculo íntimo de familia y amigos, la ordenación “esperada” es el presbiterado. Aquel momento sublime en que se consagran las especies eucarísticas, aquella alegría de ver a un hombre para el altar y para servicio del pueblo de Dios, particularmente a través de la confesión y la Santa Misa: eso es lo que muchos esperan. Es explicable entonces que todo lo anterior se vea como simple preparación que, si pudiera abreviarse, sería mejor. Y tal razonamiento incluye la recepción del diaconado.

Mis compañeros y yo tuvimos, sin embargo, un privilegio particular. Nuestra preparación para ser ordenados diáconos enfatizó más de una vez tres elementos que quedaron grabados en mi mente y mi corazón:

1. Ser diácono, es decir, “servidor,” define muy bien el corazón de todo el ministerio ordenado. No se deja de ser diácono por ser ordenado presbítero, en este sentido: serás mejor presbítero cuanto mejor entiendas que tu vida es servicio de amor y obediencia a Dios, y de caridad para con tus hermanos.

2. El diácono une el servicio de caridad y el servicio al altar. No cabe despreciar el decoro de la liturgia con pretexto de “acercar” el misterio a la gente, pero tampoco cabe olvidarse de la gente y sus necesidades con pretexto de hundirse en el misterio del Dios absoluto.

3. El diácono es ministro propio de la predicación y de la distribución de la sagrada comunión. Uno debe predicar como quien reparte Pan del Cielo, y uno debe dar la Eucaristía como entregando la única luz que permite leer la vida.

Son ya 22 años desde aquella fiesta del Apóstol San Mateo en que recibí la ordenación diaconal. ¡Oh. Mateo! El publicano, el gran testigo de la misericordia. El que fue transformado por la sola palabra de Cristo: “¡Sígueme!”

Siento todavía el calor de las manos del obispo. Siento el silencio del templo. Me abruma la mirada de Dios Padre queriendo hacer de este barro algo útil para su Reino.

El nosotros hispanoamericano

El mexicano Carlos Pereyra observó, ya hace años, un fenómeno muy curioso, por el cual los hispanos europeos, tratando de reconciliar a los hispanos americanos con sus propios antepasados criollos, defendían la memoria de éstos. Según eso, «el peninsular no se da cuenta de que toma a su cargo la causa de los padres contra los hijos» (La obra 298). Esa defensa, en todo caso, es necesaria, pues en la América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento hacia la propia historia ocasiona con cierta frecuencia una conciencia dividida, un elemento morboso en la propia identificación nacional.

Ahora bien, «este resentimiento -escribe Salvador de Madariaga- ¿contra quién va? Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: “Ustedes los españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca”. “Yo, señora, no he destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted”. Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos» (Presente 60).

En fin, cada pueblo encuentra su identidad y su fuerza en la conciencia verdadera de su propia historia, viendo en ella la mano de Dios. Es la verdad la que nos hace libres. En este sentido, Madariaga, meditando sobre la realidad humana del Perú, observa: «El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata al Perú. Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere de verdad ser peruano… El Perú tiene que ser indoespañol, hispanoinca» (59).

Estas verdades elementales, tan ignoradas a veces, son afirmadas con particular acierto por el venezolano Arturo Uslar Pietri, concretamente en su artículo El «nosotros» hispanoamericano:

«Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes antepasados culturales y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos como gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también forman parte de nosotros [… y] su influencia cultural sigue presente y activa en infinitas formas en nuestra persona. […] La verdad es que todo ese pasado nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos» (23-12-1991).

Un día de éstos acabaremos por descubrir el Mediterráneo. O el Pacífico.

Mucha razón tenía el gran poeta argentino José Hernández, cuando en el Martín Fierro decía:

«Ansí ninguno se agravie;
no se trata de ofender;
a todo se ha de poner
el nombre con que se llama,
y a naides le quita fama
lo que recibió al nacer».

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Afrontar la muerte

Buenas tardes Padre. Para mi ha sido todo muy difìcil ùltimamente porque me he estado dando cuenta de todo lo que sucede en el mundo… y mas cercano en Medellìn… Desde que la mamà de mi novio falleciò por un càncer de pulmòn a los 51 años, una mujer joven que me hubiese gustado conocer muchìsimo màs, que se notaba que era feliz y una gran persona y mujer, que no alcanzò a ver lo que màs querìa ver en la vida que era ver a su hijo graduarse… he empezado a abrir los ojos y a entender que en la vida en cualquier momento pasan situaciones desastrosas que nos pueden dar un giro de 180º … siempre le he temido de sobremanera a la muerte de mi familia.. y no me siento en capacidades de afrontarlo en algùn momento. Siempre se me ha dificultado creer en la vida despuès de la muerte aunque siempre he creido bastante en Dios y la Virgen, pero ùltimamente tengo una revoltura en la cabeza que no sè què pensar. Le agradecerìa mucho que me aconsejara y me desenredara un poco la cabeza y el corazòn Gracias por guiarnos a todos en la fe y le pido que ore por nosotros, yo tambièn orarè por usted. — M.I.

* * *

Ante todo: cuenta con esa oración.

Es bueno que sientas alguna dificultad en aceptar una vida después de esta tierra. Esa dificultad es buena en la medida en que te recuerda que esa vida no es una simple prolongación de esta, como si simplemente se cambiara el escenario y continuara la película. Como han explicado varios santos, y entre ellos el primero San Pablo, es inmensa y superior a la mente humana la distancia que separa “esta” vida de “esa” vida.

El problema conceptual mayor es que la vida después de la muerte no tiene tiempo, y por eso es, estrictamente hablando, imposible de imaginar. La imaginación, en efecto, está anclada en las “imágenes” que elaboramos a partir de los sentidos, y estos perciben lo material, que depende por supuesto del tiempo y el espacio. Obviamente eso no aplica para la vida eterna, entonces nuestra gran aliada para “visualizar” las cosas, es decir, la imaginación, resulta inútil cuando no estorbosa y adversa, cuando se trata de hablar del cielo o del infierno.

De ahí por cierto surgen las imágenes o imaginaciones burlescas sobre la eternidad, y los comentarios que ridiculizan lo que en verdad es muy santo. Preguntas irónicas como aquella: “¿Además de cantar “Hossana, Hossana” todo el día, que más hacen los ángeles en el Cielo?” Obsérvese que esa frase está montada sobre la suposición de que hay un reloj, un tiempo, una secuencia en el cielo, y eso es exactamente lo que NO hay. Por eso advirtió san Pablo: “NI el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que lo aman.”

De modo que la imaginación no es una ayuda en este caso para la fe.

Cosa que no es nueva: la imaginación no es ayuda para acercarnos a la mayor parte de los misterios. ¿De verdad ayuda imaginar a Dios creando el universo? ¿Esa clase de antropomorfismos (inevitables) explica algo o más bien nos expone, de otra forma, al ridículo y la caricatura? O con respecto a al Eucaristía: ¿Ayuda en algo la imaginación para afirmar que en la Eucaristía está presente Cristo con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad?

La base de nuestra fe no es que las cosas sean “imaginables” sino que hemos recibido testimonio fidedigno que nos lleva a afirmar lo que supera nuestra capacidad misma de comprender.

Por eso mismo es difícil afirmar qué tan “justa” o “injusta” es una muerte. Por hacer una comparación infantil: el niño pequeño que es dejado por la mamá en la escuela se siente “injustamente” abandonado. Pasan los años, y entiende que fue un gran bien recibir lo que recibió en esa escuela.

Es normal que sintamos como injustas muchas muertes porque nuestra mirada ve la mitad, o menos, de la historia completa. Con un poco más de madurez y de tiempo, ya incluso desde esta vida, a menudo llegamos a entender las cosas de otro modo.

Bendiciones, y que el Señor nos ilumine con su gracia.