Ha sido tradicional en nuestra lengua castellana saludar por estas fechas usando la expresión muy común: “¡Feliz Año!”
Pero, gracias al calendario maya, muchos creen que hay que quitar el signo de admiración de esa frase, y poner en cambio uno de interrogación. De un modo inaudito, una especie de preludio de pánico se ha adueñado de mucha gente que, medio en broma, medio en serio, mira al 2012 con desconfianza, como un obstáculo que bloquea y no deja ver más allá. No faltan tampoco los que de veras creen que todo acabará en unos pocos meses.
Por mi parte, pienso que en exactamente un año estaré escribiendo un mensaje, deseablemente más animoso, felicitando a todos por la llegada del 2013. Para esa época todos nos habremos reído de buena gana de la casi histeria que por ahora se siente en el ambiente con respecto al 2012. Apuesto doble a sencillo a que veremos más de un titular en esta línea: “El Año en que el Mundo se iba a acabar”…
Por supuesto, no serán los mayas los que determinen mi futuro, ni el futuro del mundo, así que no creo que valga la pena emplear precioso tiempo en recordar o estudiar sus supuestas predicciones. Más interesante, en cambio, me parece tomar el pulso a esa sensación y esa mentalidad de “No-Futuro.” Si hace unos años se creía que ese modo de lenguaje era propio de los delincuentes de bajo estrato social, los hechos apuntan ahora en una dirección siniestra: millones de compañeros nuestros de viaje, abordo de esta nave llamada planeta Tierra, están sintiendo anticipo de esa angustia que antes era propia de unos pocos, a saber, los peor maltratados de nuestra sociedad.
En otras palabras: el mundo se ha vuelto hoy tan inhóspito para la mayoría como antes lo era para los de peor condición. Una especie de socialismo al revés, o nivelación por lo bajo. No es que la riqueza o el bienestar estén llegando a todos, sino que la angustia y la desesperanza han tomado ya presa en una ingente mayoría.
Permítaseme hablar ahora como un occidental, es decir, como heredero de aquella civilización que se fraguó en el encuentro del Evangelio con el Derecho Romano y el Pensamiento Griego. Yo pregunto: ¿De dónde viene ese tono de desesperanza que tanto se ve hoy? No es simplemente de la existencia de problemas, retos o dificultades. Es más bien de la sensación de carecer de recursos para abordar las crisis, las tensiones, las desigualdades, los imprevistos del clima o de la naturaleza. Y mi análisis, que no pretende un ápice de novedad, es que la gente se siente falta de recursos porque ha renunciado a sus dos más grandes recursos: la fe cristiana y la racionalidad clásica. A la fe en el Dios revelado en Cristo se la ha querido reemplazar por una tupida maraña de supersticiones que parecen un mal retroceso a lo que esta misma sociedad occidental llama “pensamiento precientífico.” Y a la racionalidad clásica, que mira con audacia en lo alto del ser y en lo profundo de sus causas, se la ha querido reemplazar por una pura racionalidad tecnocrática, instrumental, unidimensional, humillada a servir al omnipotente dios “Mercado,” quizás como castigo por no querer servir a la Dulce Señora “Teología.”
Ahí encuentro yo la raíz de esa mentalidad apocalíptica, que luego busca evidencias para su postura en cualquier cosa, incluyendo vetustos augurios de chamanes mayas.
Y en ese mismo análisis queda sugerido un camino para una postura más razonable y a la vez más esperanzada. Nos dice Benedicto XVI: Quita la arrogancia intelectual que te impide reconocer al Dios Humilde. Y me permito agregar: Despierta tu capacidad racional más allá del laboratorio y el computador; dobla tu rodilla ante tu creador y alaba, postrado, a tu Salvador, hecho Niño en un pesebre. Descubrirás entonces que hay Uno que es Señor de la Historia, y que su gloria brilla serena año tras año, hasta el fin de los siglos.