Hermanos en el episcopado, grandes son ciertamente, y superiores a las fuerzas del hombre, todas aquellas cosas que son objeto de nuestra esperanza y de nuestros votos; empero, habiendo hecho Dios capaces de mejoramiento a las naciones de la tierra, habiendo instituido la Iglesia para salvación de las gentes, y prometiéndole su benéfica asistencia hasta la consumación de los siglos, yo abrigo gran confianza de que, merced a los trabajos del celo apostólico de ustedes, hermanos, la gente llegará a conocer la verdad de tantos males y desventuras, y ha de venir finalmente a buscar la salud y la felicidad en la sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos, no puedo menos de manifestarles el júbilo que experimento por la admirable unión y concordia en que les veo vivir unos con otros, y todos con esta Sede Apostólica. Esta perfecta unión no sólo es el baluarte más fuerte contra los asaltos del enemigo, sino un fausto y feliz augurio de mejores tiempos para la Iglesia; y así como me consuela en gran manera esta risueña esperanza, así también me da ánimos para sostener, alegre y varonilmente, desde el arduo cargo que he asumido como Papa, cuantos trabajos y combates sean necesarios en defensa de la Iglesia.