Fidel Castro ha anunciado esta semana que no se presentará como candidato a la presidencia de su país. En términos equivalentes ello implica la renuncia a su posición de Comandante en Jefe y de líder de una revolución que bajo su mando ha completado 50 años.
Aunque probablemente se necesitará otro medio siglo, o aún más tiempo, para dar un veredicto sobre el papel de Castro en la consolidación del único gobierno comunista de América, su renuncia plantea interrogantes inaplazables en varias áreas.
Está en primer término lo económico. El largo embargo de Estados Unidos ha puesto a prueba la tenacidad de Castro y de su gente. Se podría decir que el pueblo cubano ha tenido cuando menos una victoria moral en su manera de resistir, a la vez que ha atraído voces autorizadas en contra de la tenaza estadinense, incluyendo muy recientemente a los obispos venezolanos. Sin embargo, se trata de una victoria casi sólo simbólica. Las condiciones de escasez permanente, y el surgimiento de una economía paralela, basada en el dólar o el euro, muestra que Cuba, después de Fidel, entrará tarde o temprano al mercado, y allí tendrá que vender lo mismo que vendía antes de la revolución: su lugar privilegiado en el Caribe. O traducido: playas, hoteles, música, casinos. No es poca proeza sostenerse años y años peleando contra un gigante, pero ¿qué tanto recordarán del embargo los niños cubanos nacidos en este siglo y milenio? ¿Leerán con gusto los discursos kilométricos de Castro? ¿Conservarán la austeridad, un poco amada, un mucho impuesta, del régimen comunista? La respuesta se inclina al no, por supuesto. Cuba tendrá que ir al Mercado, con M mayúscula, y la pregunta no es si lo hará, sino cuándo, mediante cuál proceso y con qué repercusiones.