Uno de los temas que está tratando la Comisión Teológica Internacional por estas fechas es la enseñanza de la Iglesia Católica sobre el destino de los niños muertos sin bautizar. La tendencia en muchos teólogos contemporáneos es afirmar que esos niños gozarán de la visión beatífica (“irán al cielo”). En favor de ello se aduce que no cabe suponer que falte la misericordia de Dios, que quiere que todos se salven (1 Timoteo 2,4), ni se puede suponer que el mismo Jesús que dijo: “Dejad que los niños vengan a mí” (Lucas 18,15-16) vaya a rechazarlos, incluso si carecen de bautismo, pues ciertamente estaban sin bautizar los que él atrajo en ese pasaje del Evangelio.
Para examinar esa respuesta hay varias cosas a tener en cuenta. Primero, que la Escritura no trata expresamente del problema en su singularidad: niños anteriores al uso de razón que mueren sin ser bautizados. Segundo, que hay elementos en la tradición que no van en la dirección contemporánea, sino todo lo contrario: El Segundo Concilio de Lyon (1274) y el Concilio de Florencia (1438-45) explícitamente definen que aquellos que mueren con “sólo el pecado original” no alcanzan el cielo. Ese parecería ser el caso exacto de los niños muertos sin bautizar.
En tercer lugar, hay una doctrina previa, que es la del limbo. Aunque nunca ha sido definida dogmáticamente ha tenido un lugar importante en la enseñanza de la Iglesia, quizá por ser la respuesta de la “gran escolástica” con Santo Tomás a la cabeza. Para este modelo de teólogos, el limbo sería un lugar de una felicidad natural, sin la visión beatífica pero con un conocimiento natural sobre Dios, como el que pueden alcanzar las solas fuerzas de la naturaleza humana, es decir, sin la acción de la gracia.