Érase una vez un antiguo reino con gran abundancia de ríos, cultivos y ganados. No todo era felicidad, porque el rey de aquella región era persona muy codiciosa, y fue así que un día decidió poner un impuesto nuevo: el Impuesto a la Felicidad.
La primera reacción de la gente fue esconder su felicidad: ¡no querían que les cobraran por ser felices! Cada uno procuró disimular la sonrisa. Los días eran grises, aunque hiciera mucho sol, y los papás enseñaban a los hijos que debían hacer mala cara en todas partes, y mostrarse siempre amargados o disgustados. Las cosas llegaron a un punto en que los cobradores del nuevo impuesto no sabían a quién cobrarlo, porque sólo la desolación aparecía en los rostros.