Relato sobre los comienzos de la misión en San Diego, California

Fundador de misiones, de futuras ciudades

El 1 de julio de 1769, fray Junípero y los suyos llegaron por fin al puerto de San Diego. Allí encontraron los dos navíos de la expedición marítima. En uno de ellos, el escorbuto había matado a toda la tripulación, menos a dos hombres. Fray Junípero, a pesar de la terrible desgracia, y a pesar de la fatiga inmensa del camino, ante la inminencia de fundar misión allí, se sentía con ánimos redoblados.

La tierra es buena y con muchas aguas: «En cuanto a mí, la caminata ha sido verdaderamente feliz y sin especial quebranto ni novedad en la salud. Salí de la frontera malísimo de pie y pierna, pero obró Dios y cada día me fui aliviando y siguiendo mis jornadas como si tal mal no tuviera. Al presente, el pie queda todo limpio como el otro; pero desde los tobillos hasta media pierna está como antes estaba el pie, hecho una llaga, pero sin hinchazón ni más dolor que la comezón que da a ratos; en fin, no es cosa de cuidado».

El 16 de julio, con una solemne eucaristía, nace la misión de San Diego. En torno a una plaza cuadrada, construyeron la iglesia y los edificios básicos, depósitos, talleres, cuartelillo para los soldados; se alzó una gran cruz, se colgaron las campanas, y se rodeó todo con una valla alta. El desconocimiento de la lengua indígena hacía difícil el trato con los indios. A mediados de agosto, atacaron los indios la misión, y hubo muertos por ambos lados. Días después los indios se acercaron para ser curados…

A los comienzos, sobre todo por falta de bastimentos, parecía imposible continuar allí, pero fray Junípero y sus compañeros se agarraban al lugar con tenacidad indecible: «Mientras haya salud, una tortilla y hierbas del campo, ¿qué más nos queremos?». Tiempo después llegó a tener la misión más de mil indios bautizados.

A fines de mayo de 1770, una expedición por tierra y otra por vía marítima, en la que iba fray Junípero, descubrieron por fin con gran alegría la bahía de Monterrey. El 3 de junio, con la custodia del teniente Pedro Fagés y 19 soldados, se fundó la misión de San Carlos de Monterrey, de la cual fray Junípero fue el alma durante catorce años, haciendo de ella el centro de su actividad misionera. Durante todos esos años, el brazo derecho de fray Junípero en San Carlos fue el padre fray Juan Crespí, que allí trabajó hasta que murió, en 1782. En los tres primeros años, aquella misión ya tuvo 165 bautizados, y al morir el padre Serra, eran 1.014.

La fundación de San Carlos fue seguida inmediatamente, bajo el impulso de fray Junípero, por la de otras misiones, como San Antonio de Padua, San Gabriel, San Luis Obispo. Al sembrar aquellas mínimas semillas de población cristiana, el padre Sierra se veía poseído de un loco entusiasmo, como si previera que estaban destinadas a ser grandiosas ciudades.

Al fundar, por ejemplo, San Antonio, en 1771, apenas levantadas unas chozas, alzada la cruz y colgada la campana de un árbol, fray Junípero no se cansaba de repicar la campana con todas sus fuerzas: «¡Ea, gentiles, venid, venid a la santa Iglesia; venid a recibir la fe de Jesucristo!». Ausentes los indios, aunque quizá ocultos y atentos, un fraile le decía que no se cansase con tanto grito y repicar inútil. A lo que fray Junípero le contestó: «Déjeme, Padre, explayar el corazón, que quisiera que esta campana se oyese por todo el mundo, o que a lo menos la oyese toda la gentilidad que vive en esta Sierra».

Con estas acciones misioneras, precariamente asistidas por la administración del Virrey, sobre la base de tres centros principales, Vellicatá, San Diego y Monterrey, se había extendido el Evangelio y el dominio de la Corona en más de mil doscientos kilómetros de la costa del Pacífico.

Tenía, pues, el Virrey muchas razones para publicar entonces, vibrante de entusiasmo, una solemne y piadosa crónica, en la que celebraba unos hechos que «acreditan la especial providencia con que Dios se ha dignado favorecer el buen éxito de estas expediciones en premio, sin duda, del ardiente celo de nuestro Augusto Soberano, cuya piedad incomparable reconoce como primera obligación de su Corona Real en estos vastos Dominios, la extensión de la Fe de Jesucristo y la felicidad de los mismos Gentiles que gimen sin conocimiento de ella en la tirada esclavitud del enemigo común».

A comienzos de 1771, para asistir las nuevas misiones y establecer otras, fueron asignados veinte franciscanos a la baja California, a las órdenes de Palou, y diez a la alta California, bajo la guía del padre Serra.

Viaje a la Corte Virreinal

Sin embargo, a pesar de los éxitos iniciales de estas empresas misioneras, se presentó en seguida un cúmulo de contradicciones y problemas. En 1770, fray Rafael Verger, mallorquín, fue elegido guardián del Colegio misionero de San Fernando. El padre Serra, en una carta, se puso inmediatamente a sus órdenes: «Mándeme lo que fuera de su agrado como a un súbdito (aunque el más imperfecto) el más deseoso de obedecer puntualmente hasta sus más leves indicaciones».

El nuevo Guardián de San Fernando, que veía con cierto recelo el desarrollo de las misiones californianas, le comunicó a fray Junípero que, aun reconociendo la formidable labor que había realizado tanto en Sierra Gorda como ahora en California, «no obstante, es preciso moderar algo su ardiente celo». A su juicio, le escribe, «esta empresa va sin fundamento, y sin aquella madurez que siempre se ha observado y debe observarse en negocios de esta calidad… Fúndense muy enhorabuena las Misiones; pero sea como se debe, de modo que se verifique lo que significa el verbo fundar, que no es pintar perspectivas».

El palmetazo era evidente. Pero aún hubo más. A petición del obispo de Sonora y California, fray Antonio de los Reyes -antiguo franciscano del Colegio de Querétaro-, los franciscanos hubieron de ceder en 1773 a los dominicos todas las misiones de la baja California, aquellas que el padre Serra había dejado al cuidado del padre Palou. Nueve de ellos, y el padre Palou, pasaron a misionar en la parte alta.

Por estas fechas, el entusiasmo primero por las misiones californianas, y también el apoyo de la administración virreinal, parecían haberse debilitado considerablemente. El comandante Fagés se resistía a dar los medios para nuevas fundaciones, e incluso recriminaba a los franciscanos -quizá por temor a que exigieran más alimentos- que estaban bautizando demasiados indios. Y en fin, el nuevo Virrey, Antonio María Bucarelli y Ursúa, hizo llegar a fray Junípero y a sus frailes una grave amonestación, urgiéndoles «a que todos cumplan y obedezcan sus órdenes»…

Con todo esto, Fray Junípero se vio obligado a viajar a México para reafirmar los apoyos de las misiones de California. Extenuado, tras un viaje tan largo, llegó a la capital en febrero de 1773, y se alojó en su convento de San Fernando, sujetándose en seguida a todas las normas de la vida comunitaria. El padre Serra consiguió entonces del Virrey, en primer lugar, que no se llevase adelante el plan de despoblar San Blas, cuyo puerto era vital para el sostenimiento de las misiones de California. En seguida, le informó de la situación real de las misiones ya fundadas: San Carlos de Monterrey, San Antonio, San Luis, San Gabriel de los Temblores, San Diego:

«Todas tienen sus estacadas, sus pobres edificios, sus principios de siembra, todo poco, y este poco hecho con buenos trabajos». Y añade en su informe: «Las misiones están tiernas, y poco medradas, ya por nuevas, ya por falta de medios, y ya porque no se ha dado o intentado dar paso adelante, sin muchas contradicciones y estorbos. Pero, sin que me lleve pasión alguna, bien puedo asegurar a Vuestra Excelencia, que por parte de los religiosos, así en lo temporal como en lo espiritual, no se ha perdido el tiempo, y que lo poco que hay hecho a cualquiera que supiese o sepa el cómo, le parecerá con razón, bien mucho. El cómo han trabajado y trabajan todos, lo sabe Dios, y esto nos basta».

Añade también el padre Serra algunas quejas contra aquel acompañamiento tan necesario como peligroso, la soldadesca, muchas veces «ociosa, aburrida, mal avenida, mandada por un cabo inútil a quien no tenían respeto ni obediencia, en extremo desvergonzada para los religiosos», y en ocasiones más empeñada en la caza de indias o en abusar de los indios, que en ayudar de verdad los esfuerzos evangelizadores y pobladores de los misioneros. Fray Junípero no quiere que «dijesen que por mi causa quedan las misiones sin defensa», pero propone una asistencia militar mínima: «no apetezco muchos soldados», sino solo unos pocos, bien elegidos.

Estos siete meses de fray Junípero en la Corte virreinal dieron grandes frutos. Bucarelli quedó impresionado por el celo misionero de aquel fraile, que había llegado a visitarle «casi moribundo», y que no pensaba sino en volver a su tarea misionera. Y a la luz de esta informaciones verdaderas, no sólo confirmó lo ya hecho, sino que autorizó la fundación de nuevas misiones en San Francisco y en el canal de Santa Bárbara -que hoy son ciudades enormes-.

Por otra parte, también los franciscanos de México quedaron impresionados por la santidad y el celo misionero de fray Junípero, como se refleja en un relato de 1773: «Es el Padre Presidente Junípero Serra, religioso observante, hombre de ancianidad muy venerable [tenía entonces 60 años], ex catedrático de Prima de la Universidad de Palma que, después de veinticuatro años que es misionero en este Colegio [misionero de San Fernando], nunca ha perdonado ningunos trabajos para la conversión de los fieles e infieles, y que en medio de su larga y trabajada edad tiene las propiedades de un león, que sólo a la calentura se rinde, y que ni los achaques habituales que padece, especialmente de pecho, y sufocación, ni llagas en las piernas, han podido detenerle jamás un punto de sus tareas apostólicas. La temporada que ha estado aquí nos ha pasmado, pues habiendo estado muy malo nunca ha dejado de venir al coro de día y de noche, menos cuando ha tenido la calentura; y tan breve lo hemos visto muerto como resucitado; y si algún tiempo ha atendido a la necesidad de su cuerpo en la enfermería ha sido mandado de la obediencia».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.