Lidiando con gigantes

Una de las experiencias más interesantes de elaborar día a día este boletín es descubrir el valor que tiene cada suscriptor. Esta lista de correo, como seguramente ya sabes, está hospedada en los servidores de Google. Sucede que los ingenieros de este gigante de la informática toman sus propias decisiones, y los demás no tenemos otra opción sino obedecer y estar agradecidos con ellos.

Es una situación interesante pero también a veces graciosa: a veces me parece que esta clase de servicios informáticos de los que hoy dependemos prácticamente todos cumplen el papel de los antiguos señores feudales. En la hoy lejana Edad Media, el señor feudal acogía y protegía a los siervos, pero de ellos exigía a la vez tributo y obediencia.

Así estamos nosotros con Google: el gigante nos recibe pero también impone sus propias condiciones. Ejemplo típico de esto encontramos en lo que nos sucedió con las suscripciones; mientras al gigante le pareció bien podríamos agregar con libertad nuevos suscriptores, sobre el entendido de que ellos quedaban siempre en libertad para dejar nuestra lista cuando quisieron. Luego el gigante cambio de opinión: ya no nos deja agregar suscriptores por nuestra cuenta. En la nueva situación nuestras posibilidades de crecimiento son exiguas pero no hay manera de discutir con el gigante como tampoco había manera, en la Edad Media, de entrar en discusión con el señor feudal.

En las nuevas condiciones, cada suscripción y cada suscriptor son aún más valiosos para mí, y estoy seguro que para todos los que aman esta obra. El razonamiento es que Cristo o es el Señor de los Señores, y por consiguiente, más allá de todos los gigantes, Él sabrá adelantar su obra.

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Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre

41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre.

Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.

La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.

[Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, n. 41]