Roma e Israel

Del 500 A.C. a la Era Cristiana

1. Evolución de Roma

Desde antes del 300 a.C. Roma había iniciado un proceso de unificación de la península itálica, bajo el principio de “asumir lo asumible” de las culturas conquistadas, y no inmiscuirse en los asuntos puramente internos.

En el s. II a.C. Roma había conseguido un enorme poder militar, venciendo incluso a enemigos tan fuertes como Grecia y Cartago.

En su interior, la social del Imperio fue conflictivo, y se presentaron intentos de revolución, como el caso de los hermanos de apellido Graco, Tiberio y Sempronio, quienes murieron en la causa de emancipación, debido al poder de la aristocracia.

La situación política se centralizó en un triunvirato, después de las victorias de Pompeyo por todo el mediterráneo, y de Julio César en las Galias.

Este 1er. triunvirato lo formaban Pompeyo, Craso y César; cuando el segundo de ellos murió, Pompeyo y César se enfrentaron en guerra civil, de la que salió vencedor César y muerto Pompeyo. El proyecto de Julio César era ser dictador y soberano vitalicio del Imperio más poderoso hasta entonces, pero fue asesinado en el año 44 A.C.

Entonces fue tomado el poder por Marco Antonio, quien luego se vió forzado a pactar con César Octavio, un hijo adoptivo de Julio César, y con Lépido, en un 2º triunvirato. Por su parte, Octavio eliminó a Sexto Pompeyo, un hijo de Pompeyo que quería oponerse al triunvirato, y al mismo Lépido. Finalmente, en la batalla de Actium venció a Marco Antonio que se había aliado con Cleopatra. Así tomó posesión de Egipto, y sus enemigos debieron suicidarse. Fue así que Octavio Augusto quedó de gobernante supremo sobre el Imperio, que prosperó bastante en sus manos.

2. El Pueblo de la Alianza, desde Babilonia hasta el nacimiento de Cristo.

En el 586 a.C. fueron deportados a Babilonia los hebreos del reino de Judá, lo cual los hizo unirse como pueblo-sin-tierra, y les abrió la esperanza en sólo Dios como salvador.

Bajo el reinado persa de Ciro se les concedió en 537 volver a su tierra e incluso reconstruir el Templo, pero no todos volvieron, pues se sentía cómodos en su cautiverio.

En 332 Alejandro Magno se adueñó de Palestina, pero esta primera etapa de la injerencia griega fue pacífica. Más de 100 años después el rey Antíoco IV quiso helenizar por completo a Palestina, impidiendo el culto hebreo. Esto causó la rebelión de los Macabeos cuya victoria fue reconocida en el 142.

En el 63, Pompeyo se tomó Jerusalén, y en tiempos del nacimiento de Cristo, después de algunas batallas este terreno era romano, bajo el mando del “rey” Herodes. Paralelo a este movimiento nacionalista apegado a la tierra, hay que notar el fenómeno de la Diáspora, esto es, la dispersión de los judíos por pueblos incluso lejanos a Jerusalén. Hubo muchas de estas comunidades judías, una de las cuales hizo en Alejandría la conocida traducción “de los setenta” de la Biblia al hebreo.

3. César y Jesús

3.1. Manera de mirar a los demás:

Julio César se burlaba y bromeaba con unos piratas que alguna vez lo secuestraron. Después de pagar su rescate él mismo los atacó y mandó crucificar.

Jesús predica el absurdo de amar a los enemigos y nunca se retractó de ello, ni cuando era crucificado.

3.2. Actitud ante la religión:

En ausencia de Pompeyo, César fue hecho alcalde Roma. En ese tiempo ofreció exhibiciones tipo Coliseo Romano que lo hicieron popularísimo. Más tarde fue declarado Pontífex Maximus, jefe de la religión del Estado.

Jesucristo se ganó el afecto de las grandes masas de pobres judíos porque hacía milagros. Aunque rechazó entonces ser proclamado rey, después admitió ante los ancianos de Israel que Él era el Hijo de Dios.

3.3. Su obra:

Se considera a César como el más grande hombre de su tiempo. Pasó fundando ciudades y organizando tribus en forma de municipios. A su muerte, las provincias romanas entendieron la urgencia de un poder central, como el del emperador.

Jesús no escribió ningún libro ni se ocupó de establecer una rígida doctrina o sistema político. Ganó a sus adversarios sólo después de su muerte, y de Él sólo pudo decirse: “Pasó haciendo el bien a todos”.

Fr. Nelson Medina F., O.P.

El Patriarca Católico de Jerusalén Acusa a Israel de ser Responsable del Conflicto de Oriente Próximo

Por su ocupaciòn de los teriitorios

BELÉN.- El patriarca católico latino de Jerusalén, el monseñor Michel Sabbah, se ha pronunciado sobre el conflicto en Oriente Próximo después del final del asedio a la basílica de la Natividad. El religioso ha afirmado durante una misa en la iglesia de Santa Caterina de Belén que “la raíz del mal es la ocupación israelí” de los territorios palestinos.

“Mientras la raíz del mal siga ahí, la violencia persistirá. La raíz del mal es la ocupación israelí”, declaró Sabbah frente a cerca de 1.000 personas reunidas en la iglesia franciscana de Santa Catalina de Belén.

Sabbah condenó la falta de “coraje” de la comunidad, y señaló que “más que condenas, lo que se necesita es una acción”. “Necesitamos que tanto israelíes y palestinos demuestren su coraje para extirpar las raíces del mal y poner fin a la ocupación”, añadió.

Sabbah realizó estas declaraciones durante una misa de “expiación y reconciliación” tras el final del asedio a la basílica de la Natividad por el Ejército israelí.

Primer oficio en la basílica

Esta mañana se celebró el primer oficio religioso público en la basílica de la Natividad después de que terminara el pasado viernes, el cerco impuesto al templo por el Ejército israelí.

El oficio, del rito griego ortodoxo, comenzó a primera hora en la iglesia, que ya había sido limpiada después de 39 días de ocupación por casi dos centenares de palestinos, civiles y activistas armados, que se habían refugiado en el lugar.

La misa fue celebrada por el patriarca griego ortodoxo Ereneos I y se ha dedicado a la reconsagración del templo, debido a la profanación de que fue objeto en las últimas semanas, declaró el padre Speridon, que dirige la parroquia griega ortodoxa de Belén.

Fuente: AFP

Isabel, ¿Santa o Villana?

Acusada de intolerante, racista y sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más gracias a la publicación de varias biografías que se ocupan de ella y por el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica?

“Isabel y Fernando el espíritu impera…” cantaba uno de los himnos más conocidos del Frente de juventudes. De esa manera, el régimen nacido de la guerra civil proclamaba su deseo de vincularse con las tradiciones nacionales más gloriosas. Por añadidura, la Falange había convertido en símbolo suyo – siguiendo la opinión del socialista Fernando de los Ríos – el yugo y las flechas de la regia pareja. La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitaría la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando.

Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. No cabe duda de que semejante cuadro ha calado en un sector importante de la opinión pública fácil de manipular y ayuno de conocimiento histórico. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época y que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica. De hecho, no deja de ser significativo que los informes de los médicos de la corte que han llegado hasta nosotros señalan su especial preocupación “por la higiene de los alimentos”. De igual manera es sabido hasta qué punto se vio afectada porque su hija Juana, en su locura, se negaba a cambiarse con frecuencia de ropa interior.

No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue Isabel la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. De hecho, en sus últimos días el artesano que se ocupaba de atender algunas de sus necesidades como la de fabricar ratoneras era un moro por el que sentía un gran aprecio.

Si las fuentes nos muestran realmente algo no es que Isabel fuera racista – algo que no podría decirse de ilustrados como Voltaire o de socialistas como Lenin y Stalin – sino que carecía de cualquier tipo de prejuicio racial a la hora de defender a sus súbditos o de asignar cargos en la función pública. Este tipo de ataques contra Isabel ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. A medio milenio de distancia, nadie dudaría que la expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos. Sin embargo, en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos.

Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas.

Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que ésta era deseada y concebida como un movimiento de liberación de los invasores islámicos es algo que ya contemplamos en el siglo VIII en fuentes como la Crónica mozárabe de 754. Semejante visión se continuaría a lo largo de casi ocho siglos en que distintos monarcas – desde Alfonso III de León a Sancho el mayor de Navarra – se autotitularían “rey de España” en un afán de reconstruir la unidad perdida y de expulsar a un enemigo despiadado. Que los Reyes católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana.

Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia. Por el contrario, como han dejado sólidamente de manifiesto las biografías debidas a Luis Suárez y a Tarsicio Azcona, Isabel fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual mostrándose en multitud de ocasiones muy adelantada a su tiempo. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Así mismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”.

Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina que contrasta de manera muy acusada con el espíritu de la época. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Así efectivamente se hizo. Este episodio – y otros similares – explican por qué el presidente norteamericano Eisenhower la denomina “campeona de la libertad de los pueblos” y que su sucesor Lyndon B. Johnson apoyara la colocación de una estatua en su honor en la rotonda del Capitolio de Washington.

Aunque fue una excelente mujer de estado que en no pocas ocasiones superó a su astuto marido – por ejemplo, en el impulso a la gesta americana – Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. Baste decir al respecto que es a ella a quien hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. Todas estas características bastarían para considerarla una reina excepcional – como ciertamente lo fue – y para disipar las campañas que en contra de su persona se han ido sumando a lo largo de los siglos pero no serían suficientes para dar fundamento a la postulación de su beatificación. Ésta se apoya en otros aspectos que, no obstante, también son verificables históricamente como puede ser su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. En ese sentido debe señalarse que el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la católica y recogidas en diferentes documentos de la época.

En realidad, la figura de Isabel fue muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Así, el rey Alfonso de Portugal – temeroso de no poder descuartizar Castilla y apoderarse de ella – la acusó de no estar casada con Fernando y de ser meramente una concubina, madre de hijos bastardos. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. Los enemigos de la institución monárquica, los partidarios de desgajar la unidad nacional que ella restauró en compañía de su esposo Fernando, los adversarios de que la sociedad se vea impregnada por valores cristianos o los que se niegan a contemplar la amenaza que implica el islam para occidente pueden contemplarla como un blanco que debe ser abatido. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o los mencionados presidentes de Estados Unidos entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.

César Vidal (historiador protestante)

El Camino de una Palabra

Hace algo más de cuarenta años, el Papa Juan XXIII echó a rodar una palabra que cobró inmensa importancia y que se convirtió en punto de referencia para la mayor parte de la vida de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II y después de él. Estoy hablando, desde luego, del “aggiornamento”.

El aggiornamento es la “puesta al día” de la Iglesia. Mas será bueno dejar que hable quien convocó este Concilio, porque es interesante ver la distancia entre la mente de Juan XXIII y los hechos que se sucedieron después.

¿Qué era lo que quería Juan XXIII?

Decía el Papa en la sesión inaugural del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962 (Gaudet Mater Ecclesia, n.5):

“El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así consigamos el fin establecido por Dios.”

Y más adelante:

Para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.

Por esta razón la Iglesia no ha asistido indiferente al admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano, y nunca ha dejado de significar su justa estimación: más aun, siguiendo estos desarrollos, no deja de amonestar a los hombres para que por encima de las cosas sensibles vuelvan sus ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como se les dijo “poblad la tierra y dominadla” (Gén 1,28), nunca olviden que a ellos mismos les fue dado el gravísimo precepto: “Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás” (Mt 4,10), no sea que suceda que la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso”.

Notemos que el Papa parte de un supuesto, que no es difícil confirmar en otros escritos suyos: la Iglesia tiene una verdad que ofrecer al mundo. La razón por la que habla de un Concilio que no tendrá que discernir cuestiones de doctrina es porque el Papa siente que la doctrina está clara, y que lo que hace falta es un corazón compasivo y avisado, a la vez, que sepa aprovechar los adelantos en el orden de las comunicaciones para brindar al mundo de modo nuevo la noticia siempre nueva de la fe que nos salva.

Por eso decía ya en la Constitución Apostólica Humanae Salutis, n. 6, cuando promulgaba la realización del Concilio:

“Ante este doble espectáculo, la humanidad, sometida a un estado de grave indigencia espiritual, y la Iglesia de Cristo, pletórica de vitalidad, ya desde el comienzo de nuestro pontificado – al que subimos, a pesar de nuestra indignidad, por designio de la divina Providencia – juzgamos que formaba parte de nuestro deber apostólico el llamar la atención de todos nuestros hijos para que, con su colaboración a la Iglesia, se capacite ésta cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo.”

Tenemos aquí, no la mirada angustiada de un hombre que ve que el mundo se fue delante y “el tren de la historia dejó a la Iglesia”, sino un pastor compasivo que sabe que la esencia del mensaje de salvación está a buen recaudo en la Iglesia pero que esta Iglesia necesita aprender, por así decirlo, el “lenguaje” del mundo, como acto de compasión hacia el mundo.

Esto queda claro también en las palabras de apertura del Vaticano II, en la misma Gaudet Mater Ecclesia, n.7:

“La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella. Así como Pedro un día, al pobre que le pedía limosna, dice ahora ella al género humano oprimido por tantas dificultades: ‘No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazareth, levántate y anda’ (Hch 3,6). La Iglesia, pues, no ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy, ni les promete una felicidad sólo terrenal; los hace participantes de la gracia divina que, elevando a los hombres a la dignidad de hijos de Dios, se convierte en poderosísima tutela y ayuda para una vida más humana; abre la fuente de su doctrina vivificadora que permite a los hombres, iluminados por la luz de Cristo, comprender bien lo que son realmente, su excelsa dignidad, su fin”.

El tren de la historia

Todo esto es bien interesante, porque luego ha habido muchos que, nombrándose voceros del espíritu renovador de Juan XXIII, sí han presentado a la Iglesia en jadeante y fatigosa carrera por alcanzar al mundo, como si fuera ella la necesitada y el mundo su salvador.

Cosa que sucede no sólo a laicos o sacerdotes con aire de intelectuales: hace tres años, los Señores Obispos de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de España escribían que “nos queda, sin embargo, todavía un largo camino por recorrer, si queremos estar a la altura del momento y no perder el tren de la historia.”

Los más enfáticos, sin embargo, suelen ser los teólogos. Para la muestra, Juan J. Tamayo, en un Encuentro Internacional para la Renovación de la Iglesia Católica, en Madrid, septiembre de 2002:

“Un Concilio sería una gran oportunidad para retomar el tren de la historia e invertir la actual tendencia hacia la restauración eclesiástica por la de la renovación. Para ello lo primero que hay que cambiar es el escenario de celebración. Los dos últimos Concilios tuvieron lugar en Roma en correspondencia con la centralidad del catolicismo romano en el mundo. Hoy, sin embargo, el catolicismo tiene un rostro multicultural, multiétnico, multirracial y multirreligioso. De ahí que el Vaticano no me parezca el lugar más adecuado para el nuevo Concilio. Me inclino, más bien, por un lugar del Tercer Mundo; América Latina, por ejemplo, que cuenta con un vigoroso cristianismo profético expresado a través del compromiso de los cristianos y cristianas comprometidos con las mayorías populares, el dinamismo de las comunidades de base y la pujanza de la teología de la liberación”.

¿Qué entendía Juan XXIII por aggiornamento?

¿Compartiría Juan XXIII el punto de vista de Tamayo? El 13 de Noviembre de 1960, es decir, ya varios meses después del primer anuncio, pero aun faltando mucho en el proceso de preparación, el Papa Juan XXIII explicaba cuál era el sentido de la novedad del Concilio:

“Todo lo que habrá de hacer el nuevo Concilio Ecuménico se endereza a restaurar en todo su esplendor las líneas simples y puras que el rostro de la Iglesia de Cristo tuvo en su comienzo, y a presentar este rostro como su Divino Fundador lo plasmó: sine macula et sine ruga. El camino de la Iglesia a través de los siglos aun está lejos de aquel punto en que será llevada a la triunfo eterno. Por ello, el objetivo más alto y noble del Concilio Ecuménico (cuya preparación apenas empieza y por cuyo éxito el mundo entero está orando) es hacer una pausa para estudiar con amor la historia de la Iglesia y para tratar de redescubrir las trazas de su juventud llena de vida, y reconstruirlas de modo que muestren su poder sobre las mentes modernas, que son tentadas y engañadas por las falsas teorías del príncipe de este mundo, el adversario, abierto o escondido del Hijo de Dios, el Redentor y Salvador”.

Y en el mismo año de la inauguración, en su Carta Apostólica Oecumenicum Concilium, del 28 de abril de 1962, vuelve sobre el mismo tema, aludiendo expresamente a la actualización o “aggiornamento”:

“El esfuerzo de aggiornamento en la vida de la Iglesia, el conjunto de las distintas leyes y disposiciones que serán adoptadas o reexaminadas en las solemnes asambleas [del Concilio Vaticano II], sólo pretenden esto: que Cristo sea conocido, amado, imitado, con generosidad siempre creciente. “Es preciso que Él reine”’ (1 Cor 15,25): sólo Él ha de ser la aspiración constante de nuestra vida, hasta en las cosas más pequeñas; sólo como Él hemos de vivir, porque sólo Él tiene “palabras de vida eterna”(Jn 6,69). La celebración del Concilio no tiene otro objetivo, ni tampoco la renovación espiritual que, por la gracia divina, habrá de seguirle”.

– Está claro, pues, que no se trata de perseguir al mundo, ni tampoco de mendigar del mundo lo que sólo Cristo, el Cristo de la Pascua, puede dar a la Iglesia, según aquello de 2 Pe 1,3: “Su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad, mediante el verdadero conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia”.

– Ahora bien, este mundo tiene también sus bienes, y no puede en justicia ser condenado en bloque, ni presentado sólo bajo aspecto de su indigencia o su maldad. La Iglesia ha de aprender, más que de Él, de Dios Creador que ha dejado semillas de bondad por doquier, según el criterio de San Pablo: “todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto meditad. Lo que también habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, esto practicad, y el Dios de paz estará con vosotros”(Flp 4,8-9).

– Por último, queda claro también que la Iglesia, en la mente de Juan XXIII, se siente abundar en una vida que no merece pero que realmente posee, la vida de la gracia, y que es su derecho y su deber, en razón de misericordia, ofrecer esa vida al mundo que la necesita, según escribió Pablo: “puesto que tenemos este ministerio, según hemos recibido misericordia, no desfallecemos; sino que hemos renunciado a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino que, mediante la manifestación de la verdad, nos recomendamos a la conciencia de todo hombre en la presencia de Dios” (2 Cor 4,1-2).

Fr. Nelson Medina, OP

¿Qué es el paraíso?

La palabra paraíso tiene varios significados: dentro de la narración del libro del Génesis, el paraíso se refiere a esa condición original que tenía el ser humano en el plan de Dios.

El paraíso, que en ese caso es el paraíso terrenal, denota esa situación de armonía con Dios, armonía con la naturaleza, armonía con los demás seres humanos y armonía dentro de sí mismo. Creo que esta palabra armonía, describe muy bien lo que querría decir paraíso terrenal. Pero entra el pecado en la historia de la humanidad y todas esas armonías se rompen: la relación con Dios, con los hermanos, con la naturaleza, todo eso se rompe y ese paraíso terrenal queda perdido. Ese es el primer sentido.

Continuar leyendo “¿Qué es el paraíso?”