157.1. Los hombres buscan las señales del amor en las cosas grandes, y especialmente en los grandes cambios. Aquel paralítico, por ejemplo, que desde su nacimiento había estado impedido de caminar (Hch 3,2-10), al sentir robustecidas sus piernas saltaba y alababa a Dios. La inesperada y felicísima transformación de su estado le hizo descubrir que el Señor sí lo amaba y sí tenía para él dádivas preciosas. De algún modo todos esperan cosas así, y Dios las concede, porque en su victoria sobre el mal y sus consecuencias, brilla su poder y resplandece su misericordia. No es malo, pues, suplicar estas manifestaciones de los dones de Dios, aunque sí puede ser dañino esperarlas como si fuera obligación de Dios darlas o repetirlas.
157.2. ¿Significa esto que, una vez recibida la obra primera de la gracia ya no hay nada grande que contemplar, aparte del transcurrir del tiempo en la espera del Cielo? De ningún modo. Hay que descubrir en lo pequeño lo grande, y en lo ordinario lo extraordinario. Hoy quiero hablarte un poco de cómo y por qué.
157.3. Para recibir mejor esta enseñanza, piensa primero en el delicado equilibrio que manifiesta la naturaleza. La ciencia te enseña con cuánta precisión se han ajustado las magnitudes propias de los cuerpos y las partículas de modo que la vida haya podido tener su jardín en el planeta que habitas junto con tus hermanos. Una vez que todo está ajustado y en su medida parece que simplemente está ahí, y que está bien así como está. Mas para aquel que sabe de Física, Biología y Astronomía, es simplemente sorprendente que todo haya alcanzado una calibración tan exacta y fructífera para la vida y la conciencia. No es raro, como sabes, que los investigadores de estos campos del conocimiento lleguen al asombro e incluso al presentimiento del paso del Creador.
157.4. Algo así, y aún más profundo pasa en la vida espiritual. Mira, por ejemplo, a la Santa y Bella Virgen María. Mírala, no en el momento sublime de la Anunciación, ni en la hora jubilosa de la visita a Isabel, ni en la noche terrible de la Cruz, ni bañada en los esplendores de Pentecostés; mírala simplemente en un día cualquiera, por ejemplo, cuando sale de su casa a recoger un poco de agua de la fuente del pueblo de Nazareth. Se encuentra con una vecina, a la que saluda, y camina con su amiga cruzando unas palabras. Se fatiga con el cántaro y suda bajo el sol de aquel verano que ya se prolonga más de lo acostumbrado. Lleva su mente ocupada en mil cosas de casa y tiene que apresurar el paso para que no se retrase el frugal almuerzo.
157.5. La escena, así contemplada, tan real como te la estoy contando, no parece tener nada de extraño ni de extraordinario. Y sin embargo, Ella es la Reina de los Ángeles, y la creatura más odiada por el infierno en pleno. Así como la Tierra avanza silenciosa por los espacios siderales a la distancia precisa para no abrasarse ni congelarse, así también esta Bendita Señora es el lugar en que la gracia esculpe su preciosa joya, como arrebatándola de continuo de las garras del abismo. Todo es natural y tranquilo, y sin embargo todo es extraordinario y estupendo.
157.6. Un ejemplo semejante puede construirse si piensas en el Papa. Detrás de la serenidad de su presencia hay un terrible campo de batalla, que no se ve, porque precisamente la perfección de la victoria divina hace que aparezca siempre la majestad del Vencedor, que es Jesucristo, pero ello no significa que no haya combate, fiero combate.
157.7. La verdad es que toda alma en genuino camino hacia Dios es lugar de contemplación de las cosas más extraordinarias, que no se descubren a primera vista porque Dios ha querido que estén cerradas a los ojos que no tienen la humildad conveniente, el tiempo saludable y el amor suficiente. ¡Y vieras cómo sonríen los coros de los Ángeles ante esos triunfos de la gracia, tan grandes en su dimensión como en su discreción! ¿No es hermoso, amado de Dios, no es hermoso?
157.8. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.