Obra clásica de San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia. Texto completo en este enlace. Videos de esta serie de lecturas haciendo clic aquí.
Plan de lectura, que cubre toda la obra:
Alimento del Alma: Textos, Homilias, Conferencias de Fray Nelson Medina, O.P.
Obra clásica de San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia. Texto completo en este enlace. Videos de esta serie de lecturas haciendo clic aquí.
Plan de lectura, que cubre toda la obra:
Encomiendo de todo corazón, a diario, que el Señor nos conceda el don de lenguas. Un don de lenguas, que no consiste en el conocimiento de varios idiomas, sino en saber adaptarse a la capacidad de los oyentes. -No se trata de “hablar en necio al vulgo, para que entienda”; sino de hablar en sabio, en cristiano, pero de modo asequible a todos. -Este don de lenguas es el que pido al Señor y a su Madre bendita para sus hijos.
Una persona que “no sabe obedecer”, no aprenderá nunca a mandar.
Tú has de obedecer -o has de mandar- poniendo siempre mucho amor.
Persuádete, hijo, de que desunirse, en la Iglesia, es morir.
Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: «multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una» -la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma. -Te hablo muy seriamente: que por ti no se lesione esta unidad santa. ¡Llévalo a tu oración!
Cuando las santas mujeres llegaron al sepulcro, repararon en que la piedra estaba apartada. ¡Esto pasa siempre!: cuando nos decidimos a hacer lo que debemos, las dificultades se superan fácilmente.
Manifiéstale de nuevo que quieres eficazmente ser suyo: oh, Jesús, ayúdame, hazme tuyo de veras: que arda y me consuma, a fuerza de pequeñas cosas inadvertidas para todos.
El bautismo nos hace «fideles» -fieles, palabra que, como aquella otra, «sancti» -santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sí, y que aún hoy se usa: se habla de los “fieles” de la Iglesia. -¡Piénsalo!
Dios no se deja ganar en generosidad, y -¡tenlo por bien cierto!- concede la fidelidad a quien se le rinde.
a hasta de las más pequeñas cosas de sus criaturas?
Yo entiendo que cada Avemaría, cada saludo a la Virgen, es un nuevo latido de un corazón enamorado.
Deseo de todo corazón que, por la misericordia de Dios, El -a pesar de tus pecados (¡nunca más ofender a Jesús!)- te haga “vivir habitualmente esa vida dichosa de amar su Voluntad”.
En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia. -La categoría del oficio depende del nivel espiritual del que lo realiza.
¿No te da alegría esa certeza, segura, de que Dios se interesa hasta de las más pequeñas cosas de sus criaturas?
En cualquier lugar donde te halles, acuérdate de que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir, y convéncete de que quien quiera seguirle no ha de pretender otra línea de conducta.
Dios tiene sobre nosotros, hijos suyos, un derecho especial: el derecho a que correspondamos a su amor, a pesar de nuestros errores personales. -Este convencimiento, al mismo tiempo que nos impone una responsabilidad, de la que no podemos escapar, nos da seguridad plena: somos instrumentos en las manos de Dios, con los que El cuenta diariamente y, por eso, diariamente, nos esforzamos en servirle.
Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea -como lo llama el mundo- favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección.
Las ansias de reparación, que pone tu Padre Dios en tu alma, se verán satisfechas, si unes tu pobre expiación personal a los méritos infinitos de Jesús. -Rectifica la intención, ama el dolor en El, con El y por El.
No sabes si has progresado, ni cuánto… -¿De qué te serviría ese cálculo?… -Lo importante es que perseveres, que tu corazón arda en fuego, que veas más luz y más horizonte…
El canto humilde y gozoso de María, en el «Magnificat», nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben nada.
¡Agradece a Jesús la seguridad que te da! Porque no es tozudez: es luz de Dios, que te hace encontrarte firme, como sobre roca, cuando otros, a quienes toca hacer un triste papel -siendo tan buenos-, parecen hundirse en la arena…, faltos del fundamento de la fe. Pide al Señor que las exigencias de la virtud de la fe se cumplan en tu vida y en la de todos.
Servir y dar formación a los niños; atender con cariño a los enfermos. Para hacerse entender de las almas sencillas, hay que humillar la inteligencia; para comprender a los pobres enfermos, hay que humillar el corazón. Y así, de rodillas el entendimiento y la carne, es fácil llegar a Jesús, por el camino seguro de la miseria humana, de la miseria propia, que lleva a anonadarse, para dejar a Dios que construya sobre nuestra nada.
Imita a la Virgen Santa: sólo el reconocimiento cabal de nuestra nada puede hacernos preciosos a los ojos del Creador.
La soberbia entorpece la caridad. -Pide a diario al Señor -para ti y para todos- la virtud de la humildad, porque con los años la soberbia aumenta, si no se corrige a tiempo.
Ten siempre el valor, que es humildad y servicio de Dios, de presentar las verdades de la fe tal como son, sin cesiones ni ambigüedades.
Tener espíritu católico implica que ha de pesar sobre nuestros hombros la preocupación por toda la Iglesia, no sólo de esta parcela concreta o de aquella otra; y exige que nuestra oración se extienda de norte a sur, de este a oeste, con generosa petición. Entenderás así la exclamación -la jaculatoria- de aquel amigo, ante el desamor de tantos hacia nuestra Santa Madre: ¡me duele la Iglesia!
“Carga sobre mí la solicitud por todas las iglesias”, escribía San Pablo; y este suspiro del Apóstol recuerda a todos los cristianos -¡también a ti!- la responsabilidad de poner a los pies de la Esposa de Jesucristo, de la Iglesia Santa, lo que somos y lo que podemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida.
No te asustes -y, en la medida que puedas, reacciona- ante esa conjuración del silencio, con que quieren amordazar a la Iglesia. Unos no dejan que se oiga su voz; otros no permiten que se contemple el ejemplo de los que la predican con las obras; otros borran toda huella de buena doctrina…, y tantas mayorías no la soportan.
Se esconde una gran comodidad -y a veces una gran falta de responsabilidad- en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida…, pero ponen en juego la felicidad eterna -suya y de los otros- por sus omisiones, que son verdaderos pecados.
El santo, para la vida de tantos, es “incómodo”. Pero eso no significa que haya de ser insoportable. -Su celo nunca debe ser amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, arrogante, en la cara del prójimo.
Tú has de comportarte como una brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté; o, por lo menos, procura elevar la temperatura espiritual de los que te rodean, llevándoles a vivir una intensa vida cristiana.
El fundamento de toda nuestra actividad como ciudadanos -como ciudadanos católicos- está en una intensa vida interior: en ser, eficaz y realmente, hombres y mujeres que hacen de su jornada un diálogo ininterrumpido con Dios.
Pensar en la Muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos ante nuestro quehacer cotidiano, con absoluta sinceridad, y a tomarnos en serio la fe que profesamos. Ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así -con la palabra y con las obras- mostrarlo a los hombres.
Procura que en tu boca de cristiano -que eso eres y has de ser a toda hora- esté la “imperiosa” palabra sobrenatural que mueva, que incite, que sea la expresión de tu disposición vital comprometida.
Al corregir, porque resulta necesario y se quiere cumplir con el deber, hay que contar con el dolor ajeno y con el dolor propio. Pero que esa realidad no te sirva nunca de excusa, para inhibirte.