Misionero hasta en la enfermedad

“En 2009 Joan Soler, a los 32 años, partió hacia Togo como misionero y el primer año ya se quería volver a España. «No hablaba la lengua, no entendía la cultura, me sentía que estorbaba y cogí todas las enfermedades posibles», explica a este periódico. Perdió 15 kilos de golpe. Se encontraba tan mal que había decidido comprar un vuelo de vuelta a casa. «Un día me vio a buscar el chofer del obispado para llevarme al hospital y, en el trayecto, me dijo: “Cuando te vemos que estás tan mal y continúas aquí con nosotros, esto nos da coraje para continuar luchando”». Aquel día decidió quedarse. «Me di cuenta de que Jesús trabaja de una forma distinta a la nuestra y que, incluso enfermo del todo, yo era un signo de Cristo en medio de ellos»…”

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Perfil de un obispo

«No es nuestro el tiempo»

Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (1Cor 7,29).

Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. El tenía claro que «no es nuestro el tiempo».

La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaremos sólo un par de ejemplos. Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.

En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo -había perdido las botas hundidas en el barro-, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.

Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».

Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».

Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Le animó y le confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer…

Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4,15).

«Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Anduvo 40.000 kilómetros… A veces la cantidad es tan enorme que se trasforma en calidad, en dato cualitativo. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que… ni persona particular pudiera hacer».

Considerando estas enormidades -más allá de la norma- que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»… Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque es santo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Cómo hay que evangelizar? El apóstol Pedro nos da siete claves

Características de una buena evangelización:

(1) UNIVERSALIDAD: En principio, deseamos llegar a todos.
(2) CERTEZA: No ofrecemos opiniones sino una verdad profunda de la que nos hacemos responsables con la coherencia de vida.
(3) DENUNCIA DEL PECADO: Porque dejarlo en la penumbra es darle fuerza.
(4) PROCLAMACIÓN DE QUE DIOS ES MÁS GRANDE: Porque donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.
(5) CAPACIDAD DE MOVER: Porque sin conversión la labor de evangelizar es ilusoria.
(6) DIMENSIÓN SACRAMENTAL: la fe no queda en ideas o propósitos sino que se celebra y alimenta en los sacramentos.
(7) CARÁCTER ECLESIAL: El propósito es que cada evangelizado descubra su lugar en el Cuerpo de Cristo y pueda así también llegar a ser evangelizador.

LA GRACIA del Viernes 16 de Marzo de 2018

Solamente unidos a Cristo podemos darle la gloria a Dios y mantener la unidad en el pueblo que Él ganó con su sangre.

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LA GRACIA del Jueves 1 de Febrero de 2018

Cristo al enviarte a la misión sabe que el camino es difícil, que habrá dificultades, que no lo puedes todo, pero Él te dice: ¡Preparate para las luchas pero también para tu victoria!.

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LA GRACIA del Domingo 21 de Enero de 2018

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

El Evangelio nos lleva a la conversión, aceptando a Jesucristo como nuestro Señor, Quien nos llama para acercarnos a Él y nos envia para hacer que otros también lo acepten.

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Misioneros asesinados en el año 2017

“La Agencia Fides, órgano de información de las Obras Misionales Pontificias desde 1927, ha publicado un informe especial sobre los misioneros asesinados en el año 2017. El reportaje comienza con la frase: “La Iglesia es iglesia si es iglesia de mártires”, pronunciada por el Papa Francisco el 22 de abril de 2017…”

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Espiritualidad y generosidad de fray Junípero Serra

Un hombre de oración

En medio de tantos trabajos, dificultades y sufrimientos, fray Junípero mantuvo siempre su corazón tranquilo y confiado, centrado en Dios, en su Providencia amorosa. Nunca se desanimaba, por grandes que fueran las adversidades: «No será la voluntad de Dios todavía, comentaba, no estará de sazón la mies. Dios dispondrá lo que fuere de su agrado».

Este santo fraile mantuvo siempre su corazón firme y en paz porque permació en una oración continua y porque se entregó asiduamente a la oración. Lorenzo Galmés escribe: «Testigos fidedignos aseguran que muchas noches su descanso fue la vigilia y la oración. Era menester ganar ante Dios, impetrando su ayuda, lo que no alcanzaban a ganar las fuerzas humanas. Robaba a la noche las horas que a él le había robado el día, y que estaban consagradas a Dios en exclusiva. Muchos testimoniaron también de sus públicas penitencias, como golpearse el pecho con un duro pedrusco para suscitar la contrición; aplicarse duras y sangrientas disciplinas para hacer resaltar el castigo que se merece a causa de los pecados» (246).

La cruz que purifica y salva

El padre Serra, en efecto, llevó siempre una vida sumamente penitente. Vestido con el tosco sayal franciscano, calzado con sandalias de cuero crudo, como las de los indios, sometido, como sus hermanos religiosos, a una dieta sumamente austera -exigida, por otra parte, por las duras condiciones del lugar-, con la salud casi siempre mala, arrastrando su pierna enferma por caminos interminables, aplicándose cilicios y sangrientas disciplinas, se abrazó toda su vida al Crucificado, y en las horas nocturnas de oración encontró siempre su alegría y su fuerza inagotable.

Pero sus mayores sufrimientos procedieron del ardor de su celo apostólico, al tener que soportar en su trabajo misionero interminables dificultades, estúpidamente creadas por una autoridad civil pretendidamente liberal y progresista. En una ocasión le confesó al padre Palou: «Muchas veces he recelado me acabasen la vida las pesadumbres».

Enfermo confirma

El padre Junípero Serra, en realidad, estuvo enfermo toda su vida, pero nunca prestó a su salud sino una atención mínima, la suficiente para seguir sirviendo a Cristo en sus hermanos. En 1783, ya con setenta años, estaba tan agotado por el asma, el dolor intenso en el pecho, y la hinchazón de la pierna llagada, que apenas podía consigo mismo.

Sin embargo, como en julio de 1784 cesaba su licencia para confirmar, hizo un esfuerzo supremo para administrar el sacramento de la confirmación al mayor número posible de indios neófitos. Cuando visitó San Gabriel, pensaron que ya se moría, pero aún pudo seguir a San Buenaventura, su querida fundación recién nacida. En ésta, su alegría fue tan grande, que pareció cobrar nuevas fuerzas. Los indios acostumbraban poner las manos sobre los hombros de fray Junípero, al que llamaban «el Padre Viejo», y éste correspondía poniéndoles su mano con cariño sobre la cabeza.

Hizo visita pastoral a San Luis y San Antonio y, a comienzos de 1784, regresó a su centro habitual, San Carlos de Monterrey. Aquí pasó la cuaresma, sin ahorrarse los trabajos pastorales y ascéticos en él habituales, y a últimos de abril salió hacia el norte, a San Francisco, donde le recibió su gran amigo el padre Palou. Y llegó todavía a Santa Clara, donde, tras unos días de absoluto retiro, hizo con el padre Palou confesión general de todos los pecados de su vida. Cuando regresó a Monterrey, terminadas ya sus licencias para confirmar, había confirmado 5.307 neófitos en sus misiones californianas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Misionera en México sin salir de su España natal

La Venerable María de Jesús (1602-1665), misionera en México sin salir de Agreda

Hemos visto más arriba que fray Margil, estando en Querétaro en 1697, leía asiduadamente con el hermano portero La mística Ciudad de Dios. Era ésta la altísima obra de una santa concepcionista franciscana, hermana de Orden, que sin salir de su monasterio de Agreda -pueblo español de Soria-, había sido también, pocos años antes, misionera entre los indios de Nuevo México. Contamos sobre ella con la reciente biografía de Manuel Peña García.

Es ésta una historia maravillosa que merece ser recordada entre los Hechos de los apóstoles de América. Para ello seguiremos la Biografía que en 1914 compuso el presbítero Eduardo Royo, limitándose casi siempre a reunir una antología ordenada de textos originales de la misma madre María de Jesús y otros documentos recogidos para su Proceso de Beatificación: Autenticidad de la Mística Ciudad de Dios y Biografía de su autora, Madrid, reimpresión 1985). Extractamos aquí del capítulo IX, del tratado II, titulado Apostolado de Sor María para con los indios de Méjico:

65. «Descubiertas en América las vastas provincias de Nuevo Méjico, de cuya conquista espiritual al momento se encargaron los hijos del Serafín de Asís, estando estos obreros evangélicos en los comienzos de aquellas misiones, inopinadamente se les presentaron tropas numerosas de indios, pidiéndoles el santo bautismo. Admirados los misioneros de aquel concurso de infieles, para ellos hasta entonces desconocidos, les preguntaron, cuál podía haber sido la causa de tal novedad; y los indios respondieron que una mujer que ha mucho tiempo andaba por aquel reino predicando la doctrina de Jesucristo, los había traído al conocimiento del verdadero Dios y de su ley santa, y dirigídolos a aquel punto en busca de varones religiosos que pudieran bautizarlos». 66. Por los datos que sobre ella proporcionaron los indios, acerca de «el vestido y figura de la prodigiosa catequista», los frailes sospecharon «que debía ser monja». 67. El padre Alonso de Benavides, que era «custodio o como provincial de Nuevo Méjico», dirigía la misión. Y hallaron los frailes a aquellos indios «tan bien instruídos en los misterios de la fe, que sin más preparación les administraron el santo bautismo, siendo el primero en recibirlo el rey de ellos».

68. El padre Benavides, «cada vez más deseoso de averiguar la autora de estas conversiones, apenas le permitieron sus ocupaciones, emprendió un viaje hacia España, llegando a Madrid el día primero de Agosto del año mil seiscientos treinta». Allí pudo rendir cuenta detallada de las misiones de Nuevo Méjico al Rey al Ministro General de la Orden, que residía entonces en Madrid. Allí el padre General pudo asegurarle que los sucesos referidos de aquella misteriosa misionera ciertamente correspondían a la madre María de Jesús de Agreda.

69. Fray Alonso de Benavides viajó, pues, al convento de Agreda, donde se entrevistó con la Venerable Madre, y con mandato escrito del padre General, le interrogó acerca de su acción misionera entre los indios de Nuevo Méjico. La Madre, bajo el apremio de la obediencia, reconoció la veracidad del hecho, y a preguntas, a veces muy concretas, del padre Benavides, «contestó a todo ello, hasta con las circunstancias más menudas, empleando los propios nombres de los reinos y provincias, y describiendo estas particularidades tan individualmente, como si hubiera vivido en aquellas regiones por espacio de muchos años». Incluso a él mismo, y a otros misioneros, les había conocido en Nuevo Méjico, «designando el día, la hora y el lugar en que esto sucedió». 70. De todo ello hizo el padre Benavides un largo y detallado informe, y escribió también, lleno de emoción, una extensa carta a sus compañeros misioneros de la Nueva España (72-76).

77. Por su parte, la madre María de Agreda, por mandato del General de la Orden franciscana, a quien debía obediencia, en escrito del 15 de mayo de 1631 atestigua ser verdadera su acción misional en Nuevo Méjico: «Digo que lo tratado y conferido con V. P. [el padre Benavides] es lo que me ha sucedido en la provincia y reinos del Nuevo Méjico de Quivira, Yumanes y otras naciones, aunque no fueron estos reinos los primeros a donde fui llevada por voluntad y poder del Señor, y a donde me sucedió, vi e hice todo lo que a V. P. he dicho para alumbrar en nuestra santa fe católica a todas aquellas naciones» (+78-80).

81. La madre María de Agreda da también detalles muy interesantes de su misteriosa actividad misionera a distancia en una relación, escrita también por obediencia, a su director espiritual, fray Pedro Manero: 82. «Paréceme que un día, después de haber recibido a nuestro Señor, me mostró Su Majestad todo el mundo (a mi parecer con especies abstractivas), y conocí la variedad de cosas criadas; cuán admirable es el Señor en la universidad de la tierra»… A ella se le partía el corazón de ver tantos pueblos en la ignorancia de Cristo. Y sigue escribiendo: 84. «Otro día, después de haber recibido a nuestro Señor, me pareció que Su Majestad me mostraba más distintamente aquellos reinos indios; que quería que se convirtiesen y me mandó pedir y trabajar por ellos… 85. Y a mí me parece que los amonestaba y rogaba que fuesen a buscar ministros del Evangelio que los catequizasen y bautizasen; y conocíalos también».

86. «Del modo como esto fue, no me parece lo puedo decir. Si fue ir o no real y verdaderamente con el cuerpo, no puedo yo asegurarlo… Sólo diré las razones que hay para juzgar fue en cuerpo, y otras, que podía ser ángel. 87. Para juzgar que iba realmente, era que yo veía los reinos distintamente, y sabía sus nombres;… que los amonestaba y declaraba todos los artículos de la fe, y los animaba y catequizaba y lo admitían ellos, y hacían como genuflexiones… 88. Yo no traje nada de allá, porque la luz del Altísimo me puso término, y me enseñó que ni por pensamiento, palabra y obra, no me extendiese a apetecer, ni querer, ni tocar nada, si no es lo que la voluntad divina gustase».

89. «Exteriormente tampoco puedo percibir cómo iba, o si era llevada, porque como estaba con las suspensiones o éxtasis, no era posible; aunque alguna vez me parecía que veía al mundo, en unas partes ser de noche y en otras de día, en unas serenidad y en otras llover, y el mar y su hermosura; pero todo pudo ser monstrándomelo el Señor. 90. En una ocasión me parece, di a aquellos indios unos rosarios; yo los tenía conmigo y se los repartí, y los rosarios no los vi más… 91. En otras ocasiones me parecía que les decía que se convirtiesen, y que pues se diferenciaban en la naturaleza de los animales, se diferenciasen en conocer a su Criador y entrar a la Iglesia santa por la puerta del bautismo».

92. «El juicio que yo puedo hacer de todo este caso es, que él fue en realidad de verdad; que serían quinientas veces, y aun más de quinientas, las que tuve conocimiento de aquellos reinos de una manera o de otra, y las que obraba y deseaba su conversión; que el cómo y el modo no es fácil de saberse; y que, según los indios dijeron de haberme visto, o fue ir yo o algún ángel en mi figura».

El Papa Clemente X, el 28 de enero de 1673, reconoció las virtudes heroicas de sor María de Jesús de Agreda, dándole así el título de Venerable.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Historia de las primera misiones católicas en Texas

El Colegio de Guadalupe, de Zacatecas, no había fundado todavía ninguna misión, y como fray Margil tenía licencia del Comisario franciscano para predicar en cualquier lugar de la Nueva España, eligió el norte. «Ya que este Colegio hasta ahora no ha podido tratar de infieles -escribía a comienzos de 1714-, será bueno que yo, como indigno negrito de mi ama de Guadalupe, pruebe la mano y Dios nuestro Señor obre».

Acercándose ya a los sesenta años, fray Margil estaba flaco y encorvado, sus pies eran feos y negros como los de los indios, y ya no caminaba ligero, como antes, pero conservaba entera su alegría y su afán misionero era cada vez mayor. Había fundado por ese tiempo en el real de Boca de Leones un hospital para misioneros de Zacatecas, y allí se estuvo, esperando irse a misionar a Texas, al norte.

Desde finales del siglo XVII, veinte años antes, misioneros de Querétaro y de Zacatecas -Massanet, Cazañas, Bordoy, Hidalgo, Salazar, Fontcuberta- habían misionado en el Nuevo Reino de León, en Cohauila, en Texas y Nuevo México. Pero aquellas misiones, tan costosamente plantadas, no acababan de prender, unas veces por lo despoblado de aquellos parajes, otras por los ataques de los indios, y también porque apenas llegaba allí el influjo de la autoridad civil española. Años hubo en que fray Francisco Hidalgo quedó solo, a la buena de Dios, e hizo varios viajes más allá del río de la Trinidad, cerca del actual Houston, para asegurar a los indios de las antiguas misiones de San Francisco y Jesús María, que ya pronto regresarían los padres.

En 1714, ciertas intromisiones del francés Luis de Saint Denis con veinticinco hombres armados, que se acercó hasta el presidio de San Juan Bautista, junto a río Grande, alarmaron a las autoridades virreinales de México, que por primera vez comprendieron el peligro de que se perdieran para la Corona española las provincias del norte y Texas. Se dispuso, pues, a comienzos de 1716, una expedición de veinticinco soldados con sus familias, al mando del capitán Domingo Ramón, que con la ayuda de misioneros de Querétaro y de Zacatecas, habrían de asentarse en cuatro misiones.

Los cinco frailes de la Santa Cruz -entre ellos el padre Hidalgo, aquél que se había quedado solo para asegurar a los indios el regreso de los frailes-, fueron conducidos por fray Isidro Félix de Espinoza, biógrafo de fray Margil. Y otros cinco religiosos del Colegio de Guadalupe partieron bajo la autoridad de fray Margil de Jesús. Formaban entre todos una gran caravana de setenta y cinco personas, frailes y soldados con sus mujeres y niños. En una larga hilera de carretas, y arreando más de mil cabezas de ganado, partieron todos hacia el norte, para fundar poblaciones misionales en Texas.

Cuando fray Margil, que salió más tarde, se reunión con ellos en julio de 1716, ya cuatro misiones habían sido fundadas en Texas, más allá del río de la Trinidad: San Francisco de Asís, la Purísima Concepción, Nuestra Señora de Guadalupe y San José, en las tierras de los indios nacoches, asinais, nacogdochis y nazonis. Fray Margil, con seis religiosos más, quedó todo el año 1716 en Guadalupe de los Nacogdochis. Y en 1717, durante el invierno, muy frío por aquellas zonas, salió fray Margil con otro religioso y el capitán Ramón hacia el fuerte francés de Natchitoches, a orillas del río Rojo, y allí fundaron dos misiones, San Miguel de Linares y Nuestra Señora de los Dolores.

Mientras que Ramón y el antes mencionado Saint Denis hacían negocios de contrabando y comerciaban con caballos texanos, los misioneros quedaron solos y hambrientos. Concretamente Fray Margil, en 1717, cuando murió el hermano lego que le acompañaba, llegó a estar solo con los indios en la misión de Los Dolores, solo y con hambre. Desayunaba, cuenta Espinoza, «un poco de maíz tostado y remolido. Al mediodía y por la noche volvía a comer maíz y tal vez algunos granos de frijol sazonados con saltierra, pues sal limpia pocas veces alcanzaba a las comidas.

Un día llegó en el que faltándole estos groseros alimentos, comió carne de cuervo. Y decía: «Como el oro en la hornilla prueba Dios a sus siervos. Si está con nosotros en la tribulación, ya no es tribulación, sino gloria»». La verdad es que fray Margil tenía allí mucho tiempo para orar, y después de tantos años de viajes y trabajos, vivía en la más completa paz, en el silencio de aquellos paisajes grandiosos. Así pasó dos años con ánimo excelente, que le llevaba a escribir: «Perseveremos hasta dar la vida en esta demanda como los Apóstoles… ¿Hay algo mejor?».

En 1719, las misiones de Zacatecas en Texas -Guadalupe, Los Dolores y San Miguel- y las que dependían de Querétaro -La Purísima, San Francisco y San José-, apenas podían subsistir, pues el Virrey no mandaba españoles que fundaran villas en la región. La guerra entre España y Francia había empeorado la situación, y el comandante francés de Natchitoches, Saint Denis, saqueó la misión de San Miguel.

Tuvieron, pues, que ser abandonadas las misiones, a pesar de que «los indios se ofrecían a poner espías por los caminos y avisar luego que supiesen venían marchando los franceses». Enterraron en el monte las campanas y todo lo más pesado, y se replegaron a la misión de San Antonio, hoy gran ciudad. Allí fray Margil no se estuvo ocioso, pues en 1720 fundó la misión de San José, junto al río San Antonio, que fue la más prospera de Texas.

Por fin en 1721 llegó una fuerte expedición española enviada por el gobernador de Coahuila y Texas, y los frailes pudieron hacer renacer todas sus misiones, una tras otra. Pero fray Margil, elegido guardián del Colegio misional de Zacatecas para el trienio 1722-1725, hubo de abandonar para siempre aquellas tierras lejanas, silenciosas y frías, en las que durante seis años había vivido con el Señor, sirviendo a los indios.

El final de un largo camino

Vuelto fray Margil a Zacatecas en 1722, hizo con el padre Espinoza, guardián de Querétaro, una visita al Virrey de México, para exponerle la situación de Texas y pedir ayudas más estables y consistentes. La ayuda de la Corona española a las misiones no era ya entonces lo que había sido en los siglos XVI y XVII, durante el gobierno de la Casa de Austria. Ahora, se quejaba Espinoza, diciendo: «como el principal asunto de los gobernadores y capitanes no es tomar con empeño la conversión de los indios, quieren que los padres lo carguen todo y que las misiones vayan en aumento sin que les cueste a ellos el menor trabajo». La visita al Virrey, que les acogió con gran cortesía, apenas valió para nada.

Fray Margil, aprovechando el viaje, predicó en México y en Querétaro. A mediados de 1725, con otro fraile, se retiró unos meses a la hacienda que unos amigos tenían cerca de Zacatecas. A sus sesenta y ocho años, estaba ya muy agotado y consumido, pero de todas partes le llamaban invitándole a predicar. Aún pudo predicar misiones en Guadalajara, en varios pueblos de Michoacán, en Valladolid.

A veces tuvo que viajar de noche y a caballo, pues los indios de día le salían al paso, con flores, música y cruz alzada, y no le dejaban ir adelante. En Querétaro tuvo un ataque y quedó insconciente una hora. Cuando volvió en sí, un amigo le preguntó si sentía lástima de dejar la actividad misionera. A lo que fray Margil contestó: «Si Dios quiere, sacará un borrico a la plaza y hará de él un predicador que convierta al mundo».

Ya muy enfermo, le llevaron al convento de México, para que allí recibiera mejores cuidados médicos. Fray Manuel de las Heras recibó su última confesión, y él mismo cuenta que, al quedar perplejo, viendo tan tenues faltas en tantos años de vida, fray Margil le dijo: «Si Vuestra Reverencia viera en el aire una bola de oro, que es un metal tan pesado, ¿pudiera persuadirse a que por sí sola se mantenía? No, sino que alguna mano invisible la sustentaba. Pues así yo, he sido un bruto, que si Dios no me hubiera tenido de su mano, no sé que hubiera sido de mí».

El padre las Heras, impresionado, siguió explorando delicadamente aquella conciencia tan santa, y pudo lograr alguna preciosa confidencia, como aquélla en la que fray Margil le dijo con toda humildad que «acabando de consagrar, parece que el mismo Cristo le respondía desde la hostia consagrada con las mismas palabras de la consagración, haciendo alusión al cuerpo del V. Padre: Hoc est Corpus Meum, favor que dicho Padre atribuía a que siempre había estado, o procurado estar, vestido de Jesucristo».

El 3 de agosto decía fray Margil: «¡Dispuesto está, Señor, mi corazón, dispuesto está!». Y el día 6 de agosto de 1726, día de su muerte y de su nacimiento definitivo, dijo: «Ya es hora de ir a ver a Dios».

Los pies benditos del evangelizador

La asistencia de la gente, que se acercaba a venerar en la sacristía de San Francisco los restos de fray Margil, fue tan cuatiosa que «hacía olas», y hubo de hacerse presente la guardia del palacio. Todos querían venerar aquellos pies sagrados de fray Margil, que -como escribió el Arzobispo de Manila, en unas exequias celebradas en México días más tarde- habían quedado «tan dóciles, tan tratables, tan hermosos sin ruga ni nota alguna. Pies que anduvieron tantos millares de leguas tan descalzos y fatigados en los caminos, tan endurecidos en los pedregales, tan quebrantados en las montañas, tan ensangrentados en los espinos… ¡Qué mucho que se conservasen hermosos pies que pisaron cuanto aprecia el mundo!».

En 1836 fueron declaradas heroicas las virtudes del Venerable siervo de Dios fray Antonio Margil de Jesús, cuyos restos reposan en La Purísima de la ciudad de México. Aquellas palabras de Isaías 52,7 podrían ser su epitafio:

«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del heraldo que anuncia la paz,
que trae la Buena Noticia!»


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Mensaje de misioneros laicos en Mozambique

“Cuatro días después de casarse, Jara Zotes y Carlos García cogieron un avión a Mozambique. Ella farmacéutica, y él médico, estos jóvenes de 31 años dedicaron su primer año de casados a la misión en Nacuxa, donde los misioneros vicentinos coordinan un instituto y un centro de salud. Ahora en España, y mientras esperan su primer hijo, no descartan regresar a la misión para poder enseñar a sus hijos una forma diferente de vivir: «La vida está para entregarla, no únicamente para disfrutarla»…”

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Consejos para líderes y predicadores católicos

Esto va para las personas que han emprendido un camino espiritual, especialmente aquellos que dejan notar ciertos rasgos de liderazgo o empiezan a trabajar en un apostolado en particular.

1. ¡A ustedes no les van a pasar ni una! Así como lo leen, quien sale a la luz con un carisma marcado, se pondrá en el centro del huracán, será visto, señalado y a veces, fuertemente criticado. En muchas ocasiones serán tratados sin compasión, especialmente cuando cometan errores, así que no sean muy notorios. Sus principales críticos o detractores, serán aquellos que quieran ocupar su lugar, o esos líderes que tienen dones o talentos similares a los de ustedes. Sin embargo, sosténganse, perseveren, sigan adelante y no se llenen de resentimientos. El maligno quiere desanimarlos.

2. No digan mentiras. Cuando prediquen, hablen, o cuenten una anécdota, sean humildes en sus descripciones y también veraces. No agranden las historias, no inventen, ni exageren: quítenle la lupa; de ser necesario, obvien detalles. Recuerden quién dijo “Yo soy la verdad” y también, quién es el padre de la mentira. Por lo tanto, den testimonio desde la sencillez, aunque no tengan algo que contar fuera de lo común o muy notorio, pero a las almas se conducen hacia Dios con armas Divinas y no humanas y de todos modos, nosotros no convertimos a nadie: es el Señor quien lo hace.

3. Deje usted los negocios de lado. No mire a su hermano viendo si de pronto le puede sacar provecho; al contrario, usted sea de provecho para el. No busque socios capitalistas para sus sueños empresariales, no juegue monopolio con las almas que Dios a puesto bajo su cuidado y vigilancia. Usted está trabajando por el bien de esa persona y su conversión–y no escaneando su capital o buscando su propio beneficio.

4. No se ponga como un ejemplo a seguir. Estamos siguiendo a Cristo y no a los hombres. No resalte sus cualidades, deje de hablar en primera persona, no sea excluyente, ni muestre cuán amado es usted por Dios; al contrario, recuérdele a su hermano, lo mucho que lo ama el Señor. Usted es un servidor, una persona amada por Dios, pero como los demás; por lo tanto, no permita que lo idealicen. No estamos buscando brillar y crear un club de fans, sino queremos que brille la luz de Cristo. Que El crezca y nosotros disminuyamos.

5. No exponga puntos de vista subjetivos, simplemente comulgue con el pensamiento de la iglesia o terminará armando su propia secta. “Yo creo, a mi modo de ver, los obispos debieron hacer esto, yo opino que la iglesia debería actuar así, para mi, que el papa en esto se equivoca, etc”, eso definitivamente no lo digan. Discútanlo en privado con un buen sacerdote o un conocedor del tema a tratar, pero no se ufanen de su posición y empiecen a disparar tiros al aire sobre su parecer. Algo que debe distinguir a un líder católico es su objetividad, y su fidelidad a la iglesia, a los obispos y al magisterio.

6. Cuidado, si usted es soltero, no ande de aquí para allá como un colibrí buscando mujeres, y si es casado, mantenga su prudente distancia con el sexo opuesto. Lo primero, porque pone en riesgo su castidad, puede volverse un rompe-corazones, y fomentará peleas, celos y divisiones. También hay muchas madres solteras que se dejaron conquistar por avivatos disfrazados de líderes espirituales. Lo segundo, porque un adulterio sería bastante escandaloso en su apostolado, haría pecar a los demás, y le haría mucho daño a los suyos.

7. Cuidado con el dinero. Que mala cosa, que a un servidor del Señor, lo reconozcan como un mercader de la fe, un predicador o músico que cobra costosas tarifas, un negociante o un mercenario disfrazado de apóstol. En los caminos del Señor, algo que daña radicalmente el trabajo apostólica es el amor al dinero. Cuidado con hacer promoción a la “diezmadera”, y también obviamente: hay que dar ejemplo de austeridad.

Por ahora los dejo con estos puntos. Oremos y animo! Dios los bendiga.

[Tomado del muro de Facebook de Felipe Gómez]

El misionero de los pies alados

El misionero de los pies alados

Por esas fechas le llegó [al franciscano fray Margil] nombramiento de rector del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro. La Orden franciscana no había elegido para ese importante cargo a un fraile lleno de diplomas y erudiciones, sino a un misionero que llevaba trece años «gastándose y desgastándose» por los indios (+2Cor 12,15). Todos lloraron en la despedida, fray Margil, fray Blas y los indios. En dos semanas, no se sabe cómo, con su paso acelerado, se llegó fray Margil a Santo Domingo de Chiapas, a unos 600 kilómetros. Y en diez días hizo a pie el camino de Oaxaca a Querétaro, que son unos 950 kilómetros….

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