Historia de las primera misiones católicas en Texas

El Colegio de Guadalupe, de Zacatecas, no había fundado todavía ninguna misión, y como fray Margil tenía licencia del Comisario franciscano para predicar en cualquier lugar de la Nueva España, eligió el norte. «Ya que este Colegio hasta ahora no ha podido tratar de infieles -escribía a comienzos de 1714-, será bueno que yo, como indigno negrito de mi ama de Guadalupe, pruebe la mano y Dios nuestro Señor obre».

Acercándose ya a los sesenta años, fray Margil estaba flaco y encorvado, sus pies eran feos y negros como los de los indios, y ya no caminaba ligero, como antes, pero conservaba entera su alegría y su afán misionero era cada vez mayor. Había fundado por ese tiempo en el real de Boca de Leones un hospital para misioneros de Zacatecas, y allí se estuvo, esperando irse a misionar a Texas, al norte.

Desde finales del siglo XVII, veinte años antes, misioneros de Querétaro y de Zacatecas -Massanet, Cazañas, Bordoy, Hidalgo, Salazar, Fontcuberta- habían misionado en el Nuevo Reino de León, en Cohauila, en Texas y Nuevo México. Pero aquellas misiones, tan costosamente plantadas, no acababan de prender, unas veces por lo despoblado de aquellos parajes, otras por los ataques de los indios, y también porque apenas llegaba allí el influjo de la autoridad civil española. Años hubo en que fray Francisco Hidalgo quedó solo, a la buena de Dios, e hizo varios viajes más allá del río de la Trinidad, cerca del actual Houston, para asegurar a los indios de las antiguas misiones de San Francisco y Jesús María, que ya pronto regresarían los padres.

En 1714, ciertas intromisiones del francés Luis de Saint Denis con veinticinco hombres armados, que se acercó hasta el presidio de San Juan Bautista, junto a río Grande, alarmaron a las autoridades virreinales de México, que por primera vez comprendieron el peligro de que se perdieran para la Corona española las provincias del norte y Texas. Se dispuso, pues, a comienzos de 1716, una expedición de veinticinco soldados con sus familias, al mando del capitán Domingo Ramón, que con la ayuda de misioneros de Querétaro y de Zacatecas, habrían de asentarse en cuatro misiones.

Los cinco frailes de la Santa Cruz -entre ellos el padre Hidalgo, aquél que se había quedado solo para asegurar a los indios el regreso de los frailes-, fueron conducidos por fray Isidro Félix de Espinoza, biógrafo de fray Margil. Y otros cinco religiosos del Colegio de Guadalupe partieron bajo la autoridad de fray Margil de Jesús. Formaban entre todos una gran caravana de setenta y cinco personas, frailes y soldados con sus mujeres y niños. En una larga hilera de carretas, y arreando más de mil cabezas de ganado, partieron todos hacia el norte, para fundar poblaciones misionales en Texas.

Cuando fray Margil, que salió más tarde, se reunión con ellos en julio de 1716, ya cuatro misiones habían sido fundadas en Texas, más allá del río de la Trinidad: San Francisco de Asís, la Purísima Concepción, Nuestra Señora de Guadalupe y San José, en las tierras de los indios nacoches, asinais, nacogdochis y nazonis. Fray Margil, con seis religiosos más, quedó todo el año 1716 en Guadalupe de los Nacogdochis. Y en 1717, durante el invierno, muy frío por aquellas zonas, salió fray Margil con otro religioso y el capitán Ramón hacia el fuerte francés de Natchitoches, a orillas del río Rojo, y allí fundaron dos misiones, San Miguel de Linares y Nuestra Señora de los Dolores.

Mientras que Ramón y el antes mencionado Saint Denis hacían negocios de contrabando y comerciaban con caballos texanos, los misioneros quedaron solos y hambrientos. Concretamente Fray Margil, en 1717, cuando murió el hermano lego que le acompañaba, llegó a estar solo con los indios en la misión de Los Dolores, solo y con hambre. Desayunaba, cuenta Espinoza, «un poco de maíz tostado y remolido. Al mediodía y por la noche volvía a comer maíz y tal vez algunos granos de frijol sazonados con saltierra, pues sal limpia pocas veces alcanzaba a las comidas.

Un día llegó en el que faltándole estos groseros alimentos, comió carne de cuervo. Y decía: «Como el oro en la hornilla prueba Dios a sus siervos. Si está con nosotros en la tribulación, ya no es tribulación, sino gloria»». La verdad es que fray Margil tenía allí mucho tiempo para orar, y después de tantos años de viajes y trabajos, vivía en la más completa paz, en el silencio de aquellos paisajes grandiosos. Así pasó dos años con ánimo excelente, que le llevaba a escribir: «Perseveremos hasta dar la vida en esta demanda como los Apóstoles… ¿Hay algo mejor?».

En 1719, las misiones de Zacatecas en Texas -Guadalupe, Los Dolores y San Miguel- y las que dependían de Querétaro -La Purísima, San Francisco y San José-, apenas podían subsistir, pues el Virrey no mandaba españoles que fundaran villas en la región. La guerra entre España y Francia había empeorado la situación, y el comandante francés de Natchitoches, Saint Denis, saqueó la misión de San Miguel.

Tuvieron, pues, que ser abandonadas las misiones, a pesar de que «los indios se ofrecían a poner espías por los caminos y avisar luego que supiesen venían marchando los franceses». Enterraron en el monte las campanas y todo lo más pesado, y se replegaron a la misión de San Antonio, hoy gran ciudad. Allí fray Margil no se estuvo ocioso, pues en 1720 fundó la misión de San José, junto al río San Antonio, que fue la más prospera de Texas.

Por fin en 1721 llegó una fuerte expedición española enviada por el gobernador de Coahuila y Texas, y los frailes pudieron hacer renacer todas sus misiones, una tras otra. Pero fray Margil, elegido guardián del Colegio misional de Zacatecas para el trienio 1722-1725, hubo de abandonar para siempre aquellas tierras lejanas, silenciosas y frías, en las que durante seis años había vivido con el Señor, sirviendo a los indios.

El final de un largo camino

Vuelto fray Margil a Zacatecas en 1722, hizo con el padre Espinoza, guardián de Querétaro, una visita al Virrey de México, para exponerle la situación de Texas y pedir ayudas más estables y consistentes. La ayuda de la Corona española a las misiones no era ya entonces lo que había sido en los siglos XVI y XVII, durante el gobierno de la Casa de Austria. Ahora, se quejaba Espinoza, diciendo: «como el principal asunto de los gobernadores y capitanes no es tomar con empeño la conversión de los indios, quieren que los padres lo carguen todo y que las misiones vayan en aumento sin que les cueste a ellos el menor trabajo». La visita al Virrey, que les acogió con gran cortesía, apenas valió para nada.

Fray Margil, aprovechando el viaje, predicó en México y en Querétaro. A mediados de 1725, con otro fraile, se retiró unos meses a la hacienda que unos amigos tenían cerca de Zacatecas. A sus sesenta y ocho años, estaba ya muy agotado y consumido, pero de todas partes le llamaban invitándole a predicar. Aún pudo predicar misiones en Guadalajara, en varios pueblos de Michoacán, en Valladolid.

A veces tuvo que viajar de noche y a caballo, pues los indios de día le salían al paso, con flores, música y cruz alzada, y no le dejaban ir adelante. En Querétaro tuvo un ataque y quedó insconciente una hora. Cuando volvió en sí, un amigo le preguntó si sentía lástima de dejar la actividad misionera. A lo que fray Margil contestó: «Si Dios quiere, sacará un borrico a la plaza y hará de él un predicador que convierta al mundo».

Ya muy enfermo, le llevaron al convento de México, para que allí recibiera mejores cuidados médicos. Fray Manuel de las Heras recibó su última confesión, y él mismo cuenta que, al quedar perplejo, viendo tan tenues faltas en tantos años de vida, fray Margil le dijo: «Si Vuestra Reverencia viera en el aire una bola de oro, que es un metal tan pesado, ¿pudiera persuadirse a que por sí sola se mantenía? No, sino que alguna mano invisible la sustentaba. Pues así yo, he sido un bruto, que si Dios no me hubiera tenido de su mano, no sé que hubiera sido de mí».

El padre las Heras, impresionado, siguió explorando delicadamente aquella conciencia tan santa, y pudo lograr alguna preciosa confidencia, como aquélla en la que fray Margil le dijo con toda humildad que «acabando de consagrar, parece que el mismo Cristo le respondía desde la hostia consagrada con las mismas palabras de la consagración, haciendo alusión al cuerpo del V. Padre: Hoc est Corpus Meum, favor que dicho Padre atribuía a que siempre había estado, o procurado estar, vestido de Jesucristo».

El 3 de agosto decía fray Margil: «¡Dispuesto está, Señor, mi corazón, dispuesto está!». Y el día 6 de agosto de 1726, día de su muerte y de su nacimiento definitivo, dijo: «Ya es hora de ir a ver a Dios».

Los pies benditos del evangelizador

La asistencia de la gente, que se acercaba a venerar en la sacristía de San Francisco los restos de fray Margil, fue tan cuatiosa que «hacía olas», y hubo de hacerse presente la guardia del palacio. Todos querían venerar aquellos pies sagrados de fray Margil, que -como escribió el Arzobispo de Manila, en unas exequias celebradas en México días más tarde- habían quedado «tan dóciles, tan tratables, tan hermosos sin ruga ni nota alguna. Pies que anduvieron tantos millares de leguas tan descalzos y fatigados en los caminos, tan endurecidos en los pedregales, tan quebrantados en las montañas, tan ensangrentados en los espinos… ¡Qué mucho que se conservasen hermosos pies que pisaron cuanto aprecia el mundo!».

En 1836 fueron declaradas heroicas las virtudes del Venerable siervo de Dios fray Antonio Margil de Jesús, cuyos restos reposan en La Purísima de la ciudad de México. Aquellas palabras de Isaías 52,7 podrían ser su epitafio:

«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del heraldo que anuncia la paz,
que trae la Buena Noticia!»


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.