La gravedad que puede darse en la burla o la mofa

La burla no se hace sino sobre algún mal o defecto. Ahora bien: si éste es grande, no hay que tomarlo por un juego, sino en serio. Por consiguiente, si se toma a juego o causa risa (de lo que proceden, en latín, los nombres de irrisión y diversión), es porque se considera ese mal como cosa insignificante. Mas puede considerarse un mal como pequeño de dos modos: primero, en sí mismo; segundo, por razón de la persona. Así, cuando alguien toma a juego o a risa el mal o el defecto de otra persona porque en sí es un mal pequeño, comete un pecado venial y leve por su naturaleza. Mas cuando se toma como pequeño ese mal por razón de la persona, como ocurre con los defectos de los niños y de los tontos, que solemos estimar en poco, entonces el que uno se burle o se ría implica menospreciar totalmente al prójimo y juzgarlo tan vil que no ha de inquietarse por su mal, sino que se le debe estimar como objeto de diversión. Y tomada así la burla, es pecado mortal, y aun más grave que la contumelia, porque el contumelioso parece tomar en serio el mal de otro; en cambio, quien se burla lo toma a risa, y así resulta mayor el desprecio y la deshonra.

Según todo esto, la burla es un pecado grave, tanto más grave cuanto mayor respeto se debe a la persona sobre quien recaiga la burla. Por consiguiente, la peor de todas es burlarse de Dios y de las cosas propias de El, según se dice en Is 37,23: ¿A quién has insultado y contra quién has alzado tu voz? Y luego añade: Contra el Santo de Israel. Viene en segundo lugar la burla contra los padres, por lo que dice Prov 30,17: El ojo del que hace burla de su padre y desprecia a la madre que le engendró será arrancado por los cuervos del torrente y comido por los hijos de las águilas. Ocupa en tercer lugar, por su gravedad, la burla que recae sobre los justos, porque el honor es el premio de la virtud. Y frente a esto se dice en Job 12,4: Es escarnecida la sencillez del justo. Esta burla es muy nociva, porque por ésta los hombres son impedidos de hacer el bien, según dice Gregorio: Hay quienes ven brotar el bien en las obras del prójimo y se apresuran a arrancarlo en seguida con mano de mortífera censura. (S. Th., II-II, q.75, a.2 resp.)


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De algunos pecados conexos con la difamación

Según el Apóstol, en Rom 1,32, son dignos de muerte no sólo los que cometen pecados, sino también los que aprueban a los que los cometen, lo cual puede acontecer de dos modos: primero, directamente, esto es, cuando uno induce a otro a pecar o se complace en el pecado; segundo, indirectamente, cuando no se impide pudiendo impedirlo, y esto sucede algunas veces no porque se complazca con el pecado, sino por cierto temor humano. Debe, pues, decirse que, si alguien escucha las difamaciones sin rechazarlas, parece que consiente con el detractor, y por ello se hace partícipe de su pecado. Si le induce a difamar o solamente se complace en la difamación por odio a aquel a quien se denigra, no peca menos que el detractor, y a veces peca más. De ahí que escriba Bernardo: No me resulta fácil decir cuál de estas dos cosas es más punible: difamar o escuchar al detractor. Pero si el que escucha no se complace en el pecado, sino que sólo por temor, negligencia e incluso, por cierta vergüenza, se abstiene de rechazar al detractor, peca ciertamente, pero mucho menos que el detractor, y la mayoría de las veces su pecado es venial. Puede, a veces, incurrirse también aquí en pecado mortal, ya porque a uno corresponda por su cargo corregir al detractor, ya por algún peligro consiguiente, ya por la raíz de aquella abstención, es decir, por el respeto humano, que puede ser algunas veces pecado mortal, como se ha expuesto (q.19 a.3). (S. Th., II-II, q.73, a.4 resp.)


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¿Hemos reparado suficientemente por nuestros pecados?

Fray Nelson, ¿cómo sabemos que nuestros pecados ya están reparados, si Dios ya está satisfecho? Hay miedo al purgatorio… –M.A.

* * *

¡Gran pregunta! Creo que conviene empezar por una aclaración sobre el concepto de “satisfacción.” No se trata exactamente de dejar satisfecho, entendido como “contento,” a Dios, sino más bien de reparar, según el orden de la justicia, lo que ha sido dañado por nuestro pecado. Es ese orden el que requiere restauración pero debe quedar claro que nuestras faltas no disminuyen a Dios, ni su gloria ni su felicidad.

En todo caso, la pregunta es válida porque la reparación por nuestros pecados es un deber propio de una conciencia que ama y respeta a Dios. Entonces la cuestión es averiguar si podemos saber si esa reparación es suficiente o no.

La verdad es que en estas cosas no podemos aspirar a una certeza del 100%. Es como preguntar si una persona puede estar TOTALMENTE segura de que se va a salvar. Con excepción de dones muy especiales que Dios puede conceder–y ha concedido–no es algo que uno pueda conocer del todo. Lo que uno puede tener es lo que suele llamarse una “certeza moral.” ¿En qué consiste?

Partimos de la base de la presencia de Dios–la voz de Dios–en nuestra conciencia moral. Si la conciencia se ha formado, y puede recordar con paz y sin extremismos el pasado, incluyendo los pecados cometidos, es posible que se haya realizado una reparación suficiente. Debemos entender, sin embargo, que en esa reparación lo principal es la caridad y su intención porque detener todas las consecuencias de todos nuestros pecados es completamente imposible.

Así que el resumen es: conciencia formada; examen del pasado; sensación estable de paz en la humildad, repetida varias veces y en diversas circunstancias. Si todo ello se da, es razonable considerar que la reparación ha cumplido su propósito.

¿Peca el abogado si defiende una causa injusta?

A todo el mundo es ilícito cooperar a la realización del mal, ya sea por el consejo, ya por la ayuda o consintiendo de cualquier otra forma, puesto que el que aconseja y el que ayuda es en cierto modo autor; y el Apóstol, en Rom 1,32, escribe que son dignos de muerte no sólo los que cometen pecado, sino los que prestan su consentimiento a los que lo cometen. Por eso ya hemos dicho (q.62 a.7) que todos ellos están obligados a la restitución. Ahora bien: es evidente que el abogado presta auxilio y consejo a la persona cuya causa patrocina; luego si a sabiendas defiende una causa injusta, peca sin duda gravemente y está obligado a restituir a la otra parte el daño que en contra de la justicia, por medio de su ayuda, sufre esa parte; pero, si por ignorancia defiende una causa injusta, creyendo que es justa, se excusa en la medida en que puede ser excusable su ignorancia. (S. Th., II-II, q.71, a.3 resp.)


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¿Están los abogados obligados a defender particularmente a los pobres?

Ya que pertenece a las obras de misericordia ejercer la defensa en la causa de los pobres, debe repetirse igualmente aquí lo que también se ha dicho antes (q.32 a.5.9) acerca de las demás obras de misericordia. Nadie, en efecto, es lo suficientemente capaz de satisfacer con sus obras de misericordia las necesidades de todos los indigentes; y por eso, según escribe Agustín en I De doctr. christ., como no puedes ser útil a todos, debes socorrer principalmente a aquellos que por las circunstancias del lugar, tiempo o cualquier otra cosa te estén, por cierta razón del destino, más estrechamente ligados. Dice: circunstancias de lugar, porque el hombre no tiene obligación de buscar por el mundo indigentes a quienes socorrer, sino que le es suficiente si a aquellos que se le presentan les hace obras de misericordia. Por esto se prescribe en Ex 23,4: Si encontrares el buey o el asno de tu enemigo perdido, recondúcelo a él. Y añade: circunstancias de tiempo, por cuanto el hombre no está obligado a proveer a las futuras necesidades de otro, sino que es suficiente si socorre la necesidad presente; por lo cual se dice 1 Jn 3,17: Si alguien viere a su hermano sufrir necesidad y le cerrare sus entrañas, ¿cómo residirá la caridad de Dios en él? Y, finalmente, dice: o cualquier otra cosa, porque el hombre debe prestar atención preferentemente a los que por cualquier vínculo le están unidos, según la frase de 1 Tim 5,8: Si alguien no tiene cuidado de los suyos, y principalmente de los de su familia, ha renegado de la fe.

Sin embargo, aun concurriendo estas circunstancias, queda por considerar si el indigente sufre tan gran necesidad, que no se vislumbre de inmediato cómo se le puede socorrer de otro modo; y en tal caso se está obligado a hacer con él una obra de misericordia. Pero, si está a la vista cómo se le puede socorrer de distinto modo, ya el pobre por sí mismo, ya por una persona más allegada a él o que tenga más recursos, no se está necesariamente obligado a socorrer al indigente de modo que se cometa un pecado al no hacerlo; a pesar de que, si se le socorriera sin hallarse en tal necesidad, se obraría laudablemente.

Por consiguiente, el abogado no siempre tiene el deber de ejercitar su defensa en la causa de un pobre, sino solamente cuando concurran las predichas condiciones. De lo contrario, tendría que abandonar todos los demás asuntos y consagrarse exclusivamente a proteger las causas de los pobres. Lo mismo hay que decir del médico respecto de la curación de los enfermos pobres. (S. Th., II-II, q.70, a.4 resp.)


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¿En qué consiste la gravedad de quien da falso testimonio en un proceso?

El falso testimonio encierra una triple deformidad: primera, por el mismo perjurio, puesto que los testigos no son admitidos sino después de haber jurado, y por este concepto siempre es pecado mortal. Segunda, por la violación de la justicia, y en este aspecto es pecado mortal en su género, como lo es también cualquier injusticia, por cuya razón en un precepto del decálogo se prohibe el falso testimonio bajo esta forma, cuando se dice en Ex 20,16: No pronunciarás falso testimonio contra tu prójimo, porque no obra contra una persona el que le impide cometer una injusticia, sino solamente el que le priva de su justo derecho. Y tercera, por la misma falsedad, en cuanto que toda mentira es pecado; bajo este aspecto, el falso testimonio no siempre es pecado mortal. (S. Th., II-II, q.70, a.4 resp.)


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¿Es lícito robar en estado de necesidad?

Las cosas que son de derecho humano no pueden derogar el derecho natural o el derecho divino. Ahora bien: según el orden natural instituido por la divina providencia, las cosas inferiores están ordenadas a la satisfacción de las necesidades de los hombres. Por consiguiente, por la distribución y apropiación, que procede del derecho humano, no se ha de impedir que con esas mismas cosas se atienda a la necesidad del hombre. Por esta razón, los bienes superfluos, que algunas personas poseen, son debidos por derecho natural al sostenimiento de los pobres, por lo cual Ambrosio, y en el Decreto se consigna también, dice: De los hambrientos es el pan que tú tienes; de los desnudos, las ropas que tú almacenas; y es rescate y liberación de los desgraciados el dinero que tú escondes en la tierra. Mas, puesto que son muchos los que padecen necesidad y no se puede socorrer a todos con la misma cosa, se deja al arbitrio de cada uno la distribución de las cosas propias para socorrer a los que padecen necesidad. Sin embargo, si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con aquello que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas, ya manifiesta, ya ocultamente. Y esto no tiene propiamente razón de hurto ni de rapiña. (S. Th., II-II, q.66, a.7 resp.)


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El hurto, ¿es siempre pecado?

Si se considera la naturaleza del hurto, se hallarán en él dos razones de pecado: una, por la oposición a la justicia, que da a cada uno lo suyo, y en este sentido el hurto quebranta la justicia en cuanto que consiste en la sustracción de cosa ajena; otra, por razón de engaño o fraude que comete el ladrón, usurpando ocultamente y como por insidias la cosa ajena. Por tanto, es evidente que todo hurto es pecado. (S. Th., II-II, q.66, a.5 resp.)


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¿Es lícito a alguien poseer una cosa como propia?

Acerca de los bienes exteriores, dos cosas le competen al hombre. La primera es la potestad de gestión y disposición de los mismos, y en cuanto a esto, es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es también necesario a la vida humana por tres motivos: primero, porque cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo que es común a todos o a muchos, puesto que cada cual, huyendo del trabajo, deja a otros el cuidado de lo que conviene al bien común, como sucede cuando hay multitud de servidores; segundo, porque se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses; sin embargo, reinaría confusión si cada cual se cuidara de todo indistintamente; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está contento con lo suyo. De ahí que veamos que entre aquellos que en común y pro indiviso poseen alguna cosa se suscitan más frecuentemente contiendas.

En segundo lugar, también compete al hombre, respecto de los bienes exteriores, el uso de los mismos; y en cuanto a esto no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás. Por eso dice el Apóstol, en 1 Tim 7,18: Manda a los ricos de este siglo que den y repartan con generosidad sus bienes. (S. Th., II-II, q.66, a.2 resp.)


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¿Es natural al hombre la posesión de bienes exteriores?

Las cosas exteriores pueden considerarse de dos maneras: una, en cuanto a su naturaleza, la cual no está sometida a la potestad humana, sino solamente a la divina, a la que obedecen todos los seres; otra, en cuanto al uso de dichas cosas, y en este sentido tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos, como se ha expuesto anteriormente (q.64 a.1); y con este razonamiento prueba el Filósofo, en I Polit., que la posesión de las cosas exteriores es natural al hombre. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su razón, en la que reside la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre, relatada en Gén 1,26, donde se dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga dominio sobre los peces del mar, etc. (S. Th., II-II, q.66, a.1 resp.)


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¿Es natural al hombre la posesión de bienes exteriores?

Las cosas exteriores pueden considerarse de dos maneras: una, en cuanto a su naturaleza, la cual no está sometida a la potestad humana, sino solamente a la divina, a la que obedecen todos los seres; otra, en cuanto al uso de dichas cosas, y en este sentido tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos, como se ha expuesto anteriormente (q.64 a.1); y con este razonamiento prueba el Filósofo, en I Polit., que la posesión de las cosas exteriores es natural al hombre. Este dominio natural sobre las demás criaturas, que compete al hombre por su razón, en la que reside la imagen de Dios, se manifiesta en la misma creación del hombre, relatada en Gén 1,26, donde se dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y tenga dominio sobre los peces del mar, etc. (S. Th., II-II, q.66, a.1 resp.)


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Un homicidio involuntario, ¿puede llegar a ser pecado mortal?

Según el Filósofo, en II Physic., el azar o accidente es una causa que obra fuera de la intención. Por ello las cosas fortuitas, absolutamente hablando, no son ni intencionadas ni voluntarias; y puesto que todo pecado es voluntario, según Agustín, dedúcese que las cosas fortuitas, consideradas como tales, no son pecados. No obstante, sucede, a veces, que algo que no se quiere o intenta en el acto y por sí mismo, está en la voluntad o en la intención accidentalmente, en cuanto se llama causa accidental la que remueve los obstáculos. Por consiguiente, el que no evita las causas de las que se sigue el homicidio si debe evitarlas, será culpable en cierto modo de homicidio voluntario.

Y esto sucede de dos maneras: primera, cuando alguien, ocupándose en cosas ilícitas que debía evitar, comete un homicidio; segunda, cuando no pone de su parte el debido cuidado. Por esto, con arreglo al derecho, si uno se ocupa en cosas lícitas poniendo el debido cuidado, y, sin embargo, de su actuación se sigue la muerte de un hombre, no es culpable de homicidio. Mas si se hubiese empleado en cosas ilícitas, o aun en cosas lícitas, pero sin poner la diligencia debida, no evita el reato de homicidio si de su operación se sigue la muerte de un hombre. (S. Th., II-II, q.64, a.8 resp.)


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¿Es lícito matar en defensa propia? ¿Qué dice la teología?

Nada impide que de un solo acto haya dos efectos, de los cuales uno sólo es intencionado y el otro no. Pero los actos morales reciben su especie de lo que está en la intención y no, por el contrario, de lo que es ajeno a ella, ya que esto les es accidental, como consta de lo expuesto en lugares anteriores (q.43 a.3; 1-2 q.72 a.1). Ahora bien: del acto de la persona que se defiende a sí misma pueden seguirse dos efectos: uno, la conservación de la propia vida; y otro, la muerte del agresor. Tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada. No es, pues, necesario para la salvación que el hombre renuncie al acto de defensa moderada para evitar ser asesinado, puesto que el hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena. (S. Th., II-II, q.64, a.7 resp.)


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LA GRACIA 2021/07/16 Justicia y misericordia de Dios

El sacrificio pascual es la expresión de la justicia de Dios que no deja sin castigo al pecado y a la vez es la expresión de su misericordia que a pesar de nuestra culpa no quiere que haya muerte entre nosotros.

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¿Sabemos bien qué es la acepción de personas?

La acepción de personas se opone a la justicia distributiva, pues la igualdad de ésta consiste en dar cosas diversas a diversas personas, proporcionalmente a sus respectivas dignidades. Por eso, si uno considera aquella propiedad de la persona por la cual lo que le confiere le es debido, no habrá acepción de personas, sino de causas; por eso la Glosa, sobre aquello de Ef 6,9: Para con Dios no hay acepción de personas, dice que el juez justo discierne las causas, no las personas. Por ejemplo, si uno promueve a otro al magisterio por la suficiencia de su saber, al hacerlo atiende a la causa debida y no a la persona; pero si uno considera en aquel a quien confiere algo no aquello por lo cual lo que se le otorga le sería proporcionado o debido, sino solamente que es tal hombre, Pedro o Martín, hay ya aquí una acepción de personas, puesto que no se le concede algo por una causa que le haga digno, sino que simplemente se atribuye a la persona.

Al concepto de persona se vincula cualquier condición que no constituya causa por la cual uno sea digno de un don determinado; así, si uno promueve a alguien a una prelacía o al magisterio porque es rico o porque es su pariente, hay acepción de personas. Acontece, sin embargo, que una cualidad de la persona hace digna a ésta respecto de una cosa y no respecto de otra, como la consanguinidad hace a uno digno de que se le instituya heredero del patrimonio, mas no de que se le confiera una prelacía eclesiástica. Por tanto, la misma condición de la persona, considerada en un caso determinado, produce acepción de personas, mas en otro caso esto no ocurre.

Luego, de este modo, es evidente que la acepción de personas se opone a la justicia distributiva en cuanto se obra contra la proporción debida. Y como nada se opone a la virtud sino el pecado, concluiremos que la acepción de personas es pecado. (S. Th., II-II, q.63, a.1 resp.)


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