San Severino, Predicador.-
Murió el 9 de enero del año 482, pronunciando la frase final del último Salmo de la Santa Biblia: “Todo ser que tiene vida, alabe al Señor” ( véase Salmo 150,6).
Había nacido en Roma en el año 410. Es Patrono de Viena, Austria, y de Baviera, Alemania. La biografía del Santo la escribió su discípulo Eugipio.
A nadie decía que era de Roma, la capital del mundo en ese entonces, ni que provenía de una familia noble y rica. Pero, el perfecto modo de hablar el latín y sus exquisitos modales y trato finísmo, lo delataban.
San Severino tenía el don de profecía y el de consejo, dos preciosos dones que el Espíritu Santo regala a quienes le rezan con mucha fe.
Se fue de misión a las orillas del río Danubio en Austria. Le anunció a las gentes de la ciudad de Astura, que si no dejaban sus vicios, si no se dedicaban a orar más y a hacer sacrificios, iban a sufrir un gran castigo.
Nadie le hizo caso, y por tanto, él, declarando que no se hacía responsable de la mala voluntad de esas cabezas tan duras, se fue a la ciudad de Cumana.
Pocos días después, llegaron los terribles “hunos”, bárbaros de Hungría, y destruyeron totalmente la ciudad de Astura, matando a casi todos sus habitantes.
En Cumana, Severino anunció que esa ciudad también iba a recibir castigos si la gente no se convertía. Al principio nadie le hacía caso.
Pero, luego llegó un prófugo que había logrado huir de Astura y les dijo: “Nada de lo terrible que nos sucedió en mi ciudad habría ocurrido, si le hubiéramos hecho caso a los consejos de este Santo. Él se esforzó por liberarnos, mas nosotros no quisimos dejarnos ayudar”.
De ahí que las gentes se fueran a los templos a orar, cerraran las cantinas, empezaran a portarse mejor y a hacer pequeños sacrificios. Cuando ya los bárbaros estaban llegando, un tremendo terremoto los hizo salir huyendo y no entraron a destruir Cumana.
En Faviana, una ciudad que quedaba junto al Danubio, había mucha carestía porque la nieve no permitía llegar barcos con comestibles.
San Severino advirtió de castigos del Cielo a los que habían guardado alimentos en gran cantidad, si no los distribuían. Ellos le hicieron caso y los repartieron.
Entonces, el Santo, acompañado del pueblo, se puso a orar. El hielo del río Danubio se derritió, facilitando el arribo de barcos con provisiones.
Su discípulo preferido, Bonoso, sufría de un mal de ojos. San Severino curaba milagrosamente a muchos enfermos. Sin embargo, a su discípulo no lo quiso curar, porque le decía: “Enfermo puedes llegar a ser santo. Pero si estás muy sano, te vas a perder.” Y por 40 años sufrió Bonoso este mal, llegando a buen grado de santidad.
El Santo iba repitiendo por todas partes aquella frase de la Santa Biblia: “Para los que hacen el bien, habrá gloria, honor y paz. Pero, para los que hacen el mal, la tristeza y castigos vendrán” ( véase Carta a los Romanos 2,7-10).
Y anunciaba que no es cierto lo que se imaginan muchos pecadores: “He pecado y nada malo me ha pasado”, pues, todo pecado trae castigos del Cielo. Esto detenía a muchos, impidiéndoles seguir por el camino del vicio y del mal.
San Severino era muy inclinado, por temperamento, a vivir en retiro, orando. Por eso, durante 30 años fue fundando Monasterios. No obstante, las inspiraciones del Cielo le mandaban irse a las multitudes a predicar penitencia y conversión.
Buscando pecadores para sanar, recorría aquellas inmensas llanuras de Austria y Alemania, siempre descalzo aunque estuviera andando sobre las más heladas nieves, sin comer nada antes de que se ocultara el sol cada día.
Reuniendo multitudes para predicarles la penitencia, la necesidad de ayudar al pobre y sanando enfermos, despertaba en sus oyentes una gran confianza en Dios y un serio temor a ofenderle.
Vestía siempre una túnica desgastada y vieja. No dejaba de ser venerado y respetado por cristianos y bárbaros, pobres y ricos, porque todos lo consideraban un verdadero Santo.
Se encontró con Odoacro, un pequeño reyezuelo, y le dijo proféticamente: “Hoy te vistes simplemente con una piel sobre el hombro. Pronto repartirás entre los tuyos los lujos de la capital del mundo”. Y así sucedió. Odoacro con sus hérulos, conquistó Roma, y por cariño a San Severino, respetó el cristianismo y lo apoyó.
Cuando Odoacro desde Roma le mandó ofrecer toda clase de regalos y de honores, el Santo lo único que le pidió fue que respetara la religión y que a un pobre hombre que habían desterrado injustamente, le concediera la gracia de poder volver a su patria y a su familia. Así se hizo.
Giboldo, rey de los bárbaros alamanos, pensaba destruir la ciudad de Batavia. San Severino le rogó por la ciudad, y el rey bárbaro la perdonó, debido al extraordinario aprecio que le tenía a la santidad de este hombre.
En otra ciudad predicó la necesidad de hacer penitencia. La gente le replicaba, que en vez de enseñarles a hacer penitencia, les ayudara a comerciar con otras ciudades.
Él les respondió: “¿Para qué comerciar, si esta ciudad se va a convertir en un desierto a causa de la maldad de sus habitantes?”. Luego, se alejó de la población. Poco después, llegaron los bárbaros y destruyeron el lugar, matando a mucha gente.
A Tulnman llegó una terrible plaga que destruía todos los cultivos. La gente acudió a San Severino, quien les dijo: “El remedio es orar, dar limosnas a los pobres y hacer penitencia”.
Toda la gente se fue al templo a orar con él, menos un hacendado que se quedó en su campo por pereza de ir a rezar. A los tres días la plaga se había ido de todas las demás fincas, menos de la del hacendado perezoso, el cual vio devorada por plagas toda la cosecha de ese año.
Kuntzing es una ciudad a orillas del Danubio. Este río hacía grandes destrozos a causa de las inundaciones y mucho daño al templo católico que estaba construido al borde de las aguas.
El Santo llegó, colocó una gran Cruz en la puerta de la iglesia, y dijo al Danubio: “No te dejará mi Señor Jesucristo que pases del sitio donde está su Santa Cruz”. El río obedeció, y jamás volvieron a correr sus crecientes más allá del lugar donde estaba la Cruz puesta por Severino.
El 6 de enero del año 482, fiesta de la Epifanía, sintió que se iba a morir. Llamó entonces a las autoridades civiles de la ciudad y les manifestó: “Si quieren tener la bendición de Dios, respeten mucho los derechos de los demás. Ayuden a los necesitados y esmérense por auxiliar lo máximo posible a los monasterios y templos”. Entonando el Salmo 150, murió el 8 de enero.
Seis años más tarde, al extraer los restos, lo encontraron incorrupto como si estuviera recién enterrado. Y levantándole los párpados, notaron que sus bellos ojos azules brillaban, pareciendo estar solamente dormido.
Sus restos han sido venerados en Nápoles por muchos siglos. Todavía se conserva en uno de los Conventos de Austria fundados por él, la celda donde el Santo pasaba horas y horas orando por la conversión de los pecadores y la paz del mundo.
“Señor Jesús, que no nos suceda nunca ser castigados por la justicia Divina como aquellos pueblos que no quisieron escuchar la invitación de San Severino a convertirse”.
“Recuérdanos la frase de la Biblia: “Hoy sí escucháis la voz de Dios. No endurezcáis vuestro corazón” ( véase Salmo 95,7-8 )”.
“Que escuchemos siempre a los Profetas que nos llaman a la conversión y que dejando nuestra mala vida pasada, salvemos nuestra alma”.
Amén.