Hay que enseñar a la gente a trabajar -sin exagerar la preparación: “hacer” es también formarse-, y a aceptar de antemano las imperfecciones inevitables.
No te fíes nunca sólo en la organización.
El buen pastor no necesita atemorizar a sus ovejas: semejante comportamiento es propio de los malos gobernantes. Por eso, a nadie le extraña que acaben odiados y solos.
El buen gobierno no ignora la flexibilidad necesaria, sin caer en la falta de exigencia.