Hace dos años mi madre partió de esta tierra. El extraño silencio que dejan los que parten hace que sus voces y memorias permanezcan como eco profundo, que a veces despierta una forma nueva de conciencia, como una puerta hacia una realidad que no podemos comprender.
Al mismo tiempo, al no poder conectar su presencia real con ningún sitio, ni siquiera con la bella y humilde tumba donde reposan sus restos, uno va descubriendo otro modo de presencia. Es una certeza preciosa, localizable sólo en las coordenadas del alma, como el afecto que puede sentir el niño en el colegio aunque no vea a la mamá, que está en casa.
Esto que describo no tiene nada que ver con el espiritismo. La invocación de muertos es una especie de rebeldía ante el hecho de la muerte; es un querer someter a los difuntos a los ritmos de nuestra vida obligada al reloj y al tiempo. Cuando uno sabe de Dios como Dueño único, sabio, poderoso y amoroso de los misterios de la muerte y de la vida, entiende también que no hay sentido en esa rebeldía y que sólo el lazo del amor, en que cabe la intercesión, ni más faltaba, nos une con los que ya fallecieron.
¿Qué aprendí de mi madre? ¿Qué respuesta puedo yo decir después de más de 700 días sin verla ni escucharla?
1. Nada tan elocuente como el silencio. Mamá fue confidente de muchos amigos y amigas. Su discreción, su caridad, su absoluta lealtad con cada persona, hicieron de ella un instrumento eficaz del Don de Consejo. De sus oídos, a su corazón, y de ahí, a la plegaria. Ella trató la intimidad de cada persona como algo sagrado que sólo puede ser tomado con los paños limpios de la plegaria.
2. El heroísmo del día a día. La lista de renuncias de mi madre es muy larga para escribirla aquí, y quizás ofendería su modestia si diera detalles. Lo que nos queda claro es que se olvidó de sí misma. Dio la vida. Nunca responsabilizó a nadie de haber tomado esa decisión. Nunca le escuché quejarse de haberse decidido a amar en esas dimensiones.
3. La fuerza de la constancia en la piedad. Su vida de fe fue sobria pero no le faltaba fuego. Con sencillez de niña, decía, ya bien pasados los 70 años de edad: “Yo todo lo resuelvo con la oración.” Era algo que podíamos ver. Algo que quedó registrado en sus arrugados libros y desgastadas páginas de sus novenas y devociones preferidas.
4. Saberse distinto te recuerda que eres como los demás. ¡También ellos son distintos! Yo vi crecer espiritualmente a mi madre. Como se dice de Jesús en la infancia, ella no sólo aumentaba años, sino también gracia y sabiduría. Su palabra sabía volverse inesperadamente caritativa cuando tenía que referirse a pecados o faltas de otras personas. En una ocasión tenía que decir algo sobre una mujer casquivana que yo también conocía. Mi madre simplemente comentó: “Sólo Dios sabe cuánta pasión le ha dado a cada uno; sólo Él podrá juzgarla.”
5. Escoge bien tus batallas. Convivir no es fácil; pero puede volverse imposible si uno hace de cada diferencia un conflicto, y de cada conflicto una historia de recriminaciones. Mamá cultivó el arte delicado de escoger qué era esencial y qué no lo era a la hora de convivir con mi padre, siendo ellos tan distintos en tantas cosas. Al final, ambos lograron que un núcleo sustancial de valores tomara raíz en nosotros los hijos, y sobre todo: que aprendiéramos a aceptarnos y querernos mutuamente.
6. Aprende pronto el arte de la conversación. “¡Nunca se les acaba el tema!” comentó divertido mi hermano mayor, al ver que a altas horas de la noche, si ambos estaban despiertos, casi con seguridad estaban conversando. La psicología más sana, la más sencilla, y la más real, enseña esto: la pasión física declina; la belleza se marchita; las metas económicas o laborales pasan al final a segundo o tercer plano; lo decisivo es saber estar con el otro. Y mi madre lo sabía.
7. No dejes pasar un día sin una buena risa. Música que podrán extrañar mis oídos hasta que muera es el sonido de su risa gozosa, espontánea, transparente como su alma grande. No sé quién enseñó a mi madre que el verdadero sabio nunca se toma demasiado en serio. Fue de las lecciones que mejor practicó mientras la conocí.
8. No te devuelvas: la vida no tiene retornos. Le pregunté una vez a mi madre si querría volver a vivir alguna época de su vida. Pensó sólo un instante y sonriendo comentó: “Cada etapa la viví muy bien; lo suficiente. No tengo necesidad de regresar.” por eso sé que si le preguntara si quiere que nos reunamos me diría: “¡Claro! Pero no que yo vaya allá; ¡vengan ustedes acá!”