Resumen de la historia de la Virgen de Guadalupe

Aparicion de GuadalupeUn sábado de 1531 a principios de diciembre, un indio llamado Juan Diego, iba muy de madrugada del pueblo en que residía a la ciudad de México a asistir a sus clases de catecismo y a oír la Santa Misa. Al llegar junto al cerro llamado Tepeyac amanecía y escuchó una voz que lo llamaba por su nombre.

Él subió a la cumbre y vio a una Señora de sobrehumana belleza, cuyo vestido era brillante como el sol, la cual con palabras muy amables y atentas le dijo: “Juanito: el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen. Ve donde el Señor Obispo y dile que deseo un templo en este llano. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo”.

De regresó a su pueblo Juan Diego se encontró de nuevo con la Virgen María y le explicó lo ocurrido. La Virgen le pidió que al día siguiente fuera nuevamente a hablar con el obispo y le repitiera el mensaje. Esta vez el obispo, luego de oir a Juan Diego le dijo que debía ir y decirle a la Señora que le diese alguna señal que probara que era la Madre de Dios y que era su voluntad que se le construyera un templo.

De regreso, Juan Diego halló a María y le narró los hechos. La Virgen le mandó que volviese al día siguiente al mismo lugar pues allí le daría la señal. Al día siguiente Juan Diego no pudo volver al cerro pues su tío Juan Bernardino estaba muy enfermo. La madrugada del 12 de diciembre Juan Diego marchó a toda prisa para conseguir un sacerdote a su tío pues se estaba muriendo. Al llegar al lugar por donde debía encontrarse con la Señora prefirió tomar otro camino para evitarla. De pronto María salió a su encuentro y le preguntó a dónde iba.

Aparicion de Guadalupe

El indio avergonzado le explicó lo que ocurría. La Virgen dijo a Juan Diego que no se preocupara, que su tío no moriría y que ya estaba sano. Entonces el indio le pidió la señal que debía llevar al obispo. María le dijo que subiera a la cumbre del cerro donde halló rosas de Castilla frescas y poniéndose la tilma, cortó cuantas pudo y se las llevó al obispo.

Una vez ante Monseñor Zumarraga Juan Diego desplegó su manta, cayeron al suelo las rosas y en la tilma estaba pintada con lo que hoy se conoce como la imagen de la Virgen de Guadalupe. Viendo esto, el obispo llevó la imagen santa a la Iglesia Mayor y edificó una ermita en el lugar que había señalado el indio.

Pio X la proclamó como “Patrona de toda la América Latina”, Pio XI de todas las “Américas”, Pio XII la llamó “Emperatriz de las Américas” y Juan XXIII “La Misionera Celeste del Nuevo Mundo” y “la Madre de las Américas”.

La imagen de la Virgen de Guadalupe se venera en México con grandísima devoción, y los milagros obtenidos por los que rezan a la Virgen de Guadalupe son extraordinarios.

[Tomado de Aciprensa.]

Fray Gerónimo de Mendieta (1525-1604)

Este vasco de Vitoria, nacido en 1525, fue el menor de los cuarenta hijos que su padre tuvo en sus tres legítimos matrimonios. Ingresó en los franciscanos de Bilbao, y en 1554 pasó a la Nueva España, donde aprendió el náhuatl con asombrosa rapidez. En México permaneció más de sesenta años, y fue guardián del convento de Tlaxcala y de otros importantes conventos franciscanos, como Toluca y Xochimilco. Fue también varios años secretario e intérprete del Comisiario General franciscano.

En 1574 recibió del Padre General el encargo de componer una historia de la orden en México, y partiendo de sus propios conocimientos y de los escritos de autores como Motolinía, Olmos y Sahagún, alcanzó a culminar su grandiosa Historia eclesiástica indiana poco antes de morir santamente en San Francisco de México, en 1604, a los setenta y nueve años de edad. Su obra, muy cuidadosa y exacta, se caracteriza por la profundidad de su sentido religioso e histórico, y está llena de graciosa amenidad.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Bernardino de Sahagún (+1590)

Nacido en Sahagún, en la leonesa Tierra de Campos, hacia el 1500, Bernardino Ribeira estudió en Salamanca, donde se hizo franciscano. En 1529 llegó a Nueva España, y fray Juan de Torquemada nos da de él un dato curioso: «Era este religioso varón de muy buena persona, y rostro, por lo cual, cuando mozo, lo escondían los religiosos ancianos de la vista común de las mujeres» (+Oltra, Sahagún 28). Quizá esto favoreció su vocación de estudioso investigador.

De él dice Mendieta: «Fue fray Bernardino religioso muy macizo cristiano, celosísimo de las cosas de la fe, deseando y procurando que ésta se imprimiese muy de veras en los nuevos convertidos. Amó mucho el recogimiento y continuaba en gran manera las cosas de la religión, tanto que con toda su vejez nunca se halló que faltase a maitines y de las demás horas. Era manso, humilde, pobre, y en su conversación avisado y afable con todos… En su vida fue muy reglado y concertado, y así vivió más tiempo que ninguno de los antiguos, porque lleno de buenas obras, murió de edad de más de noventa años» (V,41). Sahagún fue guardián de varios conventos, pero, por mandato, se dedicó especialmente al estudio sistemático de la historia y religión, lengua y costumbres de los indígenas.

De entre sus escritos descuella la Historia general de las cosas de la Nueva España, verdadero monumento etnográfico, compuesto de doce libros, que apenas tiene precedentes comparables en ninguna lengua. Sahagún fue, a juicio de Mendieta, el más experto de todos en la lengua náhuatl (IV,44), y su sistema de trabajo, ya iniciado en parte por fray Andrés de Olmos, era estrictamente científico y metódico. El mismo Sahagún explica cómo reunía una decena de hombres principales, «escogidos entre todos, muy hábiles en su lengua y en las cosas de sus antigüallas, con los cuales y con cuatro o cinco colegiales todos trilingües», elaboraba incansablemente detallados informes en lengua náhuatl, continuamente revisados por sus mismos informantes (Prólogo). La obra pasó por tres etapas de elaboración que se terminaron en Tepeapulco (1560), en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco (1562) y finalmente en la redacción definitiva, tras un largo recogimiento en México (1566) (Ricard 113). Sahagún se ocupó de preparar su magna Historia general a dos columnas, en náhuatl y castellano, pero su obra, al quedar inédita por diversas contrariedades, apenas fue conocida por los misioneros contemporáneos y posteriores. Una copia manuscrita del XVI fue hallada en el convento franciscano de Tolosa en 1779, y sólo en 1830, en México, fue impresa en castellano.

Los escritos de fray Bernardino de Sahagún, con todas sus descripciones minuciosas de aquel mundo indígena fascinante, están siempre orientados por la solicitud apostólica.

En primer lugar pretende favorecer el trabajo de los misioneros, pues «el médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que primero conozca de qué humor o de qué causa procede la enfermedad… y los predicadores y confesores médicos son de las almas»; y sin embargo, hay predicadores que excusan cosas graves pensando que «son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde salen, que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se lo preguntar, ni aun lo entenderán aunque se lo digan». En segundo lugar, pretende Sahagún revalorizar la cultura indígena mexicana, pues estos indios «fueron tan atropellados y destruidos ellos y todas sus cosas, que ningua apariencia les quedó de lo que eran antes. Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate, como según verdad en las cosas de política echan el pie delante a muchas otras naciones que tienen gran presunción de políticos, sacando fuera algunas tiranías que su manera de regir contenía». Por todo ello fray Bernardino compuso esta obra, que «es para redimir mil canas, porque con harto menos trabajo de lo que aquí me cuesta podrán los que quisieren saber en poco tiempo muchas de sus antiguallas y todo el lenguaje desta gente mexicana» (Prólogo).

A juicio de Jiménez Moreno, «el P. Sahagún emprendió por primera vez en la historia del mundo la más completa investigación etnográfica de pueblo alguno, mucho antes de que el mismo Lafitau (generalmente considerado como el primer gran etnógrafo) escribiera su notabilísima obra sobre las costumbres de los iroqueses, que tanto admiran los sabios» (+Trueba, Retablo 15-16).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Andrés de Olmos (+1571)

No hemos de cerrar este capítulo sin hacer breve memoria de algunos otros franciscanos realmente memorables (+ Trueba, Retablo franciscano). Nacido a fines del XV en un pueblo de Burgos, estudió en Valladolid, donde llegó a ser catedrático de derecho canónico. Dejando su cátedra, se hizo franciscano, y cuando fray Juan de Zumárraga, guardián del convento de Abrojo, fue designado Arzobispo de México, se llevó consigo en 1528 a fray Andrés de Olmos, fraile de su convento. Cuarenta y tres años pasó éste evangelizando y enseñando en la Nueva España, y mostró unas dotes prodigiosas para las lenguas indígenas. Escribió muchas obras en varias lenguas indígenas.

«Compuso un Arte en lengua mexicana [primera gramática náhuatl, de 1547], y escribió en el mismo idioma… Libro de los siete sermones, Tratado de los Sacramentos y Tratado de los sacrílegos. En lengua huasteca, una gramática, un vocabulario y una doctrina cristiana. En totonaca, un arte y un vocabulario. Además de éstos, compuso otros muchos» (Trueba, Retablo 38). En náhuatl escribió un auto titulado El Juicio Final, que fue representado -a juicio de Las Casas, perfectamente- por 800 indios.

«Fray Andrés de Olmos fue el que sobre todos tuvo don de lenguas, porque en la mexicana compuso el arte más copioso y provechoso de los que se han hecho, y hizo vocabulario y otras muchas obras, y lo mesmo hizo en la lengua totonaca y en la guasteca, y entiendo que supo otras lenguas de chichimecos, porque anduvo mucho tiempo entre ellos» (Mendiata IV,44). «Quizá, observa Ricard, de este padre habla Mendieta cuando recuerda a un religioso que escribía catecismos y predicaba la doctrina cristiana en diez lenguas diferentes (III,29). Caso a la verdad de excepción, pero sabemos que varios frailes menores predicaban en tres lenguas (Motolonía, Historia III,29, 318)» (121).

La rápida elaboración de vocabularios y gramáticas de lenguas indígenas fue una tarea, sumamente laboriosa, de importancia decisiva para la evangelización. El dominio, sobre todo, del náhuatl era particularmente urgente. En efecto, «esta lengua mexicana es la general que corre por todas las provincias de esta Nueva España, puesto que en ella hay muy muchas y diferentes lenguas particulares de cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son innumerables. Más en todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque ésta es la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. Y puedo con verdad afirmar, que la mexicana no es menos galana y curiosa que la latina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos, y en metáforas» (ib.).

Fray Andrés de Olmos, durante sus 43 años en México, no fue un erudito retraído, especializado en lenguas, sino un apóstol de los indios, que fiel a su lema, La cruz delante, hizo muchas jornadas misioneras, buscando especialmente aquellas regiones de indios más ásperas y peligrosas. Al gobernador Ortiz de Zúñiga le confesaron unos indios que varias veces salieron a matar al padre Olmos, y que las flechas se volvían contra ellos mismos. Otros milagros se cuentan de su vida, y obrados también después de su muerte, que, con toda santidad, ocurrió en octubre de 1571.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Pedro de Gante (+1572)

Un año más antiguo que los Doce fue en México fray Pedro de Gante, el único sobreviviente de los tres franciscanos flamencos que llegaron en 1523. Fray Pedro de Moor, nacido en Gante, la capital de Flandes, quedó en Texcoco para aprender la lengua mexicana. Era Texcoco el principal centro cultural de México, la Atenas del nuevo mundo, con sus archivos y sabios varones. Y allí mismo, en la casa del señor que le alojaba, comenzó fray Pedro una admirable labor escolar, prolongada luego en la ciudad de México, que había de durar cincuenta años. Conocemos bien su vida y apostolado, tanto por sus propias Cartas a Carlos I y a Felipe II (+V. Martínez Gracia, Gante 71-90), como por las crónicas de la época, especialmente por la del padre Mendieta (V,18; +A. Trueba, Fray Pedro de Gante, IUS, México 19592):

Según Mendieta, fue «el muy siervo de Dios fray Pedro de Gante primero y principal maestro y industrioso adestrador de los indios», justamente en unos años en que parecían éstos parecían a muchos torpes e inútiles, pues estaban aún «como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado, y finalmente, de tan repentina mudanza y tan diferente en todas las cosas» (IV,13). Con la colaboración de varios padres y hermanos, y con sorpresa de muchos, los indios «muy en breve salieron con los oficios más de lo que nuestros oficiales [españoles] quisieran» (IV,13). Fray Pedro, pues, «fue el primero que en esta Nueva España enseñó a leer y escribir, cantar y tañer instrumentos musicales, y la doctrina cristiana, primeramente en Texcoco a algunos hijos de principales, antes que viniesen los doce, y después en México, donde residió casi toda su vida… Junto a la escuela [de los niños] ordenó que se hiciesen otros aposentos o repartimientos de casas donde se enseñasen los indios a pintar, y allí se hacía imágenes y retablos para los templos de toda la tierra. Hizo enseñar a otros en los oficios de cantería, carpintería, sastres, zapateros, herreros y los demás oficios mecánicos con que comenzaron los indios a aficionarse y ejercitarse en ellos. Su principal cuidado era que los niños saliesen enseñados, así en la doctrina cristiana, como en leer y escribir y cantar, y en las demás cosas en que los ejercitaba» (V,18).

El orden de vida de los muchachos, compuesto de oración, estudio y diversos trabajos, era muy severo -semejante, por lo demás, en su rigor a los grandes centros pedagógicos antiguos del mundo mexicano, como la escuela de Calmécac, para sacerdotes, o la escuela del Telpochcalli, para guerreros-, en régimen de absoluto internado. Así «se juntaron luego, pocos más o menos, mil muchachos, los cuales teníamos encerrados en nuestra casa de día y de noche, y no les permitíamos ninguna conversación [trato con el exterior], y esto se hizo para que se olvidasen de sus sangrientas idolatrías y excesivos sacrificios» (Cta. a Felipe II, 23-6-1558).

Los más idóneos eran enviados de dos en dos los fines de semana a predicar a varias leguas a la redonda de México, cosa que hacían con mucho fruto. Si en estas salidas sabían de alguna secreta celebración idolátrica, lo comunicaban al regreso, según cuenta fray Pedro: «y luego los enviaba yo a llamar a México, y venían a capítulo, y les reñía y predicaba lo que sentía y según Dios me lo inspiraba. Otras veces los atemorizaba con la justicia, diciéndoles que los habían de castigar si otra vez lo hacían; y de esta manera, unas veces por bien y otras veces por mal, poco a poco se destruyeron y quitaron muchas idolatrías» (ib.).

Según el modelo establecido por Gante y sus colaboradores, así se procedió en los otros los centros misionales, uniendo a la iglesia una escuela, en la que se enseñaban las letras con la doctrina, y también artes y oficios. En aquellas escuelas los frailes, ayudados en seguida por indios bien preparados, enseñaban mediante repeticiones, representaciones mímicas y cantilenas, así como con la ayuda de figuras pintadas en lienzos, que iban señalando con una vara. Fray Pedro de Gante compuso una Doctrina cristiana en lengua mexicana que fue impresa primero en Amberes, en 1525, cuando aún no había imprenta en México, y que fue reimpresa en 1553. Y en 1569 publicó fray Pedro una Cartilla para enseñar a leer. A él parece que se debe también la introducción en México de los villancicos de Navidad.

Fray Pedro, tan entrañado en tantas familias mexicanas de la ciudad o de los pueblos de la comarca, conoció muy bien todos los abusos que los indios sufrieron en aquellos primeros años de la Nueva España -tributos excesivos, servicios fuera de sus pueblos, trabajos agotadores y mal pagados-, y en 1552 escribió una carta sumamente apremiente al emperador Carlos I, recordándole que estos indios «no fueron descubiertos sino para buscarles la salvación, lo cual, de la manera que ahora van, es imposible». Y añade que para pedir remedios con tanta osadía, «dame atrevimiento ser tan allegado a V. M. y ser de su tierra». Ambos, en efecto, eran paisanos, nacidos en Gante, y según parece tenían entre sí algún parentesco. Años más tarde, en 1558, «ya muy viejo y cansado», pero al parecer más animado, escribe a Felipe II una carta con varias solicitudes, y entre ellas le pide que consiga privilegios de indulgencias para su amada iglesia de San José, que empezó siendo una capilla de paja, y ahora «es muy buena y muy vistosa, y caben en ella diez mil hombres, y en el patio caben más de cincuenta mil, y en ella tengo mi escuela de niños donde se sirve a Dios nuestro Señor muy mucho». En la carta le cuenta los apostolados suyos y de los frailes, y cómo explicaban a los indios «la diferencia sin comparación que había de servir a Dios y a la Corona Real, a servir al demonio y estar tiranizados».

Así pasó fray Pedro de Gante cincuenta años, en su labor educativa continua y paciente, oculta y fecundísima, y en su corazón llevó siempre a miles de muchachos mexicanos de lugares muy diversos, de tal manera que con toda verdad pudo escribir al emperador: «los tengo a todos por mis hijos, y así ellos me tienen por padre» (20-7-1548). En efecto, según refiere Mendieta, «fue muy querido, como se vio muy claro en todo el discurso de su vida, y en que con ser fraile lego, y predicarles a los indios y confesarlos otros sacerdotes grandes siervos de Dios y prelados de la Orden, al Fr. Pedro solo conocían por particular Padre, y a él acudían con todos sus negocios, trabajos y necesidades, y así dependía de él principalmente el gobierno de los naturales de toda la ciudad de México y su comarca en lo espiritual y eclesiástico; tanto que solía decir el segundo Arzobispo Fr. Alonso de Montufar, de la orden de predicadores: “Yo no soy arzobispo de México, sino Fr. Pedro de Gante, lego de San Francisco”» (V,18).

En estos empeños misioneros de tanta caridad estuvo fray Pedro de Gante hasta el primer domingo de Pascua de 1572, en que se fue a descansar al cielo. Si en 1523 fue a México con unos 40 años de edad, según dice Trueba, «tendría, pues, al morir casi 90 años» (Gante 49), de los que casi 50 pasó al servicio de Dios y de los indios. A su muerte, según refiere Mendieta, «sintieron los naturales grande dolor y pena, y en público la mostraron», poniéndose por él luto, y celebrando exequias en muchos pueblos y cofradías. También hicieron «su figura sacada al natural de pincel, y casi en todos los principales pueblos de la Nueva España lo tienen pintado, juntamente con los doce primeros fundadores de esta provincia del Santo Evangelio» (V,18).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Toribio de Benavente, Motolinía (1490-1569)

Hemos gozado en las páginas precedentes, escuchando con frecuencia la voz sencilla y bondadosa de Motolinía. Nacido en Benavente, León, tomó el hábito en la provincia franciscana de Santiago, y con fray Martín de Valencia, fue el más dotado del grupo de los Doce. En aquellos primeros años, tan agitados y difíciles, se distinguió tanto por su energía para poner paz entre los españoles y frenar sus desmanes, como por su amor a los indios y la abnegación de su entrega total a la evangelización.

Como dicen los cronistas, «fue el que anduvo más tierra». En su Carta al Emperador, dice de sí mismo, aunque sin nombrarse: «Fraile ha habido en esta Nueva España que fue de México hasta Nicaragua, que son cuatrocientas leguas, que no se quedaron en todo el camino dos pueblos que no predicase y dijese misa y enseñase y bautizase a niños y adultos, pocos o muchos». Este incansable fraile andariego habla con plena experiencia cuando dice que «no pueden los pobres frailes hacer estos caminos sin padecer en ellos grandísimos trabajos y fatigas» (III,10, 381).

Vuelto a México, él se ocupó en promover la fundación de Puebla de los Angeles (16 abril 1531), donde pudieran recogerse y poblar y vivir sin hacer daño muchos españoles que había por entonces allí, sin oficio ni beneficio. Allí celebró él la primera misa, ante cuarenta pobladores y miles de indios que acudieron en fiesta.

Según cálculos autorizados, en su larga vida misionera, Motolinía bautizó unos 400.000 indios. En su Historia -se goza en ello una y otra vez- cuenta cómo los indios «después de bautizados es cosa de ver la alegría y regocijo que llevan con sus hijuelos a cuestas, que parece que no caben en sí de placer» (II,4, 223). Pocos misioneros pudieron alegrarse tanto cómo él viendo cómo «se iba extendiendo y ensanchando la fe de Jesucristo» (II,2, 206). Pocos como él conocieron, amaron y estimaron a los indios en todo su valor, captando las peculiaridades de su carácter, tan distinto al de los españoles: «Son muy extraños de nuestra condición, porque los españoles tenemos un corazón grande y vivo como fuego, y estos indios y todas las animalias de esta tierra naturalmente son mansos; y por su encogimiento y condición [por timidez] descuidados en agradecer, aunque muy bien sienten los beneficios; y como no son tan prestos a nuestra condición son penosos a algunos españoles. Pero hábiles son para cualquier virtud, y habilísimos para todo oficio y arte, y de gran memoria y buen entendimiento» (II,4, 220).

Entre 1536 y 1539 fue el padre Motolinía guardián del convento franciscano de Tlaxcala. En esta época fue cuando, según él mismo refiere, «estando yo descuidado y sin ningún pensamiento de escribir semejante cosa que ésta, la obediencia me mandó que escribiese algunas cosas notables de estos naturales» (II, intr. 195). El resultado fue la magnífica Historia de los indios de la Nueva España, que venimos citando tan repetidas veces, llena de encanto y de alegría evangélica, y que hubo de escribir «hurtando al sueño algunos ratos, en los cuales he recopilado esta relación» (Prólogo).

Fue sumamente cuidadoso en sus crónicas, y evita siempre en lo posible hablar de oídas, y cuando así lo hace, es advirtiéndolo al lector. Fue también autor de otros escritos, como la Doctrina cristiana en lengua mexicana, Memoriales, Tratados de materias espirituales y devotas, Carta al Emperador, etc. Pero siempre hubo de escribir penosamente, entre los ajetreos de la vida pastoral: «Muchas veces me corta el hilo la necesidad y caridad con que soy obligado a socorrer a mis prójimos, a quien soy compelido a consolar cada hora» (III,8, 364).

Cuarenta y cinco años duraron sus trabajos misionales, y su vida se extinguió en el convento de San Francisco, de México. Ya muy enfermo y próximo a morir, quiso celebrar la misa, y casi arrastrándose, sin dejar que le ayudaran, se acercó al altar y la celebró. Recibió después la unción, en presencia de sus hermanos, poco antes de Completas, y después de éstas, con pleno juicio, bendijo a sus hermanos frailes, y entregó su alma al Creador. Era el 9 de agosto de 1569. De los Doce apóstoles primeros de México, él fue el último en morir, y lo hizo con fama de santo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Martín de Valencia (1474-1534)

Entre los franciscanos primeros que, junto con otros religiosos, principalmente dominicos y agustinos, hicieron la primera evangelización de México, debemos recordar algunos nombres muy señalados.

Fray Martín de Valencia nació el año 1474 en Valencia de Don Juan -entre León y Benavente- y fue provincial de la provincia franciscana de Santiago. Motolinía, que nos dejó escrita la vida de este jefe de los Doce (Historia III,2, 295-314)), afirma: «además de lo que yo vi en él, porque le conocí por más de veinte años, oí decir a muchos buenos religiosos que en su tiempo no habían conocido religioso de tanta penitencia, ni que con tanto tesón perseverase siempre en allegarse a la cruz de Jesucristo».

Amigo de soledad y silencio, pasó años de terribles noches oscuras y tentaciones, quedando tan flaco y desmejorado «que no parecía tener sino los huesos y el cuero». Un día que andaba en Robleda pidiendo para comer, una buena mujer le dijo: «¡Ay, padre! ¿Y vos qué tenéis? ¿Cómo andáis que parece que queréis expirar de flaco; y cómo no miráis por vos, que parece que os queréis morir?». En ese momento, como quien despierta de un sueño, quedó libre de los engaños del demonio, tuvo una gran paz y comenzó a comer.

Fray Martín, aun siendo tan recogido y contemplativo, siempre deseaba «padecer martirio, y pasar entre los infieles a los convertir y predicar. Este deseo y santo celo alcanzó el siervo de Dios con mucho trabajo y ejercicios de penitencia, de ayunos, disciplinas, vigilias y muy continuas oraciones». El Señor le había asegurado en la oración que «venida la hora de Dios le llamaría, y que de ello estuviera cierto».

En 1516 se instituyó la custodia franciscana de San Gabriel, muy evangélica y observante, y en 1518 fue elegido Fray Martín como su primer provincial. Fue un superior bueno, que gobernó a sus hermanos «más por ejemplo que por palabras. Y siempre iba aumentando en sus penitencias»: cilicio y ayunos, vigilias y ceniza en la comida.

Por fin, en 1523, «cuando más descuidado estaba, llamó Dios de esta manera»: el Padre General, fray Francisco de los Angeles (Quiñones) le encomendó pasar con doce compañeros a evangelizar la Nueva España. El mandato, como sabemos, fue cumplido prontamente, estando ya él por los cincuenta años. En el viaje «padeció mucho trabajo, porque como era persona de edad, y andaba a pie y descalzo, y el Señor que muchas veces le visitaba con enfermedades, fatigábase mucho; y por dar ejemplo, como buen caudillo siempre iba adelante». Aunque lo intentó, ya a su edad no logró aprender la lengua de los indios, sino sólo algunas palabras, y «holgábase mucho cuando otros predicaban, y poníase junto a ellos a orar mentalmente y a rogar a Dios que enviase su gracia al predicador y a los que le oían. Asimismo a la vejez aumentó la penitencia, que ordinariamente ayunaba cuatro días en la semana con pan y legumbres».

Revivía a veces la Pasión de Cristo, y él mismo, muy callado para hablar de sí, hubo de confesar en una ocasión: «Desde la Dominica in Pasione hasta la Pascua, estas dos semanas siente tanto mi espíritu, que no lo puedo sufrir sin que exteriormente el cuerpo lo sienta y lo muestre como veis». Una vez, predicando sobre la Pasión del Señor, «fue tanto el sentimiento que tuvo, que saliendo de sí fue arrobado y se quedó yerto como un palo, hasta que le quitaron del púlpito». Varios fueron -el alcalde de Tlalmanalco, Hernán Cortés, que le visitaba con frecuencia, Bernardino de Sahagún- los que le vieron orar elevado en éxtasis. Fue sin duda un religioso más contemplativo que activo, pero no obstante, tuvo gran energía en los primeros años más difíciles para sujetar a los españoles que se habían desmandado, por lo que hubo de sufrir más de una persecución y calumnia. Fue gran amigo del Obispo Zumárraga, franciscano, y del dominico fray Domingo de Betanzos.

«Vivió el siervo de Dios fray Martín de Valencia en esta Nueva España diez años, y cuando a ella vino había cincuenta, que son por todos sesenta. De los diez que digo los seis fue provincial, y los cuatro fue guardián de Tlaxcallan, y él edificó aquel monasterio, y le llamó la Madre de Dios; y mientras en esta casa moró enseñaba los niños desde el a b c hasta leer por latín, y poníalos a tiempos en oración, y después de maitines cantaba con ellos himnos; y también enseñaba a rezar en cruz, levantados y abiertos los brazos, siete Pater noster y siete Ave Marías, lo cual él acostumbró siempre hacer [y aún dura la costumbre en algunos lugares de México]. Enseñaba a todos los indios, chicos y grandes, así por ejemplo como por palabra, y por esta causa siempre tenía intérprete; y es de notar que tres intérpretes que tuvo, todos vinieron a ser frailes, y salieron muy buenos religiosos».

Al fin de su vida, retirado en el convento de Tlalmanalco, solía irse a una ermita muy devota, que tenía cerca una cueva. Durante aquellos retiros, acostumbraba salir a orar al amanecer en una arboleda, debajo de un árbol muy grande. «Y certifícanme que luego que allí se ponía a rezar, el árbol se henchía de aves, las cuales con su canto hacían dulce armonía, con lo cual él sentía mucha consolación, y alababa y bendecía al Señor; y como él se partía de allí, las aves también se iban».

Cuatro días duró su última enfermedad, y cuando tres frailes le llevaban a curar a México, «expiró en aquel campo o ribera. El mismo había dicho muchos años antes que no tenía de morir en casa ni en cama sino en el campo, y así pareció cumplirse». Era el 21 de marzo del año del Señor 1534.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comprensión de los franciscanos hacia los indígenas

En aquellas circunstancias misioneras, tan nuevas y difíciles, la pastoral de los primeros franciscanos en Méxicos dio pruebas de un sentido muy amplio y flexible. Lo vimos en referencia al bautismo y a la confesión, y es de notar también en lo relativo al culto litúrgico. Los frailes infundieron en los indios, que ya estaban hechos a una vida profundamente religiosa, una gran devoción a la Cruz y la Eucaristía, a las Horas litúrgicas, a la Virgen, a las diversas fiestas del Año litúrgico.

Y admitieron, contra el parecer de algunos, con gran amplitud de criterio, que los indios acompañasen los actos religiosos con sus cantos y danzas, con sus ceremonias y variadas representaciones, a todo lo cual estaban muy acostumbrados por su anterior religión. Incluso admitieron la llamada misa seca, en la que, faltando el sacerdote, se reunían los fieles y, sin consagración ni comunión, celebraban las oraciones y lecturas de la eucaristía (Gómez Canedo 106).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Conflictos entre frailes y civiles en los comienzos de la evangelización en América

Entre 1524 y 1526, estando ausente Cortés en las expedición de las Hibueras (Honduras), se produjeron bandos y tumultos entre los españoles, tan graves que sin los frailes se hubieran destrozado unos a otros, dando lugar a que los indios acabaran con ellos. Aquí se vio, como en otras ocasiones, que los frailes, pobres y humildes, eran también fuertes y decididos ante sus paisanos españoles. Éstos a veces no hacían de ellos demasiado caso, concretamente en lo de sacar y ajusticiar a los perseguidos que se acogían a la Iglesia. Así las cosas, en aquella ocasión, fray Martín de Valencia, tras intentar ponerles en razón con buenas palabras, hubo de presentar los breves de León X y Adriano VI, y comenzó a usar de su autoridad, llegando a maldecir ante Dios a los españoles si no hacían caso de sus mandatos. Esto los acalló por el momento.

Pero por esos años, todavía desordenados y anárquicos, las críticas a los frailes fueron, al parecer, amargas y frecuentes, pues éstos denunciaban los abusos que se daban. Según refiere don Fernando de Alva Ixtlilxochitl, en aquellos primeros años, «los españoles estaban muy mal con los religiosos, porque volvían por los indios, de tal manera que no faltó sino echarlos de México; y aun vez hubo, que un cierto religioso estando predicando y reprendiendo sus maldades, se amotinaron de tal suerte contra este sacerdote, que no faltó sino echarlo del púlpito abajo» (Relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica 278: en Sahagún, ed. mex. 863).

Cuenta Motolinía que algunos decían: «Estos frailes nos destruyen, y quitan que no estemos ricos, y nos quitan que se hagan los indios esclavos; hacen bajar los tributos y defienden a los indios y los favorecen contra nosotros; son unos tales y unos cuales» -expresión muy mexicana que, como se ve, viene de antiguo- (III,1, 288). A todo lo cual respondían los frailes: «Si nosotros no defendiésemos a los indios, ya vosotros no tendríais quién os sirviese. Si nosotros los favorecemos, es para conservarlos, y para que tengáis quién os sirva; y en defenderlos y enseñarlos, a vosotros servimos y vuestras conciencias descargamos; porque cuando de ellos os encargasteis, fue con obligación de enseñarlos; y no tenéis otro cuidado sino que os sirvan y os den cuanto tienen o pueden haber» (III,4, 325).

Otra veces «los españoles también se quejaban y murmuraban diciendo mal de los frailes, porque mostraban querer más a los indios que no a ellos, y que los reprendían ásperamente. Lo cual era causa que les faltasen muchos con sus limosnas y les tuviesen una cierta manera de aborrecimiento». Los frailes a esto respondían: «No costaron menos a Jesucristo las ánimas de estos indios como las de los españoles y romanos, y la ley de Dios obliga a favorecer y a animar a éstos, que están con la leche de la fe en los labios, que no a los que la tienen ya tragada por la costumbre» (III,4, 325).

Tampoco veían bien algunos españoles que los frailes, concretamente en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, dieran una instrucción tan elevada a los indios, poniéndoles a la altura de los conquistadores, y a veces más alto. A lo que el padre Mendieta replica: «Si Dios nos sufre a los españoles en esta tierra, es por el ejercicio que hay de la doctrina y aprovechamiento espiritual de los indios, y faltando esto, todo faltaría y acabaría. Porque fuera de esta negociación de las ánimas (para lo cual quiso Dios descubrirnos esta tierra) todo lo demás es cobdicia pestilencial y miseria de mal mundo» (IV,15). Así de claro.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primeras escuelas cristianas en la evangelización de México

Los frailes edificaban junto a los monasterios unas grandes salas para escuela de niños indios. En 1523, apenas llegado, fray Pedro de Gante inició en Texcoco una primera escuela, y poco después pasó a enseñar a otra en México. En seguida surgieron otras en Tlaxcala, en Huejotzingo, en Cuautitlán, el pueblo de Juan Diego, y en Teopzotlán, y más adelante en muchos sitios más. En cambio, «los dominicos no fundaron en sus misiones de la Nueva España ningún colegio secundario; era hostiles a estas instituciones y, en particular, a que se enseñara latín a los indios. No compartían los agustinos esta desconfianza» (Ricard 333).

Rápidamente se fue multiplicando el número de estos centros educativos, de modo que, en buena parte, la evangelización de México se hizo en las escuelas, a través de la educación de los indios. Los frailes recogían a los niños indios, como internos, en un régimen de vida educativa muy intenso, y «su doctrina era más de obra que por palabra». Allí, con la lectura y escritura y una enseñanza elemental, se enseñaba canto, instrumentos musicales y algunos oficios manuales; «y también enseñaban a los niños a estar en oración» (Mendieta III,15). A partir de 1530, bajo el impulso del obispo franciscano Zumárraga, se establecieron también centros de enseñanza para muchachas, confiados a religiosas, en Texcoco, Huehxotzingo, Cholula, Otumba y Coyoacán.

La costumbre de las escuelas pasó a las parroquias del clero secular, e incluso el modelo mexicano se extendió a otros lugares de América hispana. Decía fray Martín de Valencia en una carta de 1531, que en estas escuelas «tenemos más de quinientos niños, en unas poco menos y en otras mucho más» (Gómez Canedo 156). Se solía recibir en ellas sobre todo a los hijos de principales. Estos, al comienzo, recelosos, guardaban sus hijos y enviaban hijos de plebeyos.

Pero cuando vieron los señores que éstos prosperaban y venían a ser maestros, alcaldes y gobernadores, muy pronto entregaron sus hijos a la enseñanza de los frailes. Y como bien dice Mendieta, «por esta humildad que aquellos benditos siervos de Dios mostraron en hacerse niños con los niños, obró el Espíritu Santo para su consuelo y ayuda en su ministerio una inaudita maravilla en aquellos niños, que siéndoles tan nuevos y tan extraños a su natural aquellos frailes, negaron la afición natural de sus padres y madres, y pusiéronla de todo corazón en sus maestros, como si ellos fueran los que los habían engendrado» (III,17). Por otra parte, los muchachos indios mostraron excelentes disposiciones para aprender cuanto se les enseñaba.

«El escribir se les dio con mucha facilidad, y comenzaron a escribir en su lengua y entenderse y tratarse por carta como nosotros, lo que antes tenía por maravilla que el papel hablase y dijese a cada uno lo que el ausente le quería dar a entender» (IV,14). En la escritura y en las cuentas, así como en el canto, en los oficios mecánicos y en todas las artes, pintura, escultura, construcción, muy pronto se hicieron expertos, hasta que no pocos llegaron a ser maestros de otros indios, y también de españoles. El profundo e ingenuo sentido estético de los indios, liberado de la representación de aquellos antiguos dioses feos, monstruosos y feroces, halló en el mundo de la belleza cristiana una atmósfera nueva, luminosa y alegre, en la que muy pronto produjo maravillosas obras de arte.

En la música, al parecer, hallaron dificultad en un primer momento, y muchos «se reían y burlaban de los que los enseñaban». Pero también aquí mostraron pronto sus habilidades: no había pueblo de cien vecinos que no tuviera cantores para las misas, y en seguida aprendieron a construir y tocar los más variados instrumentos musicales. Poco después pudo afirmar el padre Mendieta: «En todos los reinos de la Cristiandad no hay tanta copia de flautas, chirimías, sacabuches, orlos, trompetas y atabales, como en solo este reino de la Nueva España. Organos también los tienen todas cuasi las iglesias donde hay religiosos, y aunque los indios no toman el cargo de hacerlo, sino maestros españoles, los indios son los que labran lo que es menester para ellos, y los mismos indios los tañen en nuestros conventos» (IV,14). El entusiasmo llevó al exceso, y el Concilio mexicano de 1555 creyó necesario moderar el estruendo en las iglesias, dando la primacía al órgano. Junto a la música, también las representaciones teatrales y las procesiones tuvieron una gran importancia catequética, pedagógica y festiva.

Antes de la fundación de la Universidad de México, en 1551, el primer centro importante de enseñanza fue, en la misma ciudad, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para muchachos indígenas. A los doce años «desde que vino la fe», es decir, en 1536, fue fundado por el obispo Zumárraga y el virrey Antonio de Mendoza, y puesto bajo la dirección de fray García de Cisneros, uno de los Doce. En este Colegio, en régimen muy religioso de internado, los muchachos recibían una enseñanza muy completa, compuesta de retórica, filosofía, música y medicina mexicana. Dirigido por los franciscanos, allí enseñaron los maestros más eminentes, como Bernardino de Sahagún, Andrés de Olmos, Arnaldo de Basacio, Juan Focher, Juan Gaona y Francisco Bustamente, y lo hicieron con muchos y buenos frutos, entre los que destaca el indio don Antonio Valeriano, verdadero humanista, que ocupó cátedra en el Colegio, enseñó a religiosos jóvenes, y tuvo entre sus alumnos a indios, españoles y criollos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Alzamiento de cruces en la temprana evangelización de México

Ya vimos que Hernán Cortés «doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz». Los misioneros, igualmente, alzaron el signo de la Cruz por todo México: en lo alto de los montes, en las ruinas de los templos paganos, en las plazas y en las encrucijadas de caminos, en iglesias, retablos y hogares cristianos, en el centro de los grandes atrios de los indios… Siempre y en todo lugar, desde el principio, los cristianos de México han venerado la Cruz como signo máximo de Cristo, y sus artesanos han sabido adornar las cruces en cien formas diversas, según las regiones.

No exageraba, pues, Motolinía al escribir: «Está tan ensalzada en esta tierra la señal de la cruz por todos los pueblos y caminos, que se dice que en ninguna parte de la cristiandad está tan ensalzada, ni adonde tantas y ni tales ni tan altas cruces haya; en especial las de los patios de las iglesias son muy solemnes, las cuales cada domingo y cada fiesta adornan con muchas rosas y flores, y espadañas y ramos», como todavía hoy puede verse (II,10, 275).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primeros templos construidos en la evangelización de México

La construcción de iglesias fue sorprendentemente temprana. Viéndolas ahora, produce asombro comprobar que aquellos frailes construyeran tan pronto con tanta solidez y belleza, como si estuvieran en Toledo o en Burgos, con una conciencia cierta de que allí estaban plantando Iglesia para siglos.

Ya a los quince años de llegados los españoles, puede decir Motolinía que «en la comarca de México hay más de cuarenta pueblos grandes y medianos, sin otros muchos pequeños a éstos sujetos. Están en sólo este circuito que digo, nueve o diez monasterios bien edificados y poblados de religiosos. En los pueblos hay muchos iglesias, porque hay pueblo, fuera de los que tienen monasterio, de más de diez iglesias; y éstas muy bien aderezadas, y en cada una su campana o campanas muy buenas. Son todas las iglesias por de fuera muy lucidas y almenadas, y la tierra en sí que es alegre y muy vistosa, y adornan mucho a la ciudad» (III,6, 340).

Quien hoy viaja por México, sobre todo por la zona central, se maravilla de ver preciosas iglesias por todas partes. En regiones como Veracruz, Puebla, el valle de Cholula, hay innumerables iglesias del siglo XVI. Los templos dedicados a San Francisco o a Santo Domingo, que suelen ser en México los más antiguos, son muestras encantadoras del barroco indiano. En los retablos, y especialmente en los camerinos de la Virgen, el genio ornamental indígena se muestra deslumbrante. Y junto al templo de religiosos, ya al exterior, se abrían amplísimos atrios bien cercados, con una cruz al medio y capillas en los ángulos, donde se concentraba la indiada neocristiana, y que hoy suelen ser jardines contiguos a las iglesias…

La grandiosidad a un tiempo sobria e imponente de estos centros misioneros conventuales -y lo mismo los conventos de dominicos y agustinos-, se explica porque no sólo habían de servir de iglesia, convento, almacén, escuela, talleres, hospital y cuántas cosas más, sino porque debían ser también ante los indios una digna réplica de las maravillosas ciudades sagradas anteriores: Teotihuacán, Cholula, Cacaxtla, Monte Alban…


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Administración de los sacramentos en los comienzos de la evangelización de Hispanoamérica

El bautismo fue vivamente deseado por los indios, según se aprecia en diversos relatos. Al paso de los frailes, dice Motolinía, «les salen los indios al camino con los niños en brazos, y con los dolientes a cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los bauticen… Cuando van al bautismo, los unos van rogando, otros importunando, otros lo piden de rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose, otros lo demandan y reciben llorando y con suspiros» (II,3, 210).

Al principio de la evangelización, «eran tantos los que se venían a bautizar que los sacerdotes bautizantes muchas veces les acontecía no poder levantar el jarro con que bautizaban por tener el brazo cansado, y aunque remudaban el jarro les cansaban ambos brazos… En aquel tiempo acontecía a un solo sacerdote bautizar en un día cuatro y cinco y seis mil» (III,3, 317). Con todo esto, dice Motolinía, «a mi juicio y verdaderamente, serán bautizados en este tiempo que digo, que serán 15 años, más de nueve millones» (II,3, 215). En los comienzos, bautizaron sólo con agua, pero luego hubo disputas con religiosos de otras órdenes, que exigían los óleos y ceremonias completas (II,4, 217-226). Y antes de que hubiera obispos, sólo Motolinía administró la confirmación, en virtud de las concesiones hechas por el Papa a estos primeros misioneros.

El sacramento de la penitencia comenzó a administrarse el año 1526 en la provincia de Texcoco, y al decir de Motolinía, «con mucho trabajo porque apenas se les podía dar a entender qué cosa era este sacramento» (II,5, 229). Por esos años, siendo todavía pocos los confesores, «el continuo y mayor trabajo que con estos indios se pasó fue en las confesiones, porque son tan continuas que todo el año es una Cuaresma, a cualquier hora del día y en cualquier lugar, así en las iglesias como en los caminos… Muchos de éstos son sordos, otros llagados» y malolientes, otros no saben expresarse, o lo hacen con mil particularidades..,«Bien creo yo que los que en este trabajo se ejercitaren y perseveraren fielmente, que es un género de martirio, y delante de Dios muy acepto servicio» (III,3, 319).

A veces los indios se confesaban por escrito o señalando con una paja en un cuadro de figuras dibujadas (II,6, 242). Acostumbrados, como estaban, desde su antigua religiosidad, a sangrarse y a grandes ayunos penitenciales, «cumplen muy bien lo que les es mandado en penitencia, por grave cosa que sea, y muchos de ellos hay que si cuando se confiesan no les mandan que se azoten, les pesa, y ellos mismos dicen al confesor: «¿por qué no me mandas disciplinar?»; porque lo tienen por gran mérito, y así se disciplinan muchos de ellos todos los viernes de la Cuaresma, de iglesia en iglesia», sobre todo en la provincia de Tlaxcala (II,5, 240). Realmente en esto los frailes se veían comidos por los fieles conversos. «No tienen en nada irse a confesar quince y veinte leguas. Y si en alguna parte hallan confesores, luego hacen senda como hormigas» (II,5, 229).

Al principio la comunión no se daba sino «a muy pocos de los naturales», pero el papa Paulo III, movido por una carta del obispo dominico de Tlaxcala, fray Julián Garcés, «mandó que no se les negase, sino que fuesen admitidos como los otros cristianos» (II,6, 245). La misma norma fue acordada en 1539 por el primer concilio celebrado en México.

La celebración de matrimonios planteó problemas muy graves y complejos, dada la difusión de la poligamia, sobre todo entre los señores principales, que a veces tenían hasta doscientas mujeres. «Queriendo los religiosos menores poner remedio a esto, no hallaban manera para lo hacer, porque como los señores tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos se las podían quitar, ni bastaban ruegos, ni amenazas, ni sermones para que dejadas todas, se casasen con una en faz de la Iglesia. Y respondían que también los españoles tenían muchas mujeres, y si les decíamos que las tenían para su servicio, decían que ellos también las tenían para lo mismo» (II,7, 250). De hecho, el marido tenía en sus muchas mujeres una fuerza laboral nada despreciable, de la que no estaba dispuesto a prescindir.

No había modo. En fin, con la gracia de Dios, pues «no bastaban fuerzas ni industrias humanas, sino que el Padre de las misericordias les diese su divina gracia» (III,3, 318), fueron acercándose los indios al vínculo sacramental del matrimonio. Y entonces, «era cosa de verlos venir, porque muchos de ellos traían un hato de mujeres y hijos como de ovejas», y allí había que tratar de discernir y arreglar las cosas, para lo que los frailes solían verse ayudados por indios muy avisados y entendidos en posibles impedimentos, a quienes los españoles llamaban licenciados (II,7, 252; +Ricard 200-209).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Lengua, catequesis y libros: primeros pasos en la evangelización de América

Lo primero era aprender la lengua, pues sin esto apenas era posible la educación y la evangelización de los indios. Y en esto los mismos niños les ayudaron mucho a los frailes, pues éstos, refiere Mendieta, «dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho con la comunicación», y siempre tenían a mano un papel para ir anotando las palabras aprendidas (III,17).

Al fin del día, los religiosos se comunicaban sus anotaciones, y así fueron formando un vocabulario, y aprendiendo a expresarse mal o bien. Un niño, Alfonsito, hijo de una viuda española, que tratando con otros niños indios había aprendido muy bien la lengua de éstos, ayudó especialmente a los frailes. Vino a ser después fray Alonso de Molina. De este modo, el Señor «quiso que los primeros evangelizadores de estos indios aprendiesen a volverse como al estado de niños, para darnos a entender que los ministros del Evangelio que han de tratar con ellos… conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción (si alguna tienen), y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos» (III,18).

A medida que aprendían las lenguas indígenas, con tanta rapidez como trabajo, se iba potenciando la acción evangelizadora. «Después que los frailes vinieron a esta tierra -dice Motolinía- dentro de medio año comenzaron a predicar, a las veces por intérprete y otras por escrito. Pero después que comenzaron a hablar la lengua predicaban muy a menudo los domingos y fiestas, y muchas veces entre semana, y en un día iban y andaban muchas parroquias y pueblos. Buscaron mil modos y maneras para traer a los indios en conocimiento de un solo Dios verdadero, y para apartarlos del error de los ídolos diéronles muchas maneras de doctrina. Al principio, para les dar sabor, enseñáronles el Per signum Crucis, el Pater noster, Ave Maria, Credo, Salve, todo cantado de un canto muy llano y gracioso. Sacáronles en su propia lengua de Anáhuac [náhualt] los mandamientos en metro y los artículos de la fe, y los sacramentos también cantados. En algunos monasterios se ayuntan dos y tres lenguas diversas, y fraile hay que predica en tres lenguas todas diferentes» (III,3, 318).

Los misioneros prestaron un inmenso servicio a la conservación de las lenguas indígenas. Juan Pablo II, en un discurso a los Obispos de América Latina, decía: «Testimonio parcial de esa actividad es, en el sólo período de 1524 a 1572, las 109 obras de bibliografía indígena que se conservan, además de otras muchas perdidas o no impresas. Se trata de vocabularios, sermones, catecismos, libros de piedad y de otro tipo», escritos en náhuatl o mexicano, en tarasco, en totonaco, otomí y matlazinga (Sto. Domingo 12-10-1984). Concretamente, 80 obras de este período proceden de franciscanos (llegados en 1524), 16 de dominicos (1526), ocho de agustinos (1533), y 5 más anónimas (Ricard apénd.I; +Gómez Canedo 185; Mendieta IV,44).

Concretamente, los Catecismos en lenguas indígenas de México comenzaron muy pronto a componerse y publicarse. Entre otro, además del compuesto por fray Pedro de Gante, del que luego hablaremos, podemos recordar la Doctrina cristiana breve (1546), de fray Alonso de Molina, y la Doctrina cristiana (1548), más larga, del dominico Pedro de Córdoba, estos últimos impresos ya en México a instancias del obispo Zumárraga, que en 1539 consiguió de España una imprenta, ya solicitada por él en 1533. Algunos frailes usaron en la predicación y catequesis «un modo muy provechoso para los indios por ser conforme al uso que ellos tenían de tratar todas sus cosas por pintura. Hacían pintar en un lienzo los artículos de la fe, y en otro los diez mandamientos de Dios, y en otro los siete sacramentos, y lo demás que querían de la doctrina cristiana», y señalando con una vara, les iban declarando las distintas materias (Mendieta III,29).


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Admirable testimonio de los primeros franciscanos en México

Estos frailes, sin la dura arrogancia de los primeros conquistadores, se ganaron el afecto y la confianza de los indios. En efecto, los indios veían con admiración el modo de vivir de los frailes: descalzos, con un viejo sayal, durmiendo sobre un petate, comiendo como ellos su tortilla de maíz y chile, viviendo en casas bajas y pobres. Veían también su honestidad, su laboriosidad infatigable, el trato a un tiempo firme y amoroso que tenían con ellos, los trabajos que se tomaban por enseñarles, y también por defenderles de aquellos españoles que les hacían agravios.

Con todo esto, según dice Motolinía, los indios llegaron a querer tanto a sus frailes que al obispo Ramírez, presidente de la excelente II Audiencia, le pidieron que no les diesen otros «sino los de San Francisco, porque los conocían y amaban, y eran de ellos amados». Y cuando él les preguntó la causa, respondieron: «Porque éstos andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente». Y se dieron casos en que, teniendo los frailes que dejar un lugar, iban llorando los indios a decirles: «Que si se iban y los dejaban, que también ellos dejarían sus casas y se irían tras ellos; y de hecho lo hacían y se iban tras los frailes. Esto yo lo vi por mis ojos» (III,4, 323).

Nunca aceptaron ser obispos cuando les fue ofrecido, «aunque en esto hay diversos pareceres en si acertaron o no», pues, como dice Motolinía, «para esta nueva tierra y entre esta humilde generación convenía mucho que fueran obispos como en la primitiva Iglesia, pobres y humildes, que no buscaran rentas sino ánimas, ni fuera menester llevar tras sí más de su pontifical, y que los indios no vieran obispos regalados, vestidos de camisas delgadas y dormir en sábanas y colchones, y vestirse de muelles vestiduras, porque los que tienen ánimas a su cargo han de imitar a Jesucristo en humildad y pobreza, y traer su cruz a cuestas y desear morir en ella» (III,4, 324).

A la hora de comer iban los frailes al mercado, a pedir por amor de Dios algo de comer, y eso comían. Tampoco quisieron beber vino, que venía entonces de España y era caro. Ropa apenas tenían otra que la que llevaban puesta, y como no encontraban allí sayal ni lana para remendar la que trajeron de España, que se iba cayendo a pedazos, acudieron al expediente de pedir a las indias que les deshiciesen los hábitos viejos, cardasen e hilasen la lana, y tejieran otros nuevos, que tiñieron de azul por ser el tinte más común que había entre los indios.


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