Lengua, catequesis y libros: primeros pasos en la evangelización de América

Lo primero era aprender la lengua, pues sin esto apenas era posible la educación y la evangelización de los indios. Y en esto los mismos niños les ayudaron mucho a los frailes, pues éstos, refiere Mendieta, «dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho con la comunicación», y siempre tenían a mano un papel para ir anotando las palabras aprendidas (III,17).

Al fin del día, los religiosos se comunicaban sus anotaciones, y así fueron formando un vocabulario, y aprendiendo a expresarse mal o bien. Un niño, Alfonsito, hijo de una viuda española, que tratando con otros niños indios había aprendido muy bien la lengua de éstos, ayudó especialmente a los frailes. Vino a ser después fray Alonso de Molina. De este modo, el Señor «quiso que los primeros evangelizadores de estos indios aprendiesen a volverse como al estado de niños, para darnos a entender que los ministros del Evangelio que han de tratar con ellos… conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción (si alguna tienen), y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos» (III,18).

A medida que aprendían las lenguas indígenas, con tanta rapidez como trabajo, se iba potenciando la acción evangelizadora. «Después que los frailes vinieron a esta tierra -dice Motolinía- dentro de medio año comenzaron a predicar, a las veces por intérprete y otras por escrito. Pero después que comenzaron a hablar la lengua predicaban muy a menudo los domingos y fiestas, y muchas veces entre semana, y en un día iban y andaban muchas parroquias y pueblos. Buscaron mil modos y maneras para traer a los indios en conocimiento de un solo Dios verdadero, y para apartarlos del error de los ídolos diéronles muchas maneras de doctrina. Al principio, para les dar sabor, enseñáronles el Per signum Crucis, el Pater noster, Ave Maria, Credo, Salve, todo cantado de un canto muy llano y gracioso. Sacáronles en su propia lengua de Anáhuac [náhualt] los mandamientos en metro y los artículos de la fe, y los sacramentos también cantados. En algunos monasterios se ayuntan dos y tres lenguas diversas, y fraile hay que predica en tres lenguas todas diferentes» (III,3, 318).

Los misioneros prestaron un inmenso servicio a la conservación de las lenguas indígenas. Juan Pablo II, en un discurso a los Obispos de América Latina, decía: «Testimonio parcial de esa actividad es, en el sólo período de 1524 a 1572, las 109 obras de bibliografía indígena que se conservan, además de otras muchas perdidas o no impresas. Se trata de vocabularios, sermones, catecismos, libros de piedad y de otro tipo», escritos en náhuatl o mexicano, en tarasco, en totonaco, otomí y matlazinga (Sto. Domingo 12-10-1984). Concretamente, 80 obras de este período proceden de franciscanos (llegados en 1524), 16 de dominicos (1526), ocho de agustinos (1533), y 5 más anónimas (Ricard apénd.I; +Gómez Canedo 185; Mendieta IV,44).

Concretamente, los Catecismos en lenguas indígenas de México comenzaron muy pronto a componerse y publicarse. Entre otro, además del compuesto por fray Pedro de Gante, del que luego hablaremos, podemos recordar la Doctrina cristiana breve (1546), de fray Alonso de Molina, y la Doctrina cristiana (1548), más larga, del dominico Pedro de Córdoba, estos últimos impresos ya en México a instancias del obispo Zumárraga, que en 1539 consiguió de España una imprenta, ya solicitada por él en 1533. Algunos frailes usaron en la predicación y catequesis «un modo muy provechoso para los indios por ser conforme al uso que ellos tenían de tratar todas sus cosas por pintura. Hacían pintar en un lienzo los artículos de la fe, y en otro los diez mandamientos de Dios, y en otro los siete sacramentos, y lo demás que querían de la doctrina cristiana», y señalando con una vara, les iban declarando las distintas materias (Mendieta III,29).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.