Aciertos y desaciertos del gobierno de Hernán Cortés

Buen gobierno de Cortés (1521-1524)

En octubre de 1522 el Emperador nombró a Hernán Cortés gobernador y capitán general de la Nueva España. «En el corto período de tres años (1521-1524) sentó las bases de la organización social y política de la nueva nación; hizo levantar sobre los escombros de la ciudad destruida una más hermosa y magnífica; expidió ordenanzas que nos muestran su genio creador; mandó explorar en todas direcciones la inmensa extensión del país; trajo plantas e introdujo cultivos desconocidos; abrió el campo para la propaganda de la fe; conquistó el amor y el respeto de los naturales y evitó, hasta donde pudo, que éstos fuesen depredados por los vencedores, a quienes sin embargo no descontentó» (Trueba, Zumárraga 7).

Siete años terribles (1524-1530)

Pero en 1524 cometió Cortés un error gravísimo… Abandonó la Nueva España, cuyo orden político apenas se iba estableciendo, para ir a dar su merecido al capitán Cristóbal de Olid, quien enviado por él a explorar las Hibueras (Honduras) al frente de seis navíos, se había rebelado contra su autoridad. Y aún cometió otro error igualmente grave: en lugar de dejar en su lugar a alguno de sus fieles capitanes, confió el gobierno a funcionarios o licenciados como Alonso de Estrada, Rodrigo de Albornoz y Alonso Zuazo.

Y a estos errores todavía añadió otro. Cuando, estando ya de camino, los oficiales reales Salazar y Chirinos advirtieron a Cortés del desgobierno consecuente a su ausencia, fiándose de ellos, les dio autoridad de gobierno, con resultados aún peores. Éstos, vueltos a México, saquearon la casa de Cortés, atropellaron a las indias nobles que allí vivían, atormentaron primero y ahorcaron después a su administrador Rodrigo de Paz, cometieron toda clase de tropelías con los indios y los amigos de Cortés, corrieron la voz de que éste había muerto, y robaron todo cuanto pudieron… Al decir de fray Juan de Zumárraga, «se pararon bien gordos de dinero».

Regreso y destierro de Cortés

A comienzos de 1526, un criado de Cortés, disfrazado y a escondidas, regresó a México con cartas de su señor, y se fue al convento de San Francisco. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que, sabiendo vivo a Cortés y viendo sus cartas, «los frailes franciscanos, y entre ellos fray Toribio Motolinía y un fray Diego de Altamirano, daban todos saltos de placer y muchas gracias a Dios por ello» (cp.188). Pronto y bien mandado, «con ímpetu y alarido», el capitán Tapia prendió a Salazar y a Chirinos, y los metió en sendas jaulas de gruesas vigas, que según consta en los libros del cabildo de México, costaron 7 pesos.

Así las cosas, «estando la tierra en gran turbación -escribe Zumárraga-, que todo se quemaba, sucedió la venida de don Hernando», quien volvía agotado de su desastrosa expedición a Honduras. Fue un regreso realmente apoteósico que debió sanarle el corazón de su amargura. Los indios venían hasta de los lugares más lejanos a limpiar los caminos y adornarlos con flores.

Como dice Lucas Alamán, un clásico entre los historiadores de México, «los indios lo recibieron con no menor aplauso que si hubiera sido el mismo Moctezuma: no cabían por las calles, con muchas danzas, bailes y músicas, y en la noche hicieron hogueras y luminarias» (Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana, IV). Seis días pasó en San Francisco de México, retirado con los frailes, como le escribe al Emperador, «hasta dar cuenta a Dios de mis culpas».

Durante los dos años de su imprudente ausencia, los enemigos de Cortés habían hecho llegar a España toda suerte de calumnias. Y Carlos I decide sujetarlo a juicio de residencia, para lo cual envía a Luis Ponce de León, que muere en México en seguida, lo mismo que su sucesor Marcos de Aguilar, de tal modo que el encargado para juzgar a Cortés fue su viejo enemigo el tesorero Alonso de Estrada. Éste lo primero que hizo fue liberar a Salazar y Chirinos, y desterrar de la ciudad de México a Cortés, que se fue a Castilla a defender su honor y sus derechos.

Enterado el Emperador de los escándalos de la Nueva España decide que ésta fuera regida por una Audiencia Real, un cuerpo colegiado, y comete el gravísimo error de poner al frente de los oidores Parada, Maldonado, Matienzo y Delgadillo, a Nuño de Guzmán, un hombre que en esos años dio muestras inequívocas de ser un canalla. Junto a ellos nombra, como obispo de México y Protector de los indios -y aquí acierta plenamente-, a fray Juan de Zumárraga. Todos ellos llegan a México en agosto de 1528.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La muerte de un santo misionero agustino

El sermón de su despedida

En 1563 el padre Roa, estando de prior en Molango, y sintiéndose gravemente enfermo, convocó a los fieles de todos los pueblos vecinos que el había atendido durante años, para despedirse de ellos. Hacía entonces veinticinco años que estaba en la Nueva España, tenía 72 años, y sabía ya con seguridad que pronto le llamaría el Señor.

Cuando ya todos estuvieron reunidos, les hizo una larga prédica, en la que recordó todos los pasos principales de su vida misionera, y les explicó por última vez los artículos fundamentales de la fe cristiana. Ya al final, se acercó a una hoguera que habían encendido cerca, y entrando en las grandes llamaradas, desde allí estuvo exhortando a los fieles, sin quemarse, para que temieran las penas posibles del infierno…

El padre Grijalva comenta: «A mí me acobardara el escribir [estas cosas] si no hubieran sido tan públicas a los ojos de un mundo entero, notorias a todos, y recibidas de todos, sin que ninguno haya puesto duda, ni escrúpulo en ello».

Muchos otros milagros del padre Roa -apenas verificables, por supuesto, al paso de tantos años- quedaron igualmente escritos (Crónica II,22), cuando aún vivían muchos de los informantes y testigos. Y el padre Grijalva añade: «Si las cosas que he escrito [de los santos varones de la Orden] admiraren por muy grandes, demos las gracias a Dios que es poderoso para hacerlas en sujetos tan humildes, y procuremos imitarles fiados en un Dios tan bueno que es para todos, y tan rico que no se agota».

A morir a México

Quiso ir a morir en el convento agustino de México, para ser así enterrado en la Casa matriz de la Orden. Y ya de camino, sin quererlo, iba arrastrando multitud de indios, que llorando a gritos, le pedían su bendición, «afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no volverían a ver su rostro» (Hch 20,38).

En Metztitlán estaba de prior fray Juan de Sevilla, su íntimo amigo, que le acompañó el resto del camino. Llegado a México, se le impuso que no hiciera penitencia alguna y obedeciese en todo a los enfermeros, cosa que obedeció sin dificultad, aunque luego obtuvo licencia para continuar absteniéndose de comer carne. Fue enviado unos días al convento de los dominicos de Coyoacán, pueblo de buen clima y buenas aguas, donde los frailes predicadores le acogieron con gran afecto, y allí hizo confesión general. Pero agravándose su enfermedad, regresó a México.

Recibidos los sacramentos de confortación para la muerte, quedó tres día sin habla, agarrado al crucifijo que le había acompañado en todas sus correrías apostólicas, fijos los ojos en él, y muchas veces llorando. Una hora antes de morir, pudo hablar y dijo: «Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacratísimo cuerpo». Y añadió: «Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y con esto murió a 14 de setiembre [de 1563], día de la Exaltación de la Cruz» (II,23).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un misionero orante y contemplativo

«[Fray Antonio de Roa, misionero agustino] era continuo en la oración y contemplación, y todo el tiempo que le sobraba gastaba en esto. De día le sobraba poco tiempo, porque lo gastaba todo en obras de caridad, enseñando, predicando y administrando los santos sacramentos a los indios. Pero las noches las pasaba todas en estos ejercicios. Estaba de rodillas siempre que rezaba o contemplaba, y ponía las rodillas a raíz del suelo, porque levantaba el hábito. El modo que tenía de meditar, según él mismo comunicó a fray Juan de la Cruz, era el que le enseñó su madre» (II,20), meditando cada día de la semana una frase del Padre nuestro.

El domingo, el día que culmina la primera creación y que inicia la nueva, se representaba al Padre celestial, de quien viene todo bien en el cielo y en la tierra: Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum.

El sábado, jurando fidelidad a Cristo, Rey del universo, suplicaba incesantemente: Adveniat Regnum tuum.

El viernes, uniéndose a la Pasión de Jesús, no se cansaba de repetir: Fiat voluntas tua. Como él decía, volvía hacia atrás el Padre nuestro justamente para que esta súplica fuera en el viernes.

El jueves meditaba en Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, alimentándolas amorosamente en la eucaristía con su propio cuerpo: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie.

El miércoles recordaba a aquel siervo del evangelio que «no tenía con qué pagar»… y «el señor, movido a compasión, le perdonó la deuda» (Mt 18,25.27), y oraba: Dimitte nobis debita nostra.

El martes examinaba su conciencia con especial cuidado, y reconociendo sus culpas y su debilidad ante los peligros, decía: et ne nos inducas in tentationem.

Y el lunes, pensando en el juicio final, se abandonaba a la misericordia de Dios diciendo: sed libera nos a malo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

El «singularísimo camino» de penitencias del P. Roa, misionero agustino

Como hace notar Robert Ricard, en general fue muy grande la severidad penitencial de los primeros misioneros de México, pero aún así «se queda muy lejos de la austera vida ascética de fray Antonio de Roa: vio que los indios andaban descalzos, y él se quitó las sandalias para andar descalzo; vio que casi no tenían vestido y que dormían sobre el suelo, y él se vistió de ruda tela y se dio a dormir sobre una tabla; vio que comían raíces y pobrísimos alimentos, y él se privó del más leve gusto en el comer y en el beber. Por mucho tiempo no probó el vino, ni comió carne o pan. Identificado de este modo con sus pobres indios, logró conquistar sus corazones y convertirlos con rapidez» (Conquista 226).

En efecto, como señala Grijalva en varias ocasiones, el testimonio de fray Antonio conmovió profundamente a los indios: «Es tan admirable la vida del bendito fray Antonio de Roa, tan grandes sus penitencias, tantos sus merecimientos, que puso en espanto estas naciones y enterneció las mismas peñas, que regadas con su sangre se ablandaron, y conservan hasta hoy rastros de aquellas maravillas» (II,20)…

El padre Roa, quizá de andar siempre descalzo por los caminos, tenía una llaga crónica en un dedo del pie. Sin embargo, «nunca le vieron sentado, porque ni aun este pequeño descanso quiso dar a su cuerpo en veinte y cinco años que estuvo en esta tierra, y cuando algunas personas que hablaban con él no se querían sentar, él con mucho gusto y alegría les obligaba a que se sentasen, quedándose en pie» (II,20).

Pero sobre todas estas cosas, que eran penitencias hasta cierto punto normales en los misioneros más austeros, otras penitencias de fray Antonio eran realmente inauditas. Fray Juan de Grijalva entendió bien la intención que en ellas llevaba el padre Roa cuando escribe: «Conociendo este siervo de Dios la condición de los indios, que es la que siempre vemos en gente sencilla y vulgar, que se mueven más por el ejemplo que por la doctrina, y les admira lo que ven con los ojos más que con otra ninguna noticia, se resolvió a seguir un particularísimo camino, y a hacer demostración en su cuerpo de todo aquello que les predicaba» (II,20)

Tenía, por ejemplo, enseñados algunos indios de su mayor confianza, los que le acompañaban en sus misiones apostólicas, para que delante de los indios le atormentaran con las más crueles penitencias. Al salir del convento, habían de llevarle arrastrado con una soga al cuello, y cuando llegaban por el camino a una cruz, él la besaba de rodillas, con todo amor y reverencia, y «en haciendo esto, los indios le daban de bofetadas, y le escupían en el rostro, y le desnudaban el hábito, y le daban a dos manos cincuenta azotes, tan recios que le hacían reventar la sangre» (II,21). Y aquellos indios sencillos, ingenuos y compasivos, viendo la humillación y el sufrimiento de este «varón de dolores», se conmovían hasta las lágrimas. En seguida, predicando junto a la cruz, les exhortaba a la fe y a la conversión.

Así era como «aquellos bárbaros indígenas, que veían y escuchaban al padre Roa, pasmados de espanto y llenos de asombro, llegaban a entender los dos puntos más importantes de nuestra fe: la inocencia de Cristo y la gravedad de nuestras culpas, la satisfacción de Cristo y la que nosotros debemos hacer» (López Beltrán 89).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Juan de Grijalva, biógrafo de misioneros agustinos

Fray Juan de Grijalva (1580-1638)

Hasta aquí la historia del padre Roa viene a ser relativamente normal. Pero los capítulos de su vida en los que entramos ahora son en muchos aspectos tan increíbles, que se nos hace necesario presentar primero a quien fue su biógrafo, para argumentar así su credibilidad.

El mexicano agustino fray Juan de Grijalva, nacido en Colima en 1580, fue para la historia de su Orden lo que Dávila Padilla para los dominicos, o lo que Motolinía y Mendieta fueron para los franciscanos. Personalidad muy distinguida entre los agustinos de la Nueva España, fue prior en Puebla y en México, profesor y rector del Colegio de San Pablo, Definidor, confesor del Virrey y, lo que más nos importa, fue también nombrado Cronista de su provincia agustiniana.

De todos los conventos, en efecto, le fue entregada documentación histórica de primera mano, y basándose siempre en datos orales o escritos ciertos -él mismo dice que recibió «muy copiosas relaciones, pero no todas fueron dignas de la historia»-, en 1622 terminó de escribir su Crónica de la Orden de N. P. San Agustín en las Provincias de la Nueva España. En cuatro edades, desde el año de 1533 hasta el de 1592. Autor de otros muchos escritos y gran predicador, murió en México en 1638, a los 58 años de edad.

Antes de publicarse obra histórica tan importante como la Crónica, fue aprobada en 1623 por el Arzobispo de México, y en ese mismo año un Capítulo que reunió a los nueve padres del Definitorio agustiniano, autorizó la obra declarando que era «la verdad de la historia». Finalmente, tras revisión y elogio de un censor dominico, recibió en 1624 licencia de publicación de la Real Audiencia de México.

Por lo demás, el padre Grijalva, después de haber hecho crónica de muchas figuras ilustres de la Orden, dice: «ésta que queda escrita del bienaventurado padre fray Antonio de Roa es la más bien probada, porque como sus principales acciones fueron tan públicas, era un mundo entero el que las atestiguaba, y no eran sólamente indios, sino también españoles» (II,23).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Historia prodigiosa del Santo Cristo de Totolapan

A unos 125 kilómetros de la ciudad de México, cerca de la Estación Cascada, se halla el pueblo de Totolapan, cuyo primer evangelizador y prior, en 1535, fue fray Jorge de Avila, que edificó casa y convento, y que desde allí evangelizó otros ocho pueblos del actual estado de Morelos. Pues bien, fray Antonio de Roa en 1542 fue nombrado prior de San Guillermo Totolapan, allí precisamente donde aprendió la lengua mexicana, cuando pensaba volverse a España. Tenía entonces 51 años, y su enamoramiento de Cristo Crucificado iba haciéndose cada vez más profundo…

Por aquellos años, apenas llegaban imágenes de España y no había en el lugar todavía quien las hiciese. Y el padre Roa, acostumbrado a orar en Burgos ante aquel famoso cristo de los agustinos, tenía muy vivos deseos de conseguir un hermoso crucifijo, y «lo había pedido muchas veces con devoción y ahínco».

Y un día de 1543, el quinto viernes de Cuaresma, el portero avisa al prior Roa que un indio ha traído un crucifijo para vender. Fray Antonio corre allí, desenvuelve el cristo del lienzo en que el indio lo traía, y sin hacer caso del indio, toma el crucifijo, besa sus pies y su costado, lo venera con emocionadas palabras, y se apresura a colocarlo en la reja del Coro, donde siempre había deseado tenerlo. En seguida llama a los frailes para darles tan buena nueva… Pero cuando trata de dar razón del indio, advierte que ni se ha fijado en él. Corren entonces a la portería, al pueblo, a los caminos, pero del indio nunca más se sabe nada.

En 1583, cuarenta años más tarde, los agustinos lo trasladaron a su gran convento de México, donde esperaban que podría recibir más culto, y para ello, al parecer, lo sacaron de noche y ocultamente por una ventana que todavía se muestra. En 1861, con motivo de la exclaustración decretada por Benito Juárez, los agustinos hubieron de abandonar su grandioso templo de la ciudad de México. Y fue entonces, tras doscientos setenta y ocho años de ausencia, cuando el pueblo de Totolapan consiguió recuperar su santo cristo, y lo trajo cargando desde México. Éste es el origen del Santo Cristo de Totolapan, lleno de majestad y de belleza, tan venerado hasta el día de hoy.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un agustino misionero, extraordinariamente valiente

Verdadera fraternidad

Nunca dejaba ya el padre Roa aquellas montañas, donde misionaba y servía incansablemente a los indios, como no fuera para visitar unas horas a su gran amigo, fray Juan de Sevilla, prior en Atotonilco el Grande. Se encontraban en la portería, conversaban un bueno rato, no más de una hora, se confesaban mutuamente y, sin comer juntos, volvía Roa a sus lugares de misión. Allí están pintados, en la portería del convento de Atotonilco, los dos amigos abrazados, con esta inscripción debajo: «Hæc est vera fraternitas».

Asalto al ídolo máximo de los huaxtecos

En Molango, ciudad de unos cuarenta mil habitantes, había un ídolo traído hace mucho tiempo de Metztitlán, de nombre Mola, que era el principal de todos los ídolos de la zona. En torno a su teocali piramidal, de 25 gradas, donde era adorado, había gran número de casas en las que habitaban los sacerdotes consagrados a su culto. Allí, un día de 1538, convocó el padre Roa a todos los sacerdotes y fieles idólatras, que se reunieron a miles. Sin temor alguno, el santo fraile desafió al demonio, que por aquel ídolo hablaba con voz cavernosa, y le increpó en el nombre de Cristo para que se fuera y dejara de engañar y oprimir a los indios. Luego, desde lo alto del templo, rodeado de sacerdotes y sirvientes del ídolo, predicó a la multitud con palabras proféticas de fuego. Hasta que, en un momento dado, los mismos sacerdotes y sus criados arrojaron el ídolo por las 25 gradas abajo, quedando de cabeza. En seguida, el furor de los idólatras desengañados hizo pedazos al ídolo al que tantas víctimas habían ofrecido. Y «esto que he contado -dice Grijalva- es de relación de los indios, que por tradición de sus padres lo refieren por cosa indubitable».

Una vez terraplenado el lugar, se construyó allí una capilla dedicada a San Miguel, el gran arcángel vencedor del demonio. Digamos de paso que no pocos de los muchos santuarios que en México hay dedicados a San Miguel tienen en sus orígenes historias análogas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un misionero llamado por segunda vez a la labor

Escribe Grijalva: «Vino este santo varón a estas partes el año de 1536, y quedó España tan triste cuanto nosotros alegres. La celda en que vivió en Burgos, que fueron doce años, era tan estimada de todos, que por reverencia no permitían que ninguno viviese en ella» (II,20). Cuando llegaron a México los doce agustinos, Fray Juan de Sevilla, como prior, y el padre Antonio de Roa fueron destinados a misionar lo que el cronista Grijalva llama Sierra Alta, es decir, la hoy llamada Sierra de Pachuca, al noreste de la ciudad de México, en el estado de Hidalgo.

Los indios no vivían en poblaciones, sino diseminados por los riscos. Y por aquella región abrupta y montañosa, cuenta Grijalva, «entraron el Padre F. Juan de Sevilla y el bendito F. Antonio de Roa, corriendo por estas sierras como si fueran espíritus. Unas veces subían a las cumbres, y otras bajaban a las cavernas, que para bajar ataban unas maromas por debajo de los brazos, en busca de aquellos pobres indios, que vivían en las tinieblas. Hallaban gran dificultad en ellos, porque antes que entraran nuestros religiosos, les había hecho el Demonio muchas pláticas, representándoles la obligación que tenían a conservarse en su religión antigua, que viesen los grandes trabajos que padecían ya los de los llanos, después que habían mudado de religión, que ya ni el cielo les daba sus lluvias, ni el sol los miraba alebre, ni los podía sufrir la tierra… Estaban tan persuadidos los indios, y tan acobardados, que aun oir no los querían» (I,19).

No había modo. «En esto pasaron un año entero sin hacer fruto alguno» (I,22). Así las cosas, Fray Antonio, «acordándose de que su vocación fue buscando la quietud y soledad del alma, y pareciéndole que la perdía en aquellos ejercicios, y viendo que era de poco efecto su trabajo, y que aprovechaba poco a los indios; o a lo que siempre se entendió, temiéndose de que no se hacía fruto por culpa suya, y pensando que otros acabarían mejor aquel negocio, como habían acabado otros de la misma dificultad, trató de volverse a Castilla. Propúsolo al Provincial, y tantas razones le dijo, que le convenció y le dio la licencia» (II,20). De este modo, su amigo del alma, «fray Juan de Sevilla se quedó solo [en Atotonilco el Grande] entre aquellas sierras con algunos pocos indios que había llevado de los llanos» (I,22).

Mientras se arreglaba el viaje, se retiró fray Antonio al convento de Totolapan, que ya entonces reunía en su torno una fervorosa comunidad de indios conversos. De uno de ellos, que era mestizo, aprendió el idioma mexicano con tal rapidez y perfección que es para pensar «que tuvo no al mestizo, sino al mismo Dios por maestro» (II,20). Allí servían dos frailes, que se despedazaban para atender nueve pueblos. Y él les veía avergonzado, cada vez más dudoso de su intención de abandonar la Nueva España…


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Comienza la historia admirable del agustino Fray Antonio de Roa

Conocemos la historia admirable del agustino fray Antonio de Roa por la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España, escrita por el padre Juan de Grijalva, y publicada en México en 1624; y también por el libro del benemérito presbítero mexicano Lauro López Beltrán, Fray Antonio de Roa, taumaturgo penitente.

Fernando Alvarez de la Puebla, distinguido caballero castellano, y Doña Inés López, en la villa burgalesa de Roa, perteneciente a la diócesis de Osma, tuvieron en 1491 un hijo a quien llamaron Fernando. De su madre recibió éste una formación espiritual que habría de valerle para toda su vida. «Su madre, asegura Grijalva, fue tan piadosa y buena cristiana que fue maestra de este gran contemplativo» (II,20), como se vio más tarde, siendo ya religioso. Desde chico «le llamaban el niño santo», y era «la estatura y los miembros bien proporcionados, y de robusta salud. Hombre de grandísima verdad, y de discreta conversación, muy piadoso con los pobres, humilde y templado».

La precocidad religiosa de este joven da ocasión a que sea nombrado a los 14 años, siendo laico, canónigo de la Colegiata de Canónigos Regulares de San Agustín en Roa, función que desempeña día a día con la mayor fidelidad, aunque siempre se resiste a ser ordenado sacerdote. En 1524, a los 33 años, pasa de la vida litúrgica en la Colegiata y de las obras de caridad y apostolado en Roa a la vida religiosa, ingresando en los agustinos de Burgos, atraído por su devoción al santo Cristo Crucificado que allí se venera. Toma entonces el nombre de Antonio de Roa, profesa en 1528, y venciendo los frailes sus muchas resistencias, es ordenado sacerdote poco después.

En 1536, fray Francisco de la Cruz, agustino adelantado en México, viaja a España consigue doce misioneros de su Orden, y entre ellos al padre Antonio de Roa. La marcha de fray Antonio fue muy sentida en Burgos, y ante la solicitud de fray Francisco de la Cruz, «le rogó el Padre Provincial que le dejase, y que le daría por él otros tres religiosos, los que quisiese escoger de toda la Provincia» (II,20)…


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Llegada de los primeros agustinos a México

Al poco tiempo de la conquista de México, en 1533, siete agustinos, guiados por fray Francisco de la Cruz, llamado «el Venerable», iniciaron allí su labor misionera. Dos años después, consiguió fray Francisco en España seis compañeros más. Y al año siguiente logró para la Nueva España otros doce misioneros, entre los cuales fray Antonio de Roa. De esta expedición formó parte un notable catedrático de Salamanca, Alonso Gutiérrez que, ganado a última hora por «el Venerable», pasó a México, donde profesó en la Orden con el nombre de Alonso de la Veracruz.

Fue éste, como decía Cervantes de Salazar, «el más eminente Maestro en Artes y en Teología que hay en esta tierra». En los cincuenta años siguientes, la Orden funda unos 40 conventos, extendiendo su labor misionera en tres direcciones: al sur de la ciudad de México, hacia Tlapa y Chilapa; al norte, entre México y Tampico; y al noroeste, especialmente en Michoacán (Ricard, Conquista 156-157).

Los agustinos, como los franciscanos -no así los dominicos-, trabajaron con dedicación en la enseñanza, comprendiendo su necesidad para la evangelización y, por ejemplo, ya en 1537 tenían en México un colegio en el que, con la doctrina cristiana, se enseñaba a leer, escribir y gramática latina. Y en 1540 fundaron un convento y colegio en Tiripitío, Michoacán. Algunos consideran que fue «la primera Universidad de México. Puede que sea una exageración -escribe Francisco Martín Hernández-, pero de lo que no cabe duda es de que fueron los agustinos, con fray Alonso de Veracruz, los primeros en organizar intelectualmente los estudios en el ámbito de su corporación religiosa» (AV, Humanismo cristiano 96).

«Fueron quizá los agustinos -estima Ricard-, entre las tres órdenes, quienes mayor confianza mostraron en la capacidad espiritual de los indios. Tuvieron para sus fieles muy altas ambiciones, y éste es el rasgo distintivo de su enseñanza. Intentaron iniciar a los indios en la vida contemplativa» (198).

Las tres órdenes misioneras primeras de México tuvieron como dedicación fundamental la fundación y asistencia de pueblos de indios. «Sin embargo, en el arte de fundar pueblos, civilizarlos y administrarlos se llevaban la palma los agustinos, verdaderos maestros de civilización» (235). Este empeño lo realizaron principalmente en la región michoacana durante la primera evangelización.

También se destacaron los agustinos, con los franciscanos, en la fundación de hospitales, que existían prácticamente en todos los pueblos administrados por ellos. Estos hospitales no eran sólamente para los enfermos, sino que eran también albergues de viajeros, y verdaderos institutos de vida social y económica. Hemos de ocuparnos más de ellos al tratar del obispo Vasco de Quiroga. Pero ahora dedicaremos nuestra atención a uno de los más grandes misioneros agustinos de México.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Resumen de la primera expansión misionera en México

Terminemos esta parte con algunos recuentos estadísticos. Los franciscanos llegaron a México en 1523, los dominicos en 1526, y los agustinos en 1533. Aunque no es fácil proporcionar datos con exactitud, pues las cifras del contingente misionero y del número de conventos experimentaron frecuentes cambios, diremos, siguiendo a Ricard, que en 1559 había en México 802 misioneros: 330 franciscanos, 210 dominicos y 212 agustinos (159).

Hacia 1570, en menos de 50 años, se habían establecido en México unos 150 centros misionales, 70 franciscanos, 40 dominicos y 40 agustinos, en una expansión misionera tan formidable como no se ha dado nunca en la historia de la Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles.

Todo fue obra del amor de Cristo a los mexicanos. A él la gloria por los siglos. Amén.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Indios apóstoles

El caso del beato Juan Diego, indio apóstol de los indios, como sabemos, no fue único, ni mucho menos. Juan B. Olaechea da sobre esto interesantes datos al estudiar La participación de los indios en la tarea evangélica. También Gabriel Guarda trata de El indígena como agente activo de la evangelización (Los laicos 31-41). Y Juan Pablo II, en la homilía citada, recuerda que «los misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús».

En efecto, como ya dijimos (82-83), nunca ha de olvidarse la contribución indígena al describir los Hechos de los apóstoles de América. Los primeros cronistas refieren algunos casos muy notables sobre el apostolado de los niños y jóvenes indígenas, como aquellos, según vimos, que fray Pedro de Gante enviaba de dos en dos a predicar en los fines de semana (+Motolinía II,7; III,15; Mendieta III,18). Algunos, sin embargo, veían en este apostolado inmaduro más inconvenientes que ventajas (+Zumárraga; Torquemada, Monarquía indiana XV,18). Y en el Perú era lo mismo.

También los indios adultos fueron a veces grandes evangelizadores. Gregorio XIV concedió indulgencias insignes «a los Señores Indios Cristianos que procuraren traer a los no cristianos ni pacíficos a la obediencia de la Iglesia» (+Olaechea 249), cosa que hicieron muchas veces, con su autoridad patriarcal, caciques y maestros, alguaciles y fiscales indios. Un caso notable es el de los grupos de familias cristianas tlaxcaltecas que se fueron a vivir con los chichimecas con el fin de evangelizarlos. Otras veces se dieron admirables iniciativas apostólicas personales, como la de aquel Antonio Calaimí, jirara oriundo de Nueva Granada, que se adentró en la cordillera para suscitar la fe en Cristo, sin más arma que un clarín prendido al cinto, y que consiguó la conversión de algunas tribus de indios betoyes. Éste, cuando se veía acosado por indios hostiles, lograba ahuyentarlos sin hacerles daño con un clarinazo restallante (249).

Pero quizá un caso, muy seguro y documentado, contado por Cieza de León, pueda hacernos gráfico el estilo de aquel apostolado indio de primera hora, muy al modo del Beato Juan Diego. Este soldado y cronista extremeño quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su Crónica del Perú, transcribió la nota tal como la guardaba:

«Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de 1547… vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco, el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad india para esperar humildemente, como Juan Diego en el arzobispado]. Y como me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces, diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación, amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos por las persuasiones deste nuevo convertido» (cp.117).

Eso es exactamente lo que Juan Diego hacía esos mismos años en la ermita del Tepeyac. Ya se ve que el Espíritu Santo obraba en el Perú y en México las mismas maravillas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Las Apariciones de Guadalupe: un signo de paz

Apenas podemos imaginarnos el terror que paralizó el corazón de los aguerridos mexicanos con motivo de la presencia de los españoles. Se sabe que desde el primer momento, llenos de siniestros presagios, intuyeron que iba a derrumbarse completamente el mundo en que vivían, y que iba a formarse un mundo nuevo, completamente desconocido. Según vimos, indios eruditos y veraces informaron a Sahagún de este terror difuso que fue apoderándose de todos, comenzando por el tlatoani Moctezuma, que «concibió en sí un sentimiento de que venían grandes males sobre él y sobre su reino». Al saber que los españoles se acercaban y preguntaban mucho por él, «angustiábase en gran manera, pensó de huir o de esconderse para que no le viesen los españoles ni lo hallasen»…

Pero el avance de los españoles hacia la meseta del Anahuac prosigue incontenible, como si se vieran asistidos por una fuerza fatal y sobrehumana. «Todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos, hacían corrillos, y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido; las madres llorando tomaban en brazos a sus hijos y trayéndoles la mano sobre la cabeza decían: ¡Oh hijo mío! ¡en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!» (XII,9).

Ya están presentes los españoles. Estos hombres barbudos, vestidos de hierro, lanzan rayos mortíferos desde lo alto de misteriosas bestias, acompañados de perros terribles, y son capaces, siendo cien, de dominar a cien mil: son teules, hombres divinos y omnipotentes. Cortés y unos pocos, inexorablemente, se hacen dueños del poder; cesa bruscamente el fortísimo poder azteca, que había dominado sobre tantos pueblos; los ídolos caen, los cúes son derruídos, y los sacerdotes paganos, antes tan numerosos y temidos, se esconden y desaparecen, ya no son nada; cunde un pánico colectivo, lleno de perplejidad y de malos presagios. ¿Qué es esto? ¿Qué significa? ¿Que nos espera?…

Moctezuma, hundido en el silencio, sólo alcanza en ocasiones a balbucear: «¿Qué remedio, mis fuertes?… ¿Acaso hay algún monte donde subamos?… Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que aún no razonan. ¿En dónde podrán ser puestos a salvo? Pero… no hay remedio… ¿Qué hacer?… ¿Nada resta? ¿Cómo hacer y en dónde?… Ya se nos dio el merecido… Como quiera que sea, y lo que quiera que sea… ya tendremos que verlo con asombro» (XII,13). Y «decía el pueblo bajo: ¡Sea lo que fuere!… ¡Mal haya!… ¡Ya vamos a morir, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos nuestra muerte!» (XII,14).

El trabajo, en seguida, organiza a los indios y les distrae un tanto de sus terrores. En efecto, muy pronto están todos manos a la obra, arando y sembrando con sistemas nuevos de una sorprendente eficacia, forman inmensos rebaños de ganado, construyen caminos y puentes, casas e iglesias, almacenes y plazas. A esto se une también el efecto tranquilizador de los frailes misioneros, pobres y humildes, afables y solícitos. Pero el miedo no acaba de disiparse…

Es entonces, «diez años después de tomada la ciudad de México» con sangre, fuego y destrucción, cuando Dios dispone que un pobre macehual pueda contemplar una epifanía luminosa y florida de la Virgen Madre, que no trae, como en Lourdes o Fátima, un mensaje de penitencia, sino que en Guadalupe sólo viene a expresar la ternura de su amor maternal: «Yo soy para vosotros Madre, y como os llevo en mi regazo, no tenéis nada que temer. Hacedme un templo, donde yo pueda día a día manifestaros mi amor». Eso es Guadalupe: un bellísimo arco iris de paz después de una terrible tormenta.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Vida santa de Juan Diego

Vida santa de Juan Diego. La Virgen comenzó a hacer milagros en el Tepeyac, y «toda la gente se admiró mucho y alabó a la inmaculada Señora del Cielo, Santa María de Guadalupe, que ya iba cumpliendo la palabra que dio a Juan Diego, de socorrer siempre y defender a estos naturales y a los que la invoquen.

«Según se dice, este pobre indio se quedó desde entonces en la bendita casa de la santa Señora del Cielo, y se daba a barrer el templo, su patio y su entrada…

«Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho, para beneficiar a estos naturales y a los españoles y, en suma, a todas las gentes que la han invocado y seguido. A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuvieran tan distantes su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacer el barrido; por lo cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquiera parte que fuera, junto a las paredes del templo y servirle. Accedió a su petición y le dio una casita junto al templo de la Señora del Cielo; porque le quería mucho el señor obispo».

«Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando su casa y su tierra a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba; comulgaba; ayunaba; hacía penitencia; se disciplinaba; se ceñía cilicio de malla; se escondía en la sombra, para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo».

«Era viudo [en 1529, a los 55 años]: dos años antes de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía. Ambos vivieron castamente: su mujer murió virgen; él también vivió virgen; nunca conoció mujer. Porque oyeron cierta vez la predicación de fray Toribio de Motolinía, uno de los doce frailes de San Francisco que habían llegado poco antes, sobre que la castidad era muy grata a Dios y a su Santísima Madre19; que cuanto pedía y rogaba la señora del Cielo, todo se lo concedía; y que a los castos que a Ella se encomendaban, les conseguía cuanto era su deseo, su llanto y su tristeza».

«Viendo su tío Juan Bernardino que aquél servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar ambos juntos; pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron; porque así había dispuesto la Señora del Cielo que él solo estuviera».

En 1544 hubo peste, y murió Juan Bernardino, a los ochenta y seis años, especialmente asistido por la Virgen. Fue enterrado en el templo del Tepeyac.

«Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del Cielo, murió, en el año mil quinientos cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor Obispo [Zumárraga]. A su tiempo, le consoló mucho la Señora del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir y gozar en el Cielo cuanto le había prometido. También fue sepultado en el templo. Andaba en los setenta y cuatro años. La Purísima, con su precioso hijo, llevó su alma donde disfrutara de la Gloria Celestial».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Lo que sucedió después de la manifestación de la Virgen en el Tepeyac

«También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había ella sanado y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la Siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

«Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.

«El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo. La sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen».

Descripción de la imagen. «La manta en que milagrosamente se apareció la imagen de la Señora del Cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate un poco tieso y bien tejido. Porque en este tiempo era de ayate la ropa y abrigo de todos los pobres indios; sólo los nobles, los principales y los valientes guerreros, se vestían y ataviaban con manta blanca de algodón. El ayate, ya se sabe, se hace de ichtli, que sale del maguey. Este precioso ayate en que se apareció la Siempre Virgen nuestra Reina es de dos piezas, pegadas y cosidas con hilo blando.

«Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer.

«Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno. Su precioso busto aparece humilde: están sus manos juntas sobre el pecho, hacia donde empieza la cintura. Es morado su cinto. Solamente su pie derecho descubre un poco la punta de su calzado color de ceniza. Su ropaje, en cuanto se ve por fuera, es de color rosado, que en las sombras parece bermejo; y está bordado con diferentes flores, todas en botón y de bordes dorados. Prendido de su cuello está un anillo dorado, con rayas negras al derredor de las orillas, y en medio una cruz.

«Además, de adentro asoma otro vestido blanco y blando, que ajusta bien en las muñecas y tiene deshilado el extremo. Su velo, por fuera, es azul celeste; sienta bien en su cabeza; para nada cubre su rostro; y cae hasta sus pies, ciñéndose un poco por en medio: tiene toda su franja dorada, que es algo ancha, y estrellas de oro por dondequiera, las cuales son cuarenta y seis. Su cabeza se inclina hacia la derecha; y encima sobre su velo, está una corona de oro, de figuras ahusadas hacia arriba y anchas abajo.

«A sus pies está la luna, cuyos cuernos ven hacia arriba. Se yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Son cien los resplandores de oro, unos muy largos, otros pequeñitos y con figuras de llamas: doce circundan su rostro y cabeza; y son por todos cincuenta los que salen de cada lado. Al par de ellos, al final, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.

«Esta preciosa imagen, con todo lo demás, va corriendo sobre un ángel, que medianamente acaba en la cintura, en cuanto descubre; y nada de él aparece hacia sus pies, como que está metido en la nube. Acabándose los extremos del ropaje y del velo de la Señora del Cielo, que caen muy bien en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es de color bermejo, a la que se adhiere un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas son de plumas ricas, largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando las manos del ángel, que, al parecer, está muy contento de conducir así a la Reina del Cielo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Ecos del milagro de la Señora de Guadalupe

En la casa de Juan Bernardino, en Tulpetlac. «No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia para irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.

«Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo, para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.