Caridad en lo cotidiano

Tú, por tu condición de cristiano, no puedes vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de tus hermanos los hombres.

¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! -“¡Que os améis los unos a los otros!” -Me pondría de rodillas, sin hacer comedia -me lo grita el corazón-, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. -Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera.

Sólo serás bueno, si sabes ver las cosas buenas y las virtudes de los demás. -Por eso, cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar…, y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas.

Más pensamientos de San Josemaría.

Un santo nos enseña qué es la caridad en la vida cotidiana

Practica una caridad alegre, dulce y recia, humana y sobrenatural; caridad afectuosa, que sepa acoger a todos con una sincera sonrisa habitual; que sepa comprender las ideas y los sentimientos de los demás. -Así, suavemente y fuertemente, sin ceder en la conducta personal ni en la doctrina, la caridad de Cristo -bien vivida- te dará el espíritu de conquista: tendrás cada día más hambre de trabajo por las almas.

Más pensamientos de San Josemaría.

Sobre el precepto del amor al prójimo

Este precepto está ordenado de manera aceptable, ya que expresa a la vez el motivo que hay para amar y el modo. El motivo de amar está expresado en la palabra misma prójimo. En efecto, debemos amar a los demás con caridad por estar próximos a nosotros tanto por razón de la imagen natural de Dios como por la capacidad de entrar un día en la gloria. Y no obsta en absoluto que se diga próximo o hermano, como en la primera carta de San Juan (4,20-21), o amigo, como en el Levítico (19,18), ya que con todas esas palabras se designa la misma afinidad.

El modo del amor queda expresado en las palabras como a ti mismo. Y eso no se debe entender en el sentido de que sea amado con igualdad, tanto como a uno mismo, sino de la misma manera. Esto se realiza de tres formas:

Primera: considerando el fin. Se ama al prójimo por Dios como se debe amar uno a sí mismo por Dios, para que así el amor al prójimo sea santo.

En segundo lugar, considerando la regla del amor: se debe concordar con el prójimo no en el mal, sino en el bien, para que así el amor del prójimo sea justo.

Por último, considerando el motivo del amor: no se ama al prójimo por propia utilidad y placer, sino simplemente porque, para el prójimo, como para uno mismo, se quiere el bien, a efectos de que el amor al prójimo sea verdadero. En efecto, quien ama al prójimo por propia utilidad y placer, no ama en realidad al prójimo, sino que se ama a sí mismo. (S. Th., II-II, q.44, a.6, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

¿Se puede cumplir en esta vida el precepto de amar a Dios?

Un precepto se puede cumplir de dos maneras: perfecta o imperfecta. Se cumple perfectamente cuando se llega hasta el fin que se propone quien da el precepto. Se cumple, en cambio, imperfectamente cuando, aunque no se llegue hasta el fin propuesto, sin embargo, no se aparta del orden que lleva ese fin, como cuando el general intima a los soldados a luchar: cumple perfectamente la orden el que triunfa del enemigo combatiendo, que ésa era la intención del jefe; la cumple, en cambio, también, aunque de manera imperfecta, quien sin lograr la victoria combatiendo, no actúa, sin embargo, contra la disciplina militar. Pues bien, Dios quiere con este precepto que el hombre esté unido totalmente a El, hecho que tendrá lugar en la patria, cuando Dios será todo en todos (1 Cor 15,28), y por eso se cumplirá de manera plena y perfecta allí. En esta vida, en cambio, se cumple también, aunque de manera imperfecta, y hay quien lo cumple con más perfección que otro cuanto más se asemeja a la perfección de la patria. (S. Th., II-II, q.44, a.6, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

¿Por qué hubo que dar DOS preceptos sobre el amor (a Dios y al prójimo)?

Según quedó expuesto al tratar el tema de los preceptos (1-2 q.91 a.3; q.100 a.1), éstos desempeñan en la ley la misma función que las proposiciones en las ciencias especulativas. En éstas, las conclusiones se encuentran contenidas virtualmente en los primeros principios. De ahí que quien conociera perfectamente los primeros principios en toda su virtualidad, no tendría necesidad de que se le propusieran por separado las conclusiones. Mas dado que no todos los que conocen los principios están en condiciones de considerar lo que se encuentra virtualmente en ellos, se hace necesario que, en atención a ellos, las conclusiones sean deducidas de los principios. Pues bien, en el plano de la acción en el que nos dirigen los preceptos de la ley, el fin tiene razón de principio, como hemos expuesto (q.23 a.7 ad 2; q.26 a.1 ad 1); y el amor de Dios es el fin al que se ordena el amor al prójimo. De ahí que no sólo es menestar dar preceptos sobre el amor de Dios, sino también sobre el amor al prójimo, en atención a quienes, por menos capaces, no captarían fácilmente la realidad de que uno de esos preceptos está incluido en el otro. (S. Th., II-II, q.44, a.2, resp.)


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Caridad de San Pedro Claver para con los enfermos y muertos

Enfermos y muertos

El padre Antonio Aristráin, historiador, dice: «No sabemos si en la historia de la Iglesia se hallan prodigios de caridad corporal como los que se cuentan de este santo varón». Cuando el padre Claver, tras diez horas de trabajo durísimo, después de haber agotado a varios intérpretes, regresaba extenuado a la portería, encontraba en ella a veces una nueva solicitación urgente, a la que siempre se mostraba dispuesto: «Precisamente llegáis en buena hora, tengo un rato perfectamente desocupado». Y allá se iba, vacilante, envuelto en su manteo raído, sacando fuerzas sólo de Cristo.

El manteo del padre Claver llegó a ser famoso, y de él se habla en el proceso más de trescientas veces. Con él envolvía a los enfermos mientras les arreglaba el catre, con él cubría a las negras cuando las confesaba, con él secaba el sudor de los enfermos… Cuenta un intérprete que hubo día en que fue necesario lavarlo siete veces. Aquel manteo, de color ya indefinido, que él vestía sin repugnancia alguna, envolviendo y cubriendo a los miserables, no era sino un signo gráfico de su amor sin medida.

Todo lo que San Pedro Claver pretendía era, precisamente, esto: manifestar y comunicar el amor de Cristo a los hombres. Para eso servía y limpiaba a los enfermos, los abrazaba y los llevaba en sus brazos. Para eso, barría las salas escoba en mano, hacía las camas, servía de comer, fregaba los platos, abrazaba a los apestados, y llegaba a besar -muchas veces lo hizo- las llegas de los leprosos. Sus colaboradores, a veces, se le echaban atrás, vencidos por la repugnancia, y el padre trataba de retenerles. A una intérprete biafara que en una ocasión se le echaba atrás, le dijo: «Magdalena, Magdalena, no se vaya, que éstos son nuestros prójimos redimidos con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo».

El lugar preferido de Claver, donde tenía su querencia, era el hospital de San Lázaro, que acogía unos 70 leprosos. Para éstos guardaba los obsequios mejores que le hacían. A uno, especialmente repugnante, a quien nadie se le acercaba, le ponía sobre sus rodillas para confesarle. Con estos enfermos extremaba la expresión física de su cariño, y cuando trataba con ellos, los abrazaba siempre uno a uno. Eran los momentos en que su rostro, habitualmente triste, brillaba de alegría. Pocos días antes de morir, estando impedido de pies y manos, allá quiso ir, a San Lázaro, a despedirse de sus leprosos.

A los negros difuntos les conseguía mortaja y ataud, cirios y un entierro religioso digno, cosa que conmovía especialmente a los esclavos, que se veían tan abandonados. «Una pobre esclava llamada Magdalena, de la casta Brau, murió en tal pobreza que no tenía ni ataúd ni paño de difunto. Acudió Claver, recitó los responsos, extendió su manteo, tomo el cadáver y lo puso sobre él, asistiendo con una vela en la mano hasta el final de la ceremonia».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Nociones claras sobre la corrección fraterna

La corrección del que yerra es en cierta forma remedio que debe emplearse contra el pecado del prójimo. Ahora bien, el pecado de una persona puede considerarse de dos maneras. La primera: como algo nocivo para quien lo comete. Segunda: como perjuicio que redunda en detrimento de los demás, que se sienten lesionados o escandalizados, y también como perjuicio al bien común, cuya justicia queda alterada por el pecado. Hay, por lo mismo, doble corrección del delincuente. La primera: aportar remedio al pecado como mal de quien peca. Esta es propiamente la corrección fraterna, cuyo objetivo es corregir al culpable. Ahora bien, remover el mal de uno es de la misma naturaleza que procurar su bien. Pero esto último es acto de caridad que nos impulsa a querer y trabajar por el bien de la persona a la que amamos. Por lo mismo, la corrección fraterna es también acto de caridad, ya que con ella rechazamos el mal del hermano, es decir, el pecado. La remoción del pecado —tenemos que añadir-incumbe a la caridad más que la de un daño exterior, e incluso más que la del mismo mal corporal, por cuanto su contrario, el bien de la virtud, es más afín a la caridad que el bien corporal o el de las cosas exteriores. De ahí que la corrección fraterna es acto más esencial de la caridad que el cuidado de la enfermedad del cuerpo o la atención que remedia la necesidad externa. La otra corrección remedia el pecado del delincuente en cuanto revierte en perjuicio de los demás y, sobre todo, en perjuicio del bien común. Este tipo de corrección es acto de justicia, cuyo cometido es conservar la equidad de unos con otros. (S. Th., II-II, q.33, a.1, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

Alegría, caridad, mortificación, humildad

En cuanto tengas a alguno a tu lado -sea quien sea-, busca el modo, sin hacer cosas raras, de contagiarle tu alegría de ser y de vivir como hijo de Dios.

Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia.

Que sepas, a diario y con generosidad, fastidiarte alegre y discretamente para servir y para hacer agradable la vida a los demás. -Este modo de proceder es verdadera caridad de Jesucristo.

Has de procurar que, donde estés, haya ese “buen humor” -esa alegría-, que es fruto de la vida interior.

Cuídame el ejercicio de una mortificación muy interesante: que tus conversaciones no giren en torno a ti mismo.

Más pensamientos de San Josemaría.

¿Son superiores las limosnas corporales a las espirituales?

Hay dos maneras de comparar estas limosnas. En primer lugar, considerándolas como son en sí mismas. Desde este punto de vista, las espirituales son superiores a las corporales por tres razones: Primera, porque lo que se da es en sí mismo de mayor valor, ya que se trata de un don espiritual, siempre mayor que un don corporal, según leemos en Prov 4,2: Os daré un buen don: no olvidéis mi ley. Segunda: la atención a quien recibe el beneficio: el alma es más noble que el cuerpo. Por donde, como el hombre debe mirar por sí mismo más en cuanto al espíritu que en cuanto al cuerpo, otro tanto debe hacer con el prójimo, a quien está obligado a amar como a sí mismo. Tercera, por las acciones mismas con que se auxilia al prójimo: las acciones espirituales son más nobles que las corporales, que en cierto modo son serviles.

En segundo lugar, también se pueden comparar los dos tipos de limosna en un caso particular. En ese plano sucede a veces que se prefiere la limosna corporal a la espiritual. Por ejemplo, al que se muere de hambre, antes hay que alimentarle que enseñarle; o, como advierte el Filósofo, es mejor dotar (al indigente) que volverlo filósofo, aunque lo último sea en absoluto mejor. (S. Th., II-II, q.32, a.3, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

¿Debe uno hacer primero el bien a los que le son más allegados?

La gracia y la virtud imitan el orden de la naturaleza instituido por la sabiduría divina. Pues bien, entra en el orden de la naturaleza que cualquier agente de la misma desarrolle su acción ante todo y sobre todo entre lo que está más cerca, como el fuego calienta más a las cosas más cercanas. De la misma manera, Dios difunde los dones de su bondad antes y de manera más abundante sobre las cosas más cercanas a El, como expone Dionisio en el cap. 4 De Cael. Hier. Ahora bien, hacer beneficios es acto de caridad para con otros. Es, por lo mismo, un deber ser más benéficos con los más allegados.

Pero el allegamiento entre las personas puede ser considerado desde diferentes puntos de vista, según los distintos géneros de relaciones que las ponen en comunicación; así tenemos: los consanguíneos, en la comunicación natural; los conciudadanos, en la civil; los fieles, en la espiritual, y así sucesivamente. A tenor, pues, de esa diversidad de uniones se han de dispensar los distintos beneficios, ya que, absolutamente hablando, a cada uno se le debe otorgar el beneficio que corresponda a lo que más nos una. Esto, no obstante, puede variar según la diversidad de lugares, tiempos y ocupaciones humanas. Efectivamente, en algún caso, por ejemplo, en necesidad extrema, se debe atender al extraño antes incluso que al padre, que no la atraviesa tan grande. (S. Th., II-II, q.31, a.3, resp.)


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¿Uno debería tratar de hacerle el bien a todo el mundo?

Como ya hemos expuesto (a.1 ad 1), la beneficencia es efecto del amor que inclina a los seres superiores hacia los inferiores para aliviar su indigencia. Pues bien, las gradaciones que se dan entre los hombres no son inmutables, como en los ángeles. Los hombres, en efecto, son víctimas de muchas deficiencias, y por eso quien es superior en una cosa, es, o puede ser, inferior en otra. De ahí que, abarcando a todos la caridad, a todos debe extenderse también la beneficencia, teniendo siempre en cuenta las circunstancias de lugar y tiempo, dado que todo acto virtuoso debe atenerse a los límites exigidos por las circunstancias. (S. Th., II-II, q.31, a.2, resp.)


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¿La paz, como tal, es una virtud?

Como queda expuesto (q.28 a.4), cuando se produce una serie de actos que proceden del mismo agente y bajo la misma modalidad, todos ellos proceden de una sola y única virtud, y cada uno no procede de una virtud particular. Esto se ve en la naturaleza: el fuego calentando licúa y dilata a la vez, y no hay en él una fuerza que licúe y otra que dilate, sino que todos esos efectos los produce el fuego por su fuerza única calentadora. Pues bien, dado que, como queda expuesto (a.3), la paz es efecto de la caridad por la razón específica de amor de Dios y del prójimo, no hay otra virtud distinta de la caridad que tenga como acto propio la paz, como dijimos también del gozo (q.28 a.4). (S. Th., II-II, q.29, a.4, resp.)


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¿Es la paz efecto propio de la caridad?

La paz, como queda dicho (a.1), implica esencialmente doble unión: la que resulta de la ordenación de los propios apetitos en uno mismo, y la que se realiza por la concordia del apetito propio con el ajeno. Tanto una como otra unión la produce la caridad. Produce la primera por el hecho de que Dios es amado con todo el corazón, de tal manera que todo lo refiramos a El, y de esta manera todos nuestros deseos convergen en el mismo fin. Produce también la segunda en cuanto amamos al prójimo como a nosotros mismos; por eso quiere cumplir el hombre la voluntad del prójimo como la suya. Por esta razón, entre los elementos de la amistad ha puesto el Filósofo, en IX Ethic., la identidad de gustos, y Tulio, en el libro De Amicitia, expone que entre amigos hay un mismo querer y un mismo no querer. (S. Th., II-II, q.29, a.3, resp.)


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¿Gozarse puede ser una virtud?

La virtud, como hemos expuesto (1-2 q.55 a.2), es un hábito operativo; de ahí que, por su esencia, tiene inclinación al acto. Ahora bien, sucede que un mismo hábito es el origen de muchos actos ordenados de la misma especie, subordinados unos a otros. Y dado que los actos posteriores no proceden del hábito de la virtud sino en función del acto primero, la virtud no se define ni se determina sino por ese acto primero, aunque los otros se sigan también de ella. Pues bien, después de lo expuesto sobre las pasiones (1-2 q.25 a.1, 2 y 3; q.27 a.4), es evidente que el amor es el primer movimiento de la potencia apetitiva, de la cual se siguen el deseo y el gozo. Por tanto, es el mismo el hábito de la virtud que inclina a amar, a desear el bien amado y gozarse con él. Pero, dado que el amor es el primero de esos actos, la virtud no se denomina por el gozo ni por el deseo, sino por el amor, y se llama caridad. En consecuencia, el gozo no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto de la misma. Por esa razón se la considera entre los frutos, como se ve en el Apóstol en Gal 5,22. (S. Th., II-II, q.28, a.4, resp.)


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¿Es posible la felicidad perfecta?

La plenitud de gozo puede entenderse de dos maneras. La primera, por parte de la realidad objeto del gozo, de forma que se gozara de ella tanto cuanto es digna. En este sentido es evidente que solamente Dios puede tener gozo completo de sí mismo, pues su gozo es infinito, y por eso digno de su infinita bondad; el gozo, empero, de cualquier criatura es, por necesidad, finito.

Puede entenderse también de otra manera la plenitud del gozo, es decir, por parte de quien goza. Pues bien, el gozo se compara con el deseo como la quietud con el movimiento, según dijimos al tratar de las pasiones (1-2 q.25 a.1 y 2). Ahora bien, hay quietud plena cuando no hay movimiento alguno, y hay asimismo gozo cumplido cuando no queda nada por desear. Mientras estamos en este mundo, el impulso del deseo carece de sosiego, ya que tenemos posibilidades de acercarnos más a Dios por la gracia, como ya hemos demostrado (q.24 a.4 y 7). Pero, una vez que se haya llegado a la bienaventuranza perfecta, no quedará ya nada por desear, pues en ella será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes, según el salmo 102,5; El que colma de bien tus deseos. Así se aquieta no solamente el deseo con que deseamos a Dios, sino que también se saciará todo deseo. De ahí que el de los bienaventurados es un gozo absolutamente pleno, e incluso superpleno, porque obtendrán más que pudieron desear, pues según San Pablo en 1 Cor 2,9: No pasó por mente humana lo que Dios ha preparado para quienes le aman. Esto lo leemos también en San Lucas (6,38) en las palabras medida buena y rebosante echarán en vuestro pecho. Mas, dado que ninguna criatura es capaz de adecuar estrictamente el gozo de Dios, tenemos que decir que ese gozo no puede ser captado en su omnímoda totalidad por el hombre; antes al contrario, el hombre será absorbido por ella, según las palabras de San Mateo (25,21.23): Entra en el gozo de tu Señor. (S. Th., II-II, q.28, a.3, resp.)


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