“Prisionero” del Espíritu Santo

En las cartas de San Pablo encontramos muy resaltada la acción del Espíritu Santo. Para él, el don del Espíritu es uno de los aspectos más profundos de la novedad traída por Cristo. Pues con la acción interior y transformante del Espíritu se instaura la nueva alianza anunciada por los profetas (Jer. 31,31-34; Ez. 36,25-28): frente a la antigua economía, basada en una ley externa, que fracasó porque el hombre estaba interiormente herido por el pecado, la nueva economía consiste esencialmente en el don del Espíritu que renueva al hombre por dentro y le hace capaz de cumplir la voluntad de Dios. (cf. Rom. 8,1-4).

San Pablo no hace, sin embargo, muchas referencias al Espíritu en relación con la acción apostólica. Pero sí encontramos al menos explicitada la conciencia de ser ministro de esta nueva alianza, que consiste no en la letra, sino en el Espíritu (2 Cor. 3,6). Él comprueba que la misión de cualquiera de los ministros de esta nueva alianza es incomparablemente superior a la de Moisés (2 Cor. 3,7-8): este, en efecto, fue instrumento de Dios para grabar su ley en tablas de piedra, mientras que el apóstol cristiano es colaborador de Dios para que la voluntad de Dios quede inscrita en el corazón de cada hombre mediante la acción de Espíritu (2 Cor. 3,3).

Por eso habla de «ministerio del Espíritu», pues toda la acción del apóstol consiste en ponerse al servicio de la acción de Espíritu para que se produzca en cada hombre esa maravillosa transformación interior que hará de él una «criatura nueva» (2 Cor.5,17).En efecto, mientras la pura letra «mata» -pues enseña lo que hay que cumplir, pero no da la fuerza para cumplirlo-, «el Espíritu vivifica» -al infundir interiormente la vida que renueva al hombre-. Y la misión del apóstol no es otra que estar al servicio de ese continuo pentecostés a favor de cada hombre a quien se anuncia el Evangelio (cf. He. 19,6).

De igual modo, acudiendo a los Hechos de los Apóstoles, vemos a un Pablo que en el cumplimiento de su misión ha procurado secundar dócilmente los impulsos del Espíritu.

En He. 16,6-7, con ocasión de su segundo viaje misionero, leemos estas misteriosas palabras: «atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús». Y a continuación se nos narra la visión que tuvo Pablo en la que un macedonio les pedía ayuda: de ese modo evangelizan Filipos y el Evangelio entra triunfalmente en Europa.

No sabemos exactamente a qué se refieren las expresiones anteriores. Pero lo cierto es que, ya se traten de circunstancias exteriores o de inspiraciones interiores, Pablo ha entendido que ahí había una pauta que marcaba el Espíritu y la ha secundado inmediatamente.

Esto llama profundamente la atención. Pablo tiene un plan («intentaron dirigirse a Bitinia», como antes habían intentado dirigirse a Asia, probablemente a Efeso); sin embargo, no se empeña en él, sino que está abierto a los signos que son portadores de la voz -y por tanto del impulso- del Espíritu.

Consciente de que estaba al servicio de un grandioso y misterioso plan de salvación que le desbordaba, Pablo entendía que había que dejar obrar a Dios. Siendo la obra de salvación de los hombres una obra de Dios, no se llevaría a término por medios o sistemas predeterminados por la mente humana, sino que permanecería siempre como iniciativa de Dios. Dios actuaba libremente en la historia a través de acontecimientos y mediaciones humanas, y su apóstol -como colaborador de Dios- debía estar atento a esa acción de Dios para secundarla inmediatamente. La acción de Dios iba siempre por delante. Sólo cuando «Dios abría una puerta a la Palabra» (Col. 4,3) el apóstol podía entrar. Inútil querer entrar cuando Dios cerraba una puerta o se reservaba otra ocasión para abrirla (cf. Ap. 3,7).

Del mismo modo, vemos que Pablo cuando se dirige a Jerusalén, donde va a ser encarcelado, obra «encadenado por el Espíritu» (He. 20, 22); aunque el mismo Espíritu le asegura que le esperan «cárceles y luchas» (v. 23), no se le ocurre ni por un momento escaparse de esas cadenas del Espíritu, teniendo la certeza de que con ello cumple un plan de Dios.

Y lo mismo que él había iniciado su labor evangelizadora bajo el influjo y con la fuerza del Espíritu (He. 13, 2-4; así la había comenzado el propio Jesús: Lc. 4,14 ss.), en el ocaso de su vida recomendará a su discípulo Timoteo que reavive el carisma que le fue conferido y que le hace instrumento del Espíritu que es «energía, amor y buen juicio» y que le fortalece para dar testimonio de Cristo sin avergonzarse y para soportar los sufrimientos que acarree la predicación del Evangelio (2Tim. 1, 6-8).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.