El Maestro [San Agustín] estudia esta cuestión y concluye que la caridad no es algo creado en el alma, sino que es el mismo Espíritu Santo inhabitando en la mente. Con ello no pretende decir, en verdad, que este movimiento de amor por el que amamos a Dios sea el mismo Espíritu Santo, sino que este acto de amor procede de El, no a través de algún hábito, como provienen de El los demás actos virtuosos por medio de las virtudes, por ejemplo, el hábito de la fe, de la esperanza o de cualquier otra virtud. Afirmaba esto por la excelencia de la caridad.
Pero, considerándolo bien, esta opinión redunda, más bien, en detrimento de la caridad. En efecto, el movimiento de la caridad no procede del Espíritu Santo moviendo la mente humana, de manera que ésta sólo sea movida y en manera alguna sea principio del movimiento, como es movido el cuerpo por un principio exterior. Esto sería contrario al concepto de voluntario, cuyo principio debe ser interior, como hemos expuesto (1-2 q.6 a.1). De ello se seguiría que el acto de amar no sería voluntario, y eso implica contradicción, ya que el amor es esencialmente acto de la voluntad. Tampoco se puede afirmar que el Espíritu Santo mueva la voluntad al acto de amar como se mueve un instrumento, pues éste, aunque sea principio del acto, no tiene en sí el poder de determinarse a obrar o no. Con ello desaparecería la razón de voluntario y se eliminaría el mérito, siendo así que, como hemos expuesto (1-2 q.114 a.4), la raíz del mérito está en la caridad. Es, pues, necesario que la voluntad sea impulsada por el Espíritu Santo a amar, de tal manera que ella misma sea también causa de ese acto. Ahora bien, ningún acto es producido con perfección por una potencia activa si no le es connatural por alguna forma que sea principio de su acción. De ahí que Dios, que todo lo mueve a sus debidos fines, ha dado a cada ser las formas que les inclinan a los fines por El señalados, como dice la Sabiduría: Todo lo dispone suavemente (Sab 8,1). Es, sin embargo, evidente que el acto de caridad rebasa lo que por su propia naturaleza puede nuestra potencia voluntaria. Por eso, si a su poder natural no le fuera sobreañadida una forma que le inclinara al acto de amor, ese acto sería más imperfecto que los actos naturales y que los actos de las demás virtudes; no sería fácil ni deleitable. Y esto es, evidentemente, falso, pues ninguna virtud tiene tan fuerte inclinación a su acto como la caridad, ni ninguna actúa tan deleitablemente como ella. Resulta, pues, particularmente necesario para el acto de caridad que haya en nosotros alguna forma habitual sobreañadida a la potencia natural, que la incline al acto de caridad y haga que actúe de manera pronta y deleitable. (S. Th., II-II, q.23, a.2, resp.)
[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]