La palabra menos simpática pero más necesaria en todo el Evangelio es la que nos saluda y abre la cuaresma: CONVERTÍOS.
Si tan solo recordáramos esa palabra con la frecuencia necesaria, casi todos los males retrocederían y casi todos los bienes abundarían entre nosotros.
Corrupción, injusticia, abuso, bullying, pornografía, violencia… ¿qué son, sino imperio del pecado? ¿Y qué es la conversión sino resolución firme, inspirada y sostenida por Dios, para dejar nuestros caminos retorcidos?
La predicación debe anunciarlo y la vida debe hacerlo patente: solo la conversión trae novedad. Cambiar el nombre al pecado para que no parezca pecado no cambia la realidad ni la crueldad del fruto ponzoñoso que trae inevitablemente el pecado.
Así por ejemplo: llamar “interrupción voluntaria del embarazo” al aborto no ha impedido sino facilitado que se asesinen millones de inocentes. Y ese lenguaje, engañosamente dulce, no ha resucitado a ninguno de los asesinados.
Llamar las cosas por su nombre, y luego: arrepentirnos de nuestras culpas. Ese es el camino. Lo demás es estrategia del demonio. Desventurados los que le hagan caso. felices los que obedezcan en cambio al llamado del amor de Dios.