Cuando te cueste prestar un favor, un servicio a una persona, piensa que es un hijo de Dios, recuerda que el Señor nos mandó amarnos los unos a los otros. -Más aún: ahonda cotidianamente en este precepto evangélico; no te quedes en la superficie. Saca las consecuencias -bien fácil resulta-, y acomoda tu conducta de cada instante a esos requerimientos.
Has comprendido el sentido de la amistad, cuando llegaste a sentirte como el pastor de un rebaño pequeñito, al que habías tenido abandonado, y que ahora procuras reunir nuevamente, ocupándote de servir a cada uno.
No puedes ser un elemento pasivo tan sólo. Tienes que convertirte en verdadero amigo de tus amigos: “ayudarles”. Primero, con el ejemplo de tu conducta. Y luego, con tu consejo y con el ascendiente que da la cercanía.
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