La Misión de los Jesuitas en Tarahumara

Al sudeste de Chihuahua se halla la región de los indios tarahumares o rarámuri, palabra que significa «el de los pies ligeros». La Tarahumara, concretando un poco más, se extiende en torno a los cursos iniciales de los ríos Papigochic y Conchos. Aún hoy día son los tarahumares uno de los grupos indígenas de México más caracterizados. A comienzos del XVII estos indios morenos y fuertes vestían taparrabos, faja de colores y ancha cinta en la cabeza para sujetar los largos cabellos, y eran -como todavía lo son hoy- extraordinarios andarines y corredores. Buenos cazadores y pescadores, diestros con el arco y las flechas, eran también habilísimos en el uso de la honda. Sus flechas venenosas inspiraban gran temor a los pueblos vecinos.

Estos indios eran industriosos, criaban aves de corral, tenían rebaños de ovejas, y las mujeres eran buenas tejedoras. Acostumbraban vivir en cuevas, o en chozas que extendían a lo largo de los ríos, y se mostraron muy reacios a reunirse en pueblos. A diferencia de los tepehuanes del sur, los tarahumares no daba culto a ídolos, pero adoraban el sol y las estrellas, practicaban la magia, eran sumamente supersticiosos, y celebraban sus fiestas con espantosas borracheras colectivas.

El libro de Peter Masten Dunne, Las antiguas misiones de la Tarahumara, muestra claramente que la evangelización de los tarahumares fue quizá la más heroica de cuantas los jesuitas realizaron en México.

La Baja Tarahumara

La misión de Tarahumara se inició desde la de Tepehuanes. Como ya vimos, el padre Juan de Fonte, misionero de los tepehuanes, en 1607 se internó hacia el norte, logró que hicieran la paz tarahumares y tepehuanes, e incluso que vivieran juntos en la misión de San Pablo Balleza, que él fundó no lejos del centro español minero de Santa Bárbara. La misión prendió bien, pero el padre Fonte fue asesinado en 1616, en la rebelión de los tepehuanes.

Reconstruida esta misión a comienzos de 1617, estuvieron algunos meses en ella dos jesuitas, el navarro Juan de Sangüesa y el mexicano Nicolás Estrada. Y Sangüesa volvió en 1630. Por este tiempo, otros misioneros jesuitas de los tepehuanes fundaron, al norte del territorio tepehuano, la misión de San Miguel de Bocas, San Gabriel y Tizonazos, en donde se recogieron a vivir indios tarahumaras.

Por otra parte, el hallazgo de mineral precioso hizo que en 1631 se formara en Parral una importante población española. Así las cosas, los indios tarahumaras venían a los españoles de Santa Bárbara y de Parral no sólo para vender sus productos, sino incluso para trabajar como buenos obreros para la construcción y las minas. La llegada de los padres José Pascual y Jerónimo Figueroa en 1639 consolidó esta misión incipiente de Tarahumara.

Cuando llegaron estos misioneros, el gobernador de Parral, don Francisco Bravo de la Serna, ante los caciques tarahumares, se postró de rodillas y les besó las manos, repitiendo el gesto de Cortés con los franciscanos primeros. Llegaron poco después los misioneros Cornelio Beudin y Nicolás de Zepeda. Beudin era belga, y como esos años estaba prohibido a los extranjeros pasar a la América hispana, cambió su nombre por Godínez. El mismo nombre había tomado el irlandés Miguel Wading cuando en 1620 fue a la misión de Sinaloa. En esos años se fundaron San Felipe y Huejotitlán, al sur del río Conchos, y San Francisco de Borja, al norte. Con esto quedó iniciada la misión de la Baja Tarahumara.

Primeras rebeliones

Al este de tarahumares y tepehuanes vivían los indios tobosos, que fueron un verdadero azote para estas misiones. Alzados en 1644, incursionaron e hicieron estragos al nordeste de Parral, en Tizonazo y en seis misiones que los franciscanos tenían entre los indios conchos. Los tobosos mataron españoles, robaron ganado, arrasaron haciendas y poblados, consiguiendo a veces que algunos tarahumares y tepehuenes se unieran a sus fechorías. Motivo para esto había en el mal trato que los indios a veces sufrían de los oficiales y civiles españoles, y concretamente del inepto y duro gobernador de Nueva Vizcaya don Luis de Valdés.

Poco después de dominado este ataque, en 1648 estalló la primera rebelión tarahumara, que también fue sofocada por fuerzas militares comandadas por don Diego Guajardo Fajardo, el nuevo gobernador, hombre de mejores cualidades que Valdés. Los soldados españoles de que se disponía para estas campañas eran muy pocos, cuarenta o cincuenta, y en esa ocasión se decidió establecer el fuerte de Cerro Gordo, entre Parral e Indé.

También en esa ocasión, en 1549, yendo por la Alta Tarahumara contra los rebeldes, el gobernador Fajardo y el padre Pascual descubrieron un valle muy hermoso a orillas del Papigochic, lugar que ya en 1641 había fascinado en un viaje al padre Figueroa. Allí se fundó la misión de Papigochic y la española Villa Aguilar, hoy llamada Ciudad Guerrero. Y fue el belga Cornelio Beudin, el llamado Godínez, quien en 1649 se hizo cargo de la misión de Papigochic.

Alzamientos y mártires

Por aquellos años agitados las misiones fueron progresando en su tarea evangelizadora y civilizadora, pero la situación era todavía muy insegura. La gran mayoría de los tarahumares eran aún paganos, y en cualquier momento una chispa podía ocasionar el incendio de una nueva rebelión. La chispa podía ser cualquier cosa: algún mal trato infligido a indios por los civiles españoles, el hecho de que muriera un niño que había sido recientemente bautizado, o las conspiraciones urdidas por los hechiceros, por los indios tobosos o por caciques que azuzaban a los descontentos…

El año 1650 parecía iniciarse próspero y feliz para las misiones, aunque el descontento de algunos indios seguía incubándose. A mediados de mayo, el padre Godínez había administrado los santos óleos a la hija de un neófito, y la muchacha murió horas después. Ya en ese tiempo andaban conspirando tres caciques tarahumares, Teporaca, Yagunaque y Diego Barraza, que había tomado ese nombre de un capitán español.

Y en ese mes de mayo estalló la tormenta. Los rebeldes cercaron la choza en que dormían el padre Godínez y su soldado de escolta, Fabián Vázquez, y le prendieron fuego. Cuando salieron, los flecharon, los arrastraron y los colgaron de los brazos de la cruz del atrio, cometiendo luego en ellos toda clase de crueldades. El belga Cornelio Beudin fue, pues, el primer mártir de la Tarahumara.

En estas ocasiones, los acontecimientos solían sucederse en un orden habitual: tras un tiempo latente de conspiración, los tarahumares alzados atacaban, arrasaban, robaban ganados y cuanto podían, huían a los montes, les perseguía un destacamento de soldados españoles, acompañados de un alto número de indios leales, se rendían los rebeldes cuando ya no podían mantenerse, y firmaban entonces una paz… que muchas veces resultaba engañosa.

Los indios repoblaron y reconstruyeron Papigochic, y muchos jesuitas de México se ofrecieron a sustituir en aquella misión al padre Godínez, y allí fue destinado finalmente el napolitano Jácome Antonio Basilio, llegado a México en 1642. Trabajó felizmente en Papigochic todo el año 1651, ganándose el afecto de los indios, pero en marzo del año siguiente estalló de nuevo la guerra, encendida una vez más por el cacique Teporaca.

Los alzados concentraron su ataque sobre Villa Aguilar, vecina a la misión de Papigochic, estando ausente el misionero. El leal cacique don Pedro recorrió más de treinta kilómetros para avisar del peligro al padre Basilio, que en lugar de huir acudió a Villa Aguilar para asistir a los españoles y a los indios sitiados. Cuando se produjo el asalto definitivo, murió flechado y a golpes de macana, y su cuerpo fue colgado de la cruz del atrio. La violencia y las llamas dejaron desolado por muchos años el valle de Papigochic.

Teporaca y los alzados fueron después al este, arrasaron Lorenzo, la misión jesuita de Satevó, entre Chihuahua y el río Conchos, y siete misiones franciscanas de los conchos. No logró el cacique rebelde que los tarahumares del sur se le unieran, pues ya eran cristianos desde hacía diez años. Y cuando los tarahumares rebeldes se vieron en apuros, aceptaron la paz que los jefes españoles les ofrecían a condición de entregar a su cacique Teporaca.

«Aceptaron los rebeldes -cuenta Dunne-, cazaron al pájaro y lo entregaron. Los indios constantemente traicionaban a sus propios jefes. Había también siempre una particular circunstancia, y era que siempre se exhortaba a recibir el bautismo a los paganos rebeldes, antes de que fueran ahorcados. Teporaca había recibido el bautismo, por eso en los documentos se habla de él como de un apóstota. Todos le exhortaron al arrepentimiento y a la confesión, tanto el misionero, como parientes y amigos. Pero murió empedernido sin ceder a súplica alguna» (126).

Restauración

En 1649 el veterano misionero Jerónimo Figueroa pidió el retiro. Ya llevaba siete años con los tepehuanes y diez con los tarahumares. Se le aceptó el retiro de su puesto, pero todavía había de permanecer en la Tarahumara muchos años más, prestando importantes servicios. El hizo informes muy valiosos, y también compuso en lengua tepehuana y tarahumara gramática, diccionario y catecismo, que fueron gran ayuda para los misioneros nuevos. Por fin, en 1668 el padre Figueroa hizo su último informe, tras 29 años en la misión de Tarahumara, a la que llegó en 1639. En medio de siglo de grandes trabajos y sufrimientos, el espíritu de Cristo se había ido difundiendo entre los tarahumares, crecía el número de bautizados, se alzaban las iglesias, y se creaban nuevos poblados misionales.

Los jesuitas, digamos de paso, hicieron una gran labor en el campo de las lenguas indígenas de las regiones indias más apartadas. Así por ejemplo, años antes que el padre Figueroa, el padre «Juan Bautista Velasco escribió una gramática y un diccionario en lengua cahita; con el padre Santarén, los escribió en xiximí y con el padre Horacio Carochi, en otomí» (Dunne 143). También el jesuita criollo Guadalajara compuso gramática, diccionario y un tratado general del tarahumar, del guazapar y de lenguas afines.

La asamblea de Parral (1673)

Don José García de Salcedo, gobernador de Nueva Vizcaya, y su principal colaborador, don Francisco de Adramonte, alcalde mayor de Parral, reunieron en Parral, en 1673, una Asamblea de suma importancia para el porvenir de la misión de Tarahumara. Asistieron con ellos representantes del obispo, autoridades militares, cuatro jesuitas, entre ellos Figueroa, y algunos caciques tepehuanes y tarahumares, y el más notable de ellos, el llamado don Pablo, respetado por todas las tribus.

Por la parte española, el informe más importante fue el del padre Figueroa, en el que reconocía todos los abusos y errores cometidos hasta entonces por los españoles, señalando los remedios. Por su parte, los tarahumares, con don Pablo al frente, prometieron su cooperación y lealtad. También en aquella ocasión se repitió el gesto de Cortés, y al término de la reunión el gobernador, seguido de los jefes españoles e indios, besaron las manos del venerable padre Figueroa. «En esta célebre reunión -escribe Dunne- y en su espíritu constructivo es donde encontramos la cuna del moderno Estado de Chihuahua» (154).

Por otra parte, en 1664 escribió carta el General de los jesuítas comunicando que por fin el Consejo de Indias autorizaba el ingreso en la América hispana de misioneros extranjeros. Gracias a esta disposición de la Corona española, pocos años después pudieron ir a México grandes misioneros como los italianos Kino, Salvatierra y Píccolo, o el padre Ugarte, hondureño, o Nueuman, hijo de alemán, o el noble húngaro Ratkay. Como en seguida veremos, esto tuvo muy buenas consecuencias, concretamente en las misiones de Tarahumara, Pimería y California.

La Alta Tarahumara

Por el año 1675 dos grandes apóstoles jesuitas, los padres José Tardá y Tomás de Guadalajara, fundaron misiones en el norte y oeste de Tarahumara. Estos padres hicieron entradas de exploración y amistad con los indios, llegando hasta Yepómera, al norte, y por el oeste a Tutuaca. En estos viajes misioneros pasaron aventuras y riesgos sin número, como cuando en Tutuaca los indios, para celebrar su venida, organizaron una gran borrachera…

Reprendidos por los misioneros, apenas podían entender los indios que aquella orgía alcohólica tan gozosa pudiera ofender a Dios, pero cuando los padres insistieron en ello, derramaron en tierra las ollas de bebida. Del aventurado viaje de estos dos padres jesuitas nacerían más tarde, a petición de los indios, varias misiones de la Alta Tarahumara, que en su conjunto vinieron a constituir en 1678 una nueva misión, llamada de San Joaquín y Santa Ana.

Uno de los primeros intentos de los misioneros era siempre persuadir a los indios a que vivieran reducidos en pueblos, mostrándoles el ejemplo de paz y prosperidad de los que así lo habían hecho ya. Con frecuencia los pueblos tarahumara, como Carichic, se extendían en diversas chozas o rancherías a lo largo de diez o quince kilómetros. Según esto, cada misión comprendía varios partidos, y cada partido varios pueblos, siendo única la iglesia que se construía. En el pueblo principal de cabecera, que llevaba generalmente el nombre de un santo y como apellido el nombre indígena del lugar, residía un misionero, que atendía los otros lugares, llamados pueblos de visita. Y diseminadas entre estos pueblos, sobre todo al sur, vivían algunas familias españolas en sus ranchos o estancias, cerca de las misiones. En 1678 había unos 5.000 tarahumares neófitos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.