Primera misión de los Jesuitas en Sinaloa

Misión de Sinaloa

La región de Sinaloa, al noroeste de México, era a fines del XVI tan selvática que apenas podía ser habitada fuera de las cuencas de los ríos del Fuerte, Sinaloa y Mocorito; ríos por cierto que, periódicamente, inundaban las poblaciones fijadas en sus riveras. Los indios, ajenos por completo al imperio azteca, -aunque al parecer procedían del norte, como los mexicanos, y eran parientes de éstos-, iban casi desnudos y con largas cabelleras, hacían chozas elevadas sobre postes, no conocían artes ni religión, practicaban -los que podían- la poligamia, carecían casi de organización política, y tenían innumerables idiomas, a veces varios en un mismo pueblo.

Por lo demás, como decía el historiador Pérez de Ribas, «las alegrías de estas naciones era matar gente» (+A. Trueba, Cabalgata 7). Armados de arcos, macanas y chuzos, hacían danzas en torno a la cabeza o cabellera del enemigo muerto, y particularmente en la zona serrana, la antropofagia era costumbre generalizada.

Francisco de Ibarra, gobernador de Nueva Vizcaya, partiendo de Durango, atravesó hacia 1563 la Sierra Madre, recorrió la zona, y viéndola poblada y con buenos ríos, trató de arraigar allí algunos poblados españoles, pero pronto fueron desbaratados por los indios zuaques. Años después, en 1590, el gobernador Rodrigo del Río y Loza pidió a la Compañía de Jesús misioneros que penetraran en aquella región imposible…

El padre Gonzalo de Tapia (1561?-1594)

El padre Tapia, nacido en León, en España, fue a las Indias en 1584. Destinado poco después a Pátzcuaro, en Michoacán, a los quince días predicó en tarasco, y llegó a hablar este idioma como un nativo. «Tendría entonces el P. Tapia unos 25 años. Era pequeño de cuerpo, barba poblada, corto de vista, ingenio vivo, de inagotables recursos, memoria fenomenal, atrevimiento de conquistador, celo ardiente y abnegación a toda prueba: así lo describen quienes lo conocieron» (Cabalgata 14).

En 1588 fue enviado solo e inerme a evangelizar a los chichimecas de la región de Guanajuato, indios nómadas particularmente peligrosos, cuya lengua aprendió también en pocas semanas, y con los que convivió dos años. Trasladado al colegio de Zacatecas, pudo atender en las minas a muchos tarascos que allí trabajaban. En 1590, respondiendo al pedido del gobernador, la Compañía lo envió con el padre Martín Pérez a Sinaloa.

Florecimiento misional

Al mes el padre Tapia se hacía entender ya en los dos idiomas allí más comunes, de los que compuso una breve gramática y doctrina, que completó con cantos. Su presencia fue bien acogida por los indios, y los dos jesuitas en seguida comenzaron en varios pueblos su labor misionera. Antes de un año habían bautizado más de 1.600 adultos y levantado 13 capillas. A los ocho meses, los bautizados eran ya 5.000.

Tapia y Martín Pérez consiguieron en 1593 la ayuda de otros dos jesuitas, Alonso de Santiago y Juan Bautista de Velasco, y con éstos desarrollaron una formidable acción misionera que habría de servir de modelo para los siguientes evangelizadores de la Compañía de Jesús. El misionero reunía a los indios en poblados -ésta era una labor primera y principal, a veces muy difícil-, nombraba gobernador al indio más idóneo, el cual elegía capitán y teniente, alguacil y topiles o ministros. En seguida cesaban las guerras, la poligamia, las grandes borracheras y la antropofagia. Se construían poblados en torno a la iglesia y la plaza. Comenzaba una labor agrícola y ganadera bien organizada. Y sobre todo se impartía la doctrina a los indios en su lengua, diariamente a los niños, y también cada día a los nuevos casados, hasta que tenían hijos.

El padre Tapia era hijo de familia rica, y en Europa había empleado su herencia en rescatar a cuatro jesuitas apresados por los hugonotes. Pero, al igual que sus compañeros de misión, vivía entre los indios muy pobremente. Nunca le vieron enojado, y era afable con todos, especialmente con los enfermos.

Martirio del padre Tapia

Cuatro años de trabajos misionales dieron grandes frutos, especialmente entre niños y jóvenes. A los ancianos les costaba más aceptar un cambio tan radical de vida, que acababa con muchas de sus costumbres y supersticiones. De entre ellos se alzó Nacabeba, «un indio viejo y endiablado», de Deboropa, que comenzó a conspirar contra la misión, aunque sólo juntó nueve indios, familiares suyos.

El 9 de julio de 1594, el padre Tapia celebró misa en Deboropa, y cuando estaba después recogido en su choza rezando el rosario, entraron en ella Nacabeba y sus secuaces simulando una visita de paz, pero en seguida le mataron a golpes de macana y a cuchilladas. Después, le cortaron la cabeza, le desnudaron y le cortaron el brazo izquierdo. Profanaron la iglesia y huyeron al monte, con el cáliz y los ornamentos litúrgicos, para celebrar su triunfo. Tenía el padre Gonzalo de Tapia 33 años de edad, de los que pasó diez en México, y cuatro de ellos en Sinaloa.

Unos pocos españoles con muchos indígenas persiguieron a Nacabeba y a sus cómplices, que se refugiaron en los zuaques, y después en los tehuecos. Pero éstos le entregaron, y antes de morir ahorcado se convirtió y fue bautizado.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.