Querido Padre! Espero se encuentre bien y Dios este con usted. Estoy leyendo – de a poco- un libro de S. Alfonso M de Ligorio, titulado: “Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo” y un párrafo me quedo como demasiado profundo para entenderlo.., dice : ” La pasión de nuestro Redentor no fue obra de los hombres, sino de la Justicia Divina, que quería castigar al Hijo con todo el rigor que merecían los pecados de los hombres”. En el libro de Santa Faustina, recuerdo que leí de que la Voluntad de Dios siempre se cumple ¿era Voluntad de Dios que el Hijo de Dios padeciera en la Cruz y el enemigo malo no vino sino a cumplir con esa Voluntad? perdóneme Padre si interpreto mal. — C.A.
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Hay en tu pregunta dos temas estrechamente relacionados. Uno es: ¿Cuál es el lugar de la justicia divina en la muerte de su Hijo, inocente y santo, en la Cruz? El otro es: ¿De qué modo o en qué sentido se cumplía la voluntad de Dios con que su Hijo muriera de esa forma infame e injusta?
Hay que notar que muchos pretenden salir de la dificultad que entrañan estas cuestiones planteando todo en un nivel puramente humano y terrenal. Quienes así piensan ofrecen típicamente argumentos como estos:
* “Dios no tiene nada que ver con la injusticia, las incoherencias o las traiciones de los hombres…”
* “Es posible que a Cristo la muerte le hubiera sobrevenido como algo inesperado, fruto de circunstancias adversas”
* “En realidad, la muerte de Cristo se debió a que se metió con los intereses de los poderosos de ese tiempo, y como siempre les sucede a los revolucionarios, lo quitaron de en medio.”
El problema de ese modo de lenguaje es que contradice Hechos 2,23: “a éste [Jesucristo], que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos.” Y también Efesios 1,9-10: “dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra.” Uno tendría que negar demasiados textos, secciones enteras de la Biblia, para afirmar que en la muerte de Cristo, incluyendo la conspiración, se dieron solamente causas humanas, ya se trate de política, psicología o economía.
Es evidente entonces que, si hablamos de la muerte de Jesucristo, estamos ante un hecho que por supuesto tiene actores y motivaciones humanas, pero no sólo ellas.
La Escritura misma habla del poder y la influencia del maligno en esto (véase Juan 13,27) pero a la vez sostiene que hubo un “designio” de Dios, como ya lo hemos mencionado. No resulta fácil de entender.
Cualquier exposición seria sobre la Pasión de Cristo que quiera situarse dentro de la fe católica debe entonces considerar que son actores reales (en el sentido de personas que tienen acción voluntaria): Dios Padre, con su designio de salvación por nosotros; su Hijo Jesucristo, que acoge con amor y obediencia el mandato del Padre; el poder de Satanás que se revuelve contra Dios en todo momento y que ve en Cristo a un “justo,” uno que en todo es fiel a Dios y que llama “Padre” suyo a Dios; las personas humanas: incluyendo la traición voluntaria de Judas Iscariote, la debilidad y cobardía de los demás apóstoles, la inquina de las autoridades judías y la comodidad egoísta del procurador romano, Poncio Pilato. Pero uno ve que el único que en todo es soberano, entre todos estos actores reales, es Dios Padre, con su plan de amor y salvación: a él se somete el Hijo, por amor; y es su voluntad la que finalmente se cumple en las creaturas, sin que precisamente ello elimine la voluntad no absoluta de ellas.
Dicho de otro modo: nunca hubiera sucedido la Pasión de Cristo si no hubiera habido un deseo expreso de Dios Padre de que así sucediera porque nadie puede imponerse por encima de su sabiduría, su amor y su poder.
Lo cual nos obliga a preguntar por qué nuestro Padre Dios podría desear algo tan cruel y en apariencia tan absurdo. Negar que lo quería es negar que es verdadero Dios; así de sencillo.
Explorando nuestra propia dificultad en formular la pregunta con plena claridad llegaremos a una conclusión parcial: nos cuesta afirmar que Dios quería que su Hijo muriera en la Cruz porque solemos absolutizar la vida presente y entonces pensamos, aunque sea de modo implícito, que llevar a alguien a la muerte, y sobre todo una muerte ignominiosa, sólo puede ser señal de odio e infinito desprecio.
Si uno supera, en cambio, la idea de que todo termina con esta vida–y es un hecho que no termina todo con esta vida–entonces uno ve que entregar la vida puede tener sentido por causas que sean superiores a lo que esta vida vale, que por supuesto es muchísimo.
Ya en el Antiguo Testamento encontramos testimonio de la convicción que algunos judíos tenían de que la vida presente no es el valor supremo por el que habría que darlo todo. El caso impresionante de 2 Macabeos 7: aquellos siete jóvenes que se dejaron martirizar de modo espantoso antes que ceder a la presión del rey que quería hacerles desobedecer la Ley de Moisés, muestra que hay gente que tiene ese nivel de fe. De hecho, aún en el plano civil hay personas que dan la vida, por ejemplo por la libertad de su país, con lo cual demuestran que su propia vida física no es el valor supremo para ellas mismas.
Entonces cabe suponer que en el designio de Dios Padre, y en la correspondiente obediencia de su Hijo Jesucristo, hay un bien mayor que el de la vida terrenal. Ese bien es la destrucción del poder del pecado en nosotros, que somos imagen y semejanza de Dios, de modo que en nuestras vidas restauradas brillen su amor, sabiduría y poder.
Y tal es el sentido de la palabra “justicia” en la Biblia, pues “hacer justicia” significa en la Escritura “a-justar” una vida, un pueblo, o la Humanidad entera, al plan de Dios. Por eso decimos que en la Cruz se realizó “toda justicia,” porque en la ofrenda sacerdotal de Cristo el pecado ha quedado totalmente denunciado y expuesto; el demonio ha quedado completamente derrotado y confundido; el hombre ha sido perfectamente lavado y renovado; y así Dios mismo ha sido glorificado más allá de todo o que puedan expresar nuestras palabras.
Por supuesto, ese camino, el de la denuncia de la gravedad del pecado y de la entrega absoluta del Hijo en obediencia al Padre, implicaba los atroces dolores que vemos en la Cruz pero es que el camino no terminaba en esos dolores ni en a muerte misma sino en la gloria de la Pascua, que es gloria del Hijo, y en el fruto de nuestra salvación, que es gloria del Padre y del Hijo.