Como millones de personas, he seguido los acontecimientos del Vaticano estos últimos días. Puede ser por mi formación como ingeniero pero la sensación que me deja tanto vestido sofisticado y tanto ceremonial es que las cosas en la Iglesia podría y deberían simplificarse mucho. De pronto llegó a mi cabeza esta pregunta: Si hay entre mil cien y mil doscientos millones de católicos en el mundo, cada uno de esos cardenales representa a cerca de diez millones de personas. ¡Diez millones! Eso es mucha gente. Y la pregunta es si la gente se siente representada por ellos. ¿De verdad hay diez millones que digan: “Ese es mi cardenal; él me representa,” y que lo digan para cada uno de los 115 cardenales? Por otro lado, y dado que ya contamos con tecnología muy avanzada para votaciones, ¿por qué no proceder a un sistema de votaciones directas? Entiendo que ya hay teólogos de avanzada que se han atrevido a proponerlo, primero para las diócesis y luego podría ser para el Papa mismo. ¿Por qué la Iglesia siempre tiene que dejar esa impresión de ser la rezagada, la que no termina de salir de la Edad Media, la que se aferra a antiguos rituales y privilegios? Me disculpa, fray nelson, que sea así abierto y sincero pero es que a veces creo que estas cosas deberían discutirse abiertamente, sin tanto secreto pontificio. – Javier K.
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La manera como se ha dado la historia de nuestros pueblos en Occidente nos hace pensar que la democracia es el mejor de los modos de gobernar o quizás el menos malo. Debe observarse, de entrada, que la democracia es un hecho social reciente, del cual deberíamos hablar más como un experimento en curso que como una realidad consolidada. Al hablar así no presumo que otras formas de gobierno civil, por ejemplo, la monarquía, sean preferibles necesariamente. Sólo quiero que entremos en la discusión con los ojos abiertos.
Precisamente por ser tan reciente, la democracia, globalmente hablando, presenta ya enfermedades de las que no sabemos si hay cura. Conviene mencionar sobre todo cinco.
1. La tiranía de la mayoría. Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores del sistema democrático norteamericano, decía: “La democracia no es más que el gobierno de las masas, donde un 51% de la gente puede lanzar por la borda los derechos del otro 49%” Ej hecho de que se admita que las reglas del juego permiten la extinción de esos derechos no quita el hecho de que han sido desconocidos. Opiniones semejantes vienen de voces tan poco sospechosas para los entusiastas de la democracia como John Stuart Mill, en su obra “Sobre la Libertad,” y Alexis de Tocqueville, en su “Democracia en América.” Lo que es evidente, sobre todo en el caso de Mill, es la clara desconfianza frente al sistema de sufragio universal, por considerarlo el más susceptible a caer en la tiranía de la mayoría.
2. La estafa de la demagogia y la publicidad. Muchos han observado que la inteligencia no es una cualidad que se sume cuando se suman personas. De un modo muy real hay que decir que una persona individualmente considerada suele ser más razonable que una multitud. Un pensador lejano a la fe católica, como fue Sigmund Freud, abrió todo un campo de investigación con su obra “Psicología de las Masas.” Cuando el ser humano se ve obligado a interactuar como miembro de un grupo muy grande (una “masa”), en el que es imposible conocer a fondo el pensamiento de los demás o ponderar las implicaciones de una decisión, los factores que determinan el curso de acción dejan de ser propiamente racionales y pasan a la conveniencia inmediata (¡sálvese quien pueda!), la emoción, el instinto, o la manipulación. Nadie debería olvidar que Adolf Hitler fue elegido democráticamente por masas que le idolatraban.
3. La ingeniería social. A medida que se estudia y se comprende cómo obramos, inevitablemente, los seres humanos cuando actuamos en masa, también se comprende cómo se pueden manipular las emociones y pasiones, o también: cómo “pastorear” a la gente para lograr que acepte lo que antes rechazaba. Así se ha hecho con el aborto, la eutanasia o la aprobación complaciente de las relaciones homosexuales. En otro lugar he llamado ese pastoreo perverso la Escalera de la Muerte: (1) Justificar una solución falsa apelando a casos extremos; (2) Luego actuar sobre la base de la conciencia pública anestesiada, para aplicar la misma solución perversa a un mayor número de casos; (3) Proclamar como un “derecho” que se recurra a esa solución infame; (4) Usar dinero público y medios estatales para imponer ese mal llamado “derecho,” del cual hay que sentirse “orgulloso;” (5) Castigar a los disidentes, primero por vía de ridículo y calumnia, y después por persecución abierta, tortura y cárcel.
4. La igualdad del valor del voto. Lo que puede parecer como una fortaleza puede ser también una gran debilidad de la democracia. El voto del rico vale tanto como el voto del pobre. Eso debería evitar, por ejemplo, que una minoría de ricos impusieran su conveniencia sobre una mayoría de pobres, y eso, en principio, parece sano. Pero el mismo principio hace que el voto de una persona que conoce bien la realidad de su país valga exactamente lo mismo que el voto de quien no sabe nada, o no le interesa. O también: el voto del que piensa en el bien común vale lo mismo que el voto del que sólo mira por sus intereses inmediatos, y que por tanto estará dispuesto a vender ese voto por algo tan nimio como un mercado o un poco de licor. Todo ello abre la puerta a la manipulación populista: en un país donde haya muchos pobres resultará muy popular regalar cosas o servicios, incluso si eso fomenta una mentalidad perezosa, mediocre o dependiente. De una manera pragmática, el gobierno puede optar por mirar sus regalos a la clase pobre como un medio de asegurar un caudal de votos que le perpetúa en el poder. Con el mismo pragmatismo, un gobernante puede hacer sus cuentas de cuánto le cuesta, en dinero o fuerzas, convencer a una persona informada y dueña de su conciencia, frente al valor mucho menor que se requiere para lograr un voto del mismo valor apelando a otros sectores de la sociedad.
5. El liderazgo invertido. Se supone que liderar es ir adelante pero la democracia no sólo posibilita sino que hasta cierto punto empuja en la dirección inversa, es decir, invita al líder no a que vaya adelante sino a que vaya detrás del pueblo, preguntándole que quiere para entonces ofrecérselo. Cuando el político carece de principios que le constriñan, y ha aprendido bien la lección, utilizará los sondeos de opinión y otras herramientas de información sobre la sociedad para construir su propuesta electoral simplemente devolviendo a la gente, como en un espejo, lo que ellos quieren. Si la gente quiere más libertinaje, se le da más libertinaje, probablemente disfrazándolo con lemas sonoros que resulten aceptables a sus oídos. La abundancia de la votación servirá para cubrir cualquier incoherencia y silenciar cualquier gemido de una conciencia moral extinta o moribunda.
Obsérvese que estos peligros y enfermedades de la democracia ya están entre nosotros, y forman parte del descontento creciente de mucha gente, especialmente de los jóvenes, hacia los medios de participación política que se les ofrecen. Obsérvese también que estas mismas enfermedades están ya en todas partes y no hay remedios sencillos ni rápidos para ellas, sobre todo por el hecho de que cualquier intervención en el sistema requiere la aprobación del mismo sistema–algo como lo que sucedía cuando la gente estaba fastidiada de monarquía pero para pasar a un sistema puramente parlamentario necesitaba la aprobación del rey y del príncipe heredero.
Pero aún suponiendo que todas estas enfermedades pudieran sanarse, hay una razón de fondo por la que la democracia no es viable como camino de gobierno en la Iglesia. La democracia, como lo indica su etimología, parte de la base de que el primer constituyente, como se dice en Derecho, y el primer sujeto en quien reside el poder es el pueblo. Lo que hace la democracia es diseñar un modo de transferir ese poder a unos individuos a través de mecanismos como son las elecciones. El punto de partida en la Iglesia es radicalmente otro. La multitud de creyentes no tiene un “poder” sino que participa de una realidad inicial que se llama “pecado,” y luego de otra realidad que se llama “escucha del kerigma,” y luego participa de la conversión, la fe, la esperanza y la caridad. Todos estos bienes no son “naturales” al ser humano; no son “derechos” sino “dones,” y por consiguiente no pueden ser vistos como fundamento de un derecho o de una obligación de participación en las decisiones de la Iglesia.
Más aún: puesto que los dones del reconocimiento del pecado, la conversión, la fe y la comunión vienen simultáneamente por la acción interior del Espíritu y por la obra exterior de la evangelización, que tiene su antecedente propio en la predicación de los apóstoles, uno ve que la Iglesia, en el acto mismo de ser constituida ya es jerárquica. No preexiste un grupo de personas que tengan que buscar o definir, a su gusto o criterio, cómo han de gobernarse: el grupo es constituido por la gracia que viene del Señor, por su Espíritu, y por la palabra que viene de los apóstoles y de sus sucesores. El cristiano existe como cristiano únicamente en cuanto existe en comunión con esa gracia y esa palabra. En el sentido más estricto de la palabra, lo que suele llamarse “poder” en la Iglesia está esencialmente unido a la gracia y la vida de los sacramentos, y a la fidelidad en la predicación del mensaje que viene desde los apóstoles.
Sobre esta base se empieza a entender la larga historia que ha conducido a la Iglesia, poco a poco, a un modo peculiar de elegir al Obispo de Roma, que tiene jurisdicción universal en la Iglesia y que sobre todo tiene el encargo de confirmar en la fe a los hermanos. El proceso de elección es como un balance que incluye la deliberación, la escucha, la oración, la responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia. Es un camino que reconoce el hecho de que el Papa es Obispo de una ciudad particular, la Urbe, Roma, pero que a la vez tiene un ministerio universal. Hay votación secreta, como en una democracia pero los electores mismos no han sido elegidos por el pueblo sino “creados” cardenales por otro Papa anterior, como un modo de continuidad abierto también a una dosis de novedad.
En síntesis: no hay un verdadero paralelo entre el proceso de elección del Papa y alguna otra instancia civil o religiosa. Se trata de un procedimiento único, que corresponde a una realidad también única. El ser de la Iglesia no es democrático sino sacramental. Por lo demás, la democracia como tal padece serias enfermedades para las cuales no hay remedio conocido en este momento. En cuanto bautizados, nuestra participación es mucho menos en la dimensión de lo que se suele llamar el poder, y mucho más en el orden de la caridad y la oración.