Hablemos de neutralidad (6)

6. ¿Hay mediación entre religión y no religión?

El concepto del Estado como “religiosamente neutro” nació de la necesidad de arbitrar entre religiones, y por tanto, partió de la base de que las religiones existen. Sin embargo, la mediación entre los creyentes implica a la larga dos cosas: (1) Públicamente se admiten unos valores, los del “común denominador” (básicamente cristiano) de que hemos hablado; (2) Explícitamente se rechaza que otros valores, los peculiares de las confesiones religiosas en conflicto, se consideren públicos, en el sentido de normativos, pues ello iría en desmedro de las demás confesiones.

Mientras que lo primero ha podido producir una atmósfera en la que resulta natural hablar de dignidad de la persona o de la fraternidad entre las personas o entre las naciones, lo segundo contiene una bomba de tiempo a la que parece haber llegado su hora. El rechazo a la aparición normativa de ciertos valores religiosos ha venido a convertirse en rechazo a su presencia pública, a través de esta secuencia:

  1. Las leyes no pueden privilegiar a ninguna religión (el sentido original era: a ninguna confesión cristiana);
  2. Las expresiones religiosas públicas, que por supuesto provienen de confesiones determinadas en cada caso, requieren del permiso del Estado para ser legales.
  3. Al mismo tiempo, los gobernantes deben separar drásticamente sus convicciones personales y los actos públicos en los que representan a su nación. En particular, esto implica que el gobernante no puede expresarse con frases que contengan a la vez a su pueblo y a la fe del gobernante.
  4. Quedan entonces en posición privilegiada quienes no tienen religión, aunque sean minoría. Las leyes favorecen que sean ellos quienes pueden negar el derecho a cualquier grupo religioso a hacerse presente, mientras que la “no religión” gana espacio.

Nada de extraño, entonces, que el agnosticismo se convierta en una precondición para el quehacer político. En las condiciones actuales de Occidente, la fe es un estorbo o un estigma: no sólo implica el “daño” electoral de perder los votos de quienes tienen otra convicción religiosa sino que, objetivamente hablando, supone que el gobernante esté bajo sospecha todo el tiempo.

Otro modo de plantearlo es este: los no-religiosos (ateos o agnósticos) son en principio una minoría, pero una minoría que queda automáticamente privilegiada por el sistema, porque cada uno de los de la mayoría no es simplemente un “creyente” sino un creyente dentro de una confesión particular, ya que no se puede ser creyente sin serlo dentro de un grupo específico. Así resulta que la mayoría de creyentes no puede hacer valer su condición de mayoría porque siempre podrá decirse que al reivindicar su postura está también defendiendo su grupo cristiano específico. Y como es el grupo ateo-agnóstico el que queda en condiciones más favorables de ascenso político, resulta la paradoja de ver naciones de mayoría cristiana o católica con gobernantes que a toda costa quieren venderle ideas anticristianas o que simplemente se las imponen.

La razón última de todo ello es que, mientras que parece razonable buscar una mediación entre religiones, la única “mediación” entre religión y no religión es en realidad la negación de la religión. La neutralidad se vuelve delicado estrangulamiento, asfixia sofisticada.