Fair Play

Una de las expresiones más tradicionales y más profundamente sembradas en el inconsciente colectivo o el imaginario inglés es Fair Play: Juego Justo, podría traducirse, pero es más que eso.

Fair play es una convicción: lo mejor de ti sólo puede emerger en el contexto de la reciprocidad de unas reglas aceptadas en común. O con otras palabras: es buen negocio seguir reglas.

Parece una cosa obvia, pero no lo es. El fair play es uno de los varios modos de resolver el problema de la relación entre los deseos o pretensiones personales y las restricciones que provienen de la convivencia con los semejantes. Este problema, observemos, tiene más de una posible solución, y lo novedoso y eficaz del modelo inglés se descubre mejor en contraste con algunas de esas otras posibles soluciones.

Hay sociedades de tipo centralista-totalitario en las que el individuo queda, de principio a final de su existencia, confinado a lo obligatorio o a lo prohibido. Una autoridad central y superior tiene ya resueltas las preguntas, catalogadas las respuestas y establecidos los estímulos y las penas correspondientes a los comportamientos aceptados o rechazados, respectivamente. Dentro de este modelo se entiende que lo bueno y lo malo están suficientemente determinados y universalmente validados, de modo que el individuo como tal goza de un modo único y específico de libertad, que consiste en moverse a través del trazado de caminos autorizados. El modelo físico sería el de una ciudad: es posible caminar con libertad por las calles y avenidas, pero no por encima de los tejados. El trazado se supone anterior y superior al individuo.

Es interesante que los ingleses no tengan un Código Civil. Tampoco los irlandeses lo tienen, la verdad. Para los que hemos nacido en países culturalmente herederos del enfoque legislativo y estatal francés, el asunto resulta por lo menos extraño. Uno se pregunta de qué modo o con qué criterio un juez determina inocentes o culpables en un sistema sin un único código. En el fondo, es el mismo tema que traemos: fair play. No hay un código, pero sí hay una jurisprudencia, un recorrido de decisiones jurídicas válidas, respetables y previas. La regla vigente no es exactamente un texto sino un acuerdo, reflejado en la trayectoria histórica de los individuos y los pueblos. Esto implica escritos, pero lo escrito es solo una fase o un elemento dentro de un proceso que le antecede, rebasa y prolonga de muchas maneras. Lo básico, la esencia o el “alma” no están ahí.

Rol particular de las referencias centrales

Por otro lado, el fair play no implica que no haya referencias centrales o normativas visibles, pero su poder es de otro orden. Eso se nota bien en el caso de la monarquía británica o la presidencia irlandesa. La reina de Inglaterra o la presidenta de Irlanda tienen un gran poder, pero en el orden del símbolo. Sus actos expresan y modelan la autoconciencia de sus respectivos pueblos.

Marcados por el eficientismo norteamericano, o más lejanamente, por el racionalismo cartesiano francés, muchos tendemos a despreciar la fuerza del símbolo como tal. Nos parece que podemos decidir con el solo examen de las evidencias, la coherencia de las razones y la evaluación de pérdidas y beneficios. Pero eso es como negar de un plumazo todo lo emocional que tenemos y de algún modo somos. Grandes y muy importantes decisiones las tomamos no por esos criterios cuadriculados sino por la fuerza de una imagen, el impacto de un momento, la fuerza de una emoción grata o desagradable. Enamorarse, escoger vivienda, ganar o perder un ascenso laboral son cosas que hacemos casi más con el lenguaje del símbolo que con la filigrana del razonamiento perfecto.

En estas culturas, entonces, lo “central” es una referencia. Así se mira por ejemplo al arzobispo primado de los anglicanos: una figura emblemática que es a la Comunión Anglicana lo que la reina es a Inglaterra: no se le pide que “gobierne”, sino que esté ahí como un símbolo de lo que significa creer en Cristo desde la realidad del camino recorrido por el anglicanismo.

(continúa…)