78.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
78.2. “¡Santifica!”: he aquí un extraño imperativo que sin embargo es propio e irrenunciable de tu vocación sacerdotal. Estás llamado no sólo a ser santo, cual corresponde a todo bautizado, sino a santificar. Ser sacerdote quiere decir santificarse santificando. Tu modo propio de ser fecundo es creando un entorno de santidad y belleza alrededor de ti, pues, así como lo propio de un padre de familia es engendrar y formar unos hijos, y pastorear con su palabra el pequeño rebaño de su hogar, así lo propio tuyo, lo que Dios espera de ti, es que hagas un hogar de santidad, o mejor aún: que le des hogar a la santidad.
78.3. En efecto, es la santidad como una pobre huérfana a quien pocos quieren hospedar. Lleva en sí las riquezas de la comunión con Dios, y sin embargo, no encuentra quien la acoja con gusto y cariño. Para los vicios se preparan grandes casas, mansiones y hoteles de lujo. Para la santidad poco se construye físicamente y menos aún moralmente. Dime, ¿cuántos sacerdotes consideren como deber suyo, amable deber de su estado, santificar?

El próximo 1° de septiembre cumpliré cuatro años de haber llegado por primera vez a Irlanda con el propósito de hacer un doctorado de teología en Milltown Institute. El camino recorrido ha sido extenso e intenso y creo que, sin bajar la mirada que ya apunta hacia el final de esta etapa, es saludable hacer balance, sobre todo para no dejar perder lo que se ha podido lograr con tanto esfuerzo.
77.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.