Decía muy bien “L’Osservatore Romano” al calificar la muerte de Paul Claudel como día de luto para toda la cultura católica. El brillante escritor galo, que llevó al par una fecunda tarea diplomática representando a Francia en puestos claves, ocupaba por derecho propio tal puesto en la literatura que, para alcanzar una talla comparativa, habría que remontarse a los mejores clásicos de la Edad de Oro y, sobre todo, a Calderón. Por eso nos ha alegrado ver cómo en las reseñas que del autor de “La Anunciación” se han hecho últimamente, ha imperado unidad de criterio en esta idea que inicialmente apuntaba Pérez Lozano desde “Signo”.
Pero si, como Calderón, Paul Claudel ha sido un coloso de las letras, su figura humana no está exenta de ricos matices, entre los que descuella su simpática y atrayente ejemplaridad, sobre la que insistimos para las juventudes de ahora.
HIJO DE CAMPESINOS
Villenueve-sur-Fere es un humilde pueblo de la gleba francesa que abriga el orgullo de sus tradiciones. 1868 trajo para la aldea un nuevo timbre de gloria: allí nacía un chico a quien en el bautizo se signaría como Paul, hijo del campesino Claudel. Años después, como al mozo le tiraba la afición por los libros, París se encargaría de darle el espaldarazo de la ilustración. Como lo hizo, será mejor que él nos lo cuente.
“Yo también, como los antiguos profetas, en los días de mis dieciocho años, cuando se me sacó de la buena provincia para atiborrarme la cabeza con tinta de imprenta y la pulpa podrida de los libros paganos, yo también he sido cautivo de esta Tiro y en esta Babilonia, he errado hasta lo más profundo de las entrañas tenebrosas, esperando leer sobre las placas indicadoras la mismísima “encrucijada de la desesperación”.
¿Cómo se las arregló la ciudad de la luz para que en el muchacho cristalizara este estado de amargura? París en 1882, era una urbe de “diletantes” en la que pontificaba el ateo Renán. Sin un timón que orientara sus lecturas, Claudel cayó pronto en la más honda sima del ateísmo. El ha concretado las causas de su incredulidad en estos términos: “la enseñanza laica, la “Vida de Jesús” de Renán y su hermana Camila, también ganada por un malentendido intelectual al que acabó arrastrando la adolescencia de Claudel.
LA CONVERSIÓN
Cuatro años –de los catorce a los dieciocho- pasó el joven Claudel al margen de la fe, “arrastrando en las aceras por el torrente de esa humanidad impura que surge a la noche de los teatros”. Sigrid Undset, la Nobel noruega, ha escrito: “Si cuantos se han convertido al catolicismo descubrieran los caminos que los llevaron a Roma, probablemente no encontraríamos, dos trayectorias idénticas”.
Así, a Chesterton lo ganó una paradoja, a García Morente los compases de Berlioz y a Claudel una polifonía. En la nochebuena de 1886, Cristo nació también en la pesebrera que era entonces su corazón, por caminos que a nosotros pueden parecer incomprensibles. Rimbaud el joven e irresoluto Rimbaud, al que en la agonía alcanzara también el lebrel del Cielo, horas antes abrió contradictoriamente con sus poemas amargos “una fisura en mi amargura materialista”. Abrumado por la lectura, había acudido a la catedral de Notre-Dame para buscar inspiración. Acababa de entonarse el “Magnificat”. “Yo estaba de pie entre la gente, cerca del segundo pilar en la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Y fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. De pronto mi corazón fue tocado y creí. Creí con una tal fuerza de adhesión con una tal elevación de todo mi ser, con una convicción tan pujante, con tal certeza, que no quedó lugar para ninguna especie de duda, de tal forma que después todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada, no han podido quebrantar, ni siquiera tocar, mi fe”.
MISIONERO DE LAS MENTES
La noche de la conversión, la misma Camila puso en las manos de Claudel una biblia. El hecho es significativo, porque no sólo la hizo el pan de sus meditaciones, sino que llegó a encomiarla en su obra, aun costándole incomprensiones que deshizo al fin la excelsa “Anunciación a María”. Es cierto que a él poco le afectaron, porque fue el prototipo de la fidelidad a la vocación, pero conviene resaltar la incorporación de este tesoro que tan útil habría de serle en su predicación desde el verso y las tablas y, sobre todo, en el apostolado directo con sus amigos carentes de fe.
Precisamente lo que más asombra de Claudel-hombre es ese su sentido de la caridad que intrépidamente le llevaba en ansias de salvación adonde hubiera un alma en tinieblas. Desde la noche de Notre-Dame, el resto de los ochenta y cinco años de Claudel están imbuídos de esta inquietud. Gusta considerarle como el converso misionero de las grandes inteligencias. La cita de nombres a los que el coloso de Francia llevó al camino de Damasco se haría interminable. Nombremos uno bien significativo: Francis Jammes, el místico y magistral poeta de la Virgen. Hasta dónde llegará su afán lo demuestran las cartas cruzadas con Gida, el autor que está en el “Índice”. Existe también una epístola suya que nos gustaría meditara una y mil veces la juventud de hoy, y la escrita a Jacques Riviere, en la que figura este pensamiento que tanto gustaba a los del 36: “La juventud no ha sido hecha para el placer, sino para el heroísmo”.
Hablaba a los amigos en el error con un cariño incomparable. A Maxime Alejandre, un judío de verdad, le dijo: “Dios lo necesita a usted, lo llama, llora por usted como un niño en la cuna. ¿Qué espera?”.
CONSECUENTE CON LA FE
Claudel supo lo que decía cuando afirmaba que nada en la vida había podido ni siquiera tocar su fe. Le costó a veces sangrarle el corazón, pero el siempre obró en consonancia con los principios.
Toda su producción de converso se caracteriza por una limpieza inmaculada. Es más: en su etapa de incrédulo hay una obra reprobable. El la repudió en estos términos: “Antes de irme para no volver, yo también quiero lanzar al Sena mi segundo libro, ese drama La Ville en el que la prostituida estaba prometida a la mano de los conquistadores”
Lágrimas, sublimes lágrimas le costó también una decisión tomada en su vida. En un viaje que hizo a Extremo Oriente en función diplomática, conoció a una mujer agraciada de la que se enamoró apasionadamente. Le bastó saber que estaba casada para zanjar, heroicamente, su amor porque no se lo permitía la moral cristiana.
¿Y con España? ¿Cómo le pagaría nuestra patria el favor que le hizo durante la Cruzada? Cuando una ominosa consigna de silencio pretendía ocultar el espantoso holocausto de vidas que el comunismo hacia aquí, la voz de Claudel, no solo denunció el genocidio, sino que con su “Oda a los sacerdotes mártires de España” cristalizó la defensa mas apasionada, a la vez que una pieza literaria de antología.
Pero lo que más le enorgullecía era su fidelidad al Papa y el desenlace que ésta tuvo hace unos años. Fue a raíz del Año Santo, cuando se pensó, como una deferencia hacia el Pontífice, representar en los jardines vaticanos la simbólica “Anunciación a María”. De por sí, la asistencia de Pio XII era una distinción excepcional y así lo entendió el poeta. Sin embargo, hubo algo más. De rodillas ante el Vicario de Cristo, Claudel vió inclinarse su figura ascética y se sintió estrechado entre sus brazos. Sesenta y siete años de lucha los dio por bien recompensados con la emoción del instante. El Santo Padre le hizo dos regalos: unas palabras personales y un rosario. Las palabras decían:
“… Me parecía seguir con la mente y el recuerdo el itinerario de un alma poseída y conquistada por la gracia de Cristo, que a partir del día de la conquista se esforzaba por manifestar el amor de que estaba henchida, siempre con ardor”. El rosario lo llevó Claudel a la tumba entre sus manos entrelazadas.
A LA HORA DE LA VERDAD
En la capital francesa, el 23 de abril último amaneció envuelto por una neblina cenicienta que algodonaba las frondas. Era natural, porque el calendario marcaba el miércoles de ceniza.
En una estancia próxima al bosque de Boulogne, Paul Claudel, el mejor poeta de la Francia contemporánea, dormía, abrumado de gloria, el sueño de la muerte. Por eso, cuando se sintió morir, no tuvo que tomar otra disposición que la de seguir trabajando hasta el momento postrero. Solo entonces se tomó unos segundos, los necesarios para decir:
“Dejadme morir tranquilamente. No tengo miedo.”
Junto al rosario del Papa, Claudel llevó consigo un crucifijo muy querido, regalo de un misionero: la cruz a la que tanto había amado y servido.