Dios te Encontró

Hace unos 14 años, estaba revisando el registro de mis estudiantes universitarios para la sesión de apertura de mi clase sobre teología de la fe. Ese fue el primer día que vi a Tommy. Estaba peinando su largo cabello rubio, que colgaba 15 centímetros por debajo de sus hombros. Sé que lo que está dentro de la cabeza, no sobre ella, es lo que cuenta; pero en ese tiempo yo no estaba preparado para Tommy, así que lo etiqueté como extraño, muy extraño.

Tommy resultó ser el ateo residente de mi curso. Constantemente objetaba o se burlaba de la posibilidad de un Dios que amaba incondicionalmente. Vivimos en una paz relativa durante un semestre, aunque a veces él era un dolor de cabeza. Al final del curso, cuando entregó su examen, me preguntó en un tono un poco cínico:

-¿Cree usted que encontraré a Dios alguna vez?

Me decidí por un poco de terapia de choque:

-¡No!, dije enfáticamente.

-¡Ah!, respondió. Pensé que ese era el producto que estaba usted vendiendo.

Lo dejé dar cinco pasos hacia la puerta y luego lo llamé:

-Tommy. ¡No creo que lo encuentres nunca, pero estoy seguro de que Él te encontrará a ti!

Tommy simplemente se encogió de hombros y se fue. Me sentí un poco desilusionado de que no hubiera captado mi hábil mensaje.

Después escuché que Tommy se había graduado y me sentí debidamente agradecido. Luego me llegó un informe triste: Tommy tenía cáncer terminal.

Antes de que yo pudiera buscarlo, él vino a mí. Cuando entró en mi oficina, su cuerpo estaba muy deteriorado y su largo cabello se había caído a causa de la quimioterapia. Pero sus ojos eran brillantes y su voz firme, por primera vez en mucho tiempo.

-Tommy, he pensado mucho en ti. Supe que estás enfermo, le dije.

-Sí, muy enfermo, profesor. Tengo cáncer. Es cuestión de semanas.

-¿Puedes hablar de ello?

-Seguro, ¿qué le gustaría saber?

-¿Qué se siente saber que tienes 24 y te estás muriendo?

-¡Bueno, podría ser peor!

-¿Como qué?

-Bueno, como tener 50 años y no tener valores o ideales. Como tener 50 años y pensar que beber, seducir mujeres y hacer dinero son las cosas más importantes en la vida… Pero vine a verlo realmente por algo que me dijo el último día de clase. Le pregunté si usted pensaba que alguna vez encontraría a Dios y usted me dijo que no, lo cual me sorprendió. Luego me dijo: “Pero Él te encontrará a ti”. Pensé mucho en eso, aunque mi búsqueda no fue para nada intensa entonces. Pero cuando los doctores quitaron un bulto de mi ingle y me dijeron que era maligno, tomé muy en serio localizar a Dios. Y cuando la malignidad se diseminó a mis órganos vitales, comencé realmente a golpear las puertas del cielo. Pero nada sucedió. Bien, un día me desperté y, en lugar de lanzar más peticiones inútiles a un Dios que puede o no existir, simplemente me di por vencido. No me importaba Dios ni la otra vida ni nada por el estilo. Decidí entonces pasar el tiempo que me queda, haciendo algo más lucrativo. Pensé en usted y en algo que había dicho en una de sus conferencias: “La tristeza esencial es ir por la vida sin amar. Pero sería igualmente triste dejar este mundo sin decirles a los que amas que los has amado”. Así que empecé con el más difícil de todos: mi padre. Estaba él leyendo el periódico cuando me acerqué y le dije:

-Papá, me gustaría hablar contigo.

-Bien, habla, contestó.

-Quiero decirte que esto es importante para mi, papá. Bajó su periódico lentamente como unos 10 centímetros y me preguntó:

-¿De qué se trata?

-Papá, te quiero. Simplemente quería que lo supieras.

Tommy sonrió y dijo con evidente satisfacción, como si sintiera que una alegría cálida y secreta surgiera dentro de él:

-El periódico cayó al piso. Entonces, mi padre hizo dos cosas que no recordaba que hubiera hecho antes. Lloró y me abrazó. Y hablamos toda la noche, aunque él tenía que trabajar al día siguiente.

Fue más fácil con mi mamá y mi hermanito. También lloraron conmigo y nos abrazamos y compartimos cosas que habíamos guardado en secreto por muchos años. Sólo sentí haber esperado tanto tiempo. Aquí estaba yo, a la sombra de la muerte, y apenas comenzaba a sincerarme con las persona que estaban cerca de mí.

De pronto, un día Dios ya estaba allí. No vino a mí cuando se lo supliqué.

Aparentemente, Dios hace las cosas a Su manera y en Su momento. Lo importante es que usted tenía razón. Él me encontró aunque yo había dejado de buscarlo.

Tommy, balbuceé, creo que estás diciendo algo mucho más profundo de lo que piensas. Estás diciendo que la manera más segura de encontrar a Dios no es convertirlo en una propiedad privada, sino abriéndose al amor… Tommy, ¿podrías hacerme un favor?. ¿Vendrías a mi clase de teología de la fe a decir a mis estudiantes lo que me acabas de contar?

Aunque programamos una fecha, no pudo lograrlo. Por supuesto, su vida no terminó realmente con su muerte, sólo cambió. Dio el gran paso de la fe a la visión. Encontró una vida mucho más hermosa de lo que el ojo del hombre ha visto nunca, o la mente del hombre ha imaginado jamás.

Antes de que muriera, hablamos por última vez:

-No voy a poder ir a su clase, me dijo.

-Lo sé, Tommy.

-¿Se lo dirá usted a todos por mí?. ¿Se lo dirá a todo el mundo por mí?

-Lo haré, Tommy. Se lo diré.

-¡Gracias!

¡Dios salvó a mi pequeña Laura!

El sábado 26 por la tarde, sentí la imperiosa necesidad de contarles algo que tenía muy escondido dentro de mi corazón. Fue tan grande la emoción que sentí al recordarlo, que en mi interior prometí a Jesús que se los contaría. Pensé en esa frase tan importante del Evangelio: “no debemos callar lo que hemos visto y oído”.

Sucedió hace diez años, cuando mi hija Laura Victoria tenía tan solo cinco.

Una tarde de invierno al regresar del taller de pintura sobre tela, mi hija jugando con una amiga, se había golpeado su cara con el filo de la cama. La encontré cubriendo su naricita con un pañuelo lleno de sangre; el golpe había sido reciente. Mi esposo estaba tenso y muy preocupado.

La llevé a la clínica, me dieron las órdenes para que le sacara radiografías y que volviera por la tarde. Para ese entonces mi hijita casi no reaccionaba de la fiebre alta que tenía.

A mi regreso, uno de los pediatras me dijo que tenía el tabique quebrado, y que lo mejor era que un otorrino la evaluara. Saqué tuno y regresé. Era una doctora; le comenté lo del golpe, llevé las radiografías y le dije de la fiebre. Ella me dijo que el golpe no era grave y que la fiebre era producto de alguna enfermedad que estaba encubando. Todavía lo recuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas. La doctora no me prestó mucha atención, es como si estuviera molesta porque yo creía que la fiebre era consecuencia del golpe.

Regresé a casa con mi pobre hija, la recosté y estuvo con fiebre toda la noche y durante el día siguiente. Yo lloraba tanto que no sabía que hacer; mi esposo casi no hablaba del miedo y la desesperación. Al anochecer llegaron a casa dos amigas, una de ellas su madrina. Vieron a Laurita en cama, con fiebre, sin hablar, como si fuese un trapito.

En ese momento agarré a mi hijita, me senté en un sillón y a ella sobre mis piernas. Mis amigas y yo pusimos las manos sobre ella y empezamos a rezar el Padrenuestro… en ese preciso momento brotó sangre de la nariz, automáticamente la fiebre cesó y entonces lloré de alegría. Dios mío muchos pensarán que quizás fue una casualidad, pero yo que lo viví creo que Dios obró con su infinita Misericordia y dio a nuestra hija otra oportunidad. No soy médica ni entendida en la materia, pero sé que acá únicamente Dios sanó a mi hija.

¿Porque lo callé tanto tiempo?… quizás Dios quería que hoy era el momento para contárselo a alguien, y alguien son ustedes. Solo Dios sabe la emoción que en éstos momentos tengo, él conoce mi corazón agradecido.

El 10 de Enero Laura Victoria cumplió sus 15 años, la agasajamos con un cumpleaños como ella quiso: sencillo, con sus amigos, familiares y nuestros mejores amigos. Éramos 50. Ese día la llevé a la Capilla “Nuestra Señora de Lourdes” y frente a la “Sacristía” le agradecimos a Dios por el Don de la Vida.

Y este amigos es nuestro testimonio, hoy me doy cuenta de lo valioso que es, y por supuesto que hay otros. Solo debemos hacer memoria de todos los sucesos de nuestra vida y seguramente muchas veces Dios obró, nos acompaño, y a lo mejor no nos dimos cuenta. Era importante para mí, como mamá dar éste testimonio.

Gracias, espero no haberlos aburrido pero sentí la necesidad de que ustedes supieran esto.

Hasta siempre,

Miriam.

Dios no es Invisible

A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y la epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro pesetas y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y con suelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de mucho niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?

“Un día descubrí que Dios no era invisible recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre”. Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino. “Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo”. Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.

Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.

Dios existe; yo me lo Encontré

André Frossard nació en Francia en 1915.

Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total.

Encontró la Fé a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde “Católico, Apostólico y Romano”.

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo:

“Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo”.

Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…)

Dios no existía.

Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales.

Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado?

Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad.

¿A los veinte años quiere creer? Que crea.

De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…

Mi padre era el secretario general del partido socialista.

Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès. Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar.

Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (…)

El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros.

Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla…”

En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (…) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo, a ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado.

Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa.

Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia.

La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (…)

Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético.

No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión.

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: “Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito. Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “Católico, Apostólico, Romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años.

Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo.

Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana.

Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…)

Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (…)

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó. Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “Gracia”, dijo, un efecto de la “Gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la Gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles.

-¿Era una enfermedad grave?

No, la fe no atacaba a la razón.

-¿Había un remedio?

No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas.

No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo.

Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella”.

Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial. En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario.

Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

“¡El Demonio es Protestante!”

Testimonio de mi conversión al Catolicismo

Nota de Fr. Nelson Medina: algunas de las expresiones demasiado fuertes de Luis M. Boullón son responsabilidad suya, y las utiliza evidentemente para destacar los aspectos engañosos de algunos lemas protestantes más comunes.

Por Luis Miguel Boullón

“El Demonio es protestante”, fue la primera frase que pronuncié, tras mi conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su pastor. El escándalo fue mayúsculo. Algunos ya habían notado que mis vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a causa de mis nuevos pensamientos.

“Al principio fue el Verbo”

Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en esta Revista que ahora aprecio tanto, como es la que me honra publicando este trabajo. Yo encontraba que la nota era demasiado radical en sus afirmaciones, demasiado rotunda para lo que yo estaba acostumbrado a leer.

No me dejaba muchos “flancos” descuidados por donde atacar. O refutaba el centro del asunto o no tenia sentido desmenuzar tres o cuatro aspectos como se me había enseñado a realizar de forma automática e inconsciente. Generalmente los católicos tienen como que una cierta vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la mesa, y como no muestran todo con claridad, es muy fácil prender fuego a sus tiendas de campaña, porque dejan demasiados lados flojos.

En lo personal nunca recurrí a lo que ahora entiendo como “leyendas negras”, porque me parecía que era inconducente debatir basándome en miserias personales o grupales sin haber derribado la propia lógica de su existencia. Eso hice con algunas sectas o con temas como la evolución o algunos derechos humanos según se les entiende normalmente.

Reconozco que muchos de los que en ese momento eran mis hermanos caen en ese error, tratando de derribar moralmente al “adversario” diciéndole cosas aberrantes sobre su fe. Pero basta un buen argumento, y bien plantado, para que uno se vea obligado a retirarse a las trincheras de la Biblia y no querer salir de allí hasta que el temporal que iniciamos se calme al menos un poco. Pero no nos funciona a todos el mismo esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón como por el placer de vencer en cualquier contienda.

El artículo en cuestión me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el camino.

Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas. Hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. La verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso de verme que yo de verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a encontrarnos en público por obligaciones propias del pueblo. Pero de ordinario no nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un “cura nuevo”, con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.

Primera confesión de mala fe

Yo aprovechaba – Dios me perdone – de sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces realmente no le importaba tanto como a nosotros, que jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.

Otra cosa que solía hacer – me avergüenzo al recordarla – era tirar a mis chicos a discutir con los de la parroquia. Los pobres parroquianos se veían en serios apuros en esas ocasiones.

En el fondo yo me aprovechaba de que los chicos católicos estaban muy mal formados. Como comentábamos a sus espaldas: sólo van a la parroquia a divertirse, para repartir cosas a los pobres y para hacer “dinámicas de vida”, pero de doctrina y de Escrituras no saben nada. Nos gustaba vencerlos con las cosas más tontas posibles. A veces surgían temas más sabrosos, pero con los argumentos normales bastaba para al menos hacerles callar.

Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan “cálido” en su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana, con la que ni siquiera se casó. A cambio del párroco de siempre salió a atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo y de mirada penetrante. Lo habían “castigado” relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no practicante.

Yo generalmente acudía para refrescar mi memoria y cargarme de elementos que luego trabajaba como materia de mis prédicas, o para sondear la visión católica de alguna cosa.

El Padre M. no fue tan abierto. Me recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga. En verdad quedé un poco desarmado, pero logramos charlar casi de todo. Casi… porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi postura.

En un aprieto que me puso, le dije: “Padre M… comencemos desde el principio” Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: “De acuerdo: al principio era el Verbo y…” Me largué a reír nerviosamente. Aparte de que me respondía con una frase utilizada en la Misa (al menos en la tradicional), ¡imitaba mi voz citando la Biblia!

“Pastor Boullón”, me dijo luego, “No avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo crimen… y por eso también fue el primer Evangélico”.

Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:

– Si… fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!

– Pero Cristo les respondió con la Biblia…

– Entonces usted me da la razón, Pastor… los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien… y le tapó la boca.

Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba el demonio le llevó a Jerusalén, y poniéndole en lo alto del templo le repitió el Salmo XC, II-12): “Porque escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie con alguna piedra”

Pero el Señor le respondió con Deuteronomio VI, 16: Pero también está escrito “No tentarás al Señor tu Dios”. Y el demonio se alejó confundido. Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio, y por lo que es peor: ¡ser tratado como el demonio en el desierto!

Creo que fue la plática más saludable de mi vida.

La táctica del demonio

Llegué a casa rabioso. Me sentía humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca que venia enriqueciendo con el tiempo. Consulté a varios autores tan “evangélicos” como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia para apoyar lo que decíamos y demostrar que los otros se equivocaban.

Me armé de fuerzas y a la primera oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Me recibió tan amable como la vez pasada, sólo que esta vez su distancia la hacía menos tajante a causa de su mirada divertida y curiosa de la razón que me llevaba otra vez a su lado.

Le largué un discurso de media hora sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí – creo – brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré tomando la Biblia del cura y le leí hechos XVI, 31: ¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús – respondió Pablo – y te salvarás tú y toda tu casa.

Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.

Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:

– “¿Continuará la lectura de San Pablo?”

– “Ya terminé, Padre M.”

– “¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Corintios, XIII, 2.

– Leí en voz alta: “Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy”

– Entonces la fe…

– La fe… la fe… la fe es lo que salva

– ¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios que ahora encontraron un buen medio para salvarse.

– ¿Salvarse?

– Si.. salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? Y si sólo la fe salva…

– …

– No se quede en silencio, Pastor… siéntese aquí que se aliviará un poco. Si quiere seguir como el Demonio, tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios, porque “como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está muerta” (c.II) Y aún así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice “Si quieres salvarte, guarda los mandamientos”. Ahí tiene usted la respuesta completa.

Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica – sólo una me basta – en que se pruebe que solo debe enseñarse lo que está en la Biblia.

Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.

“Sólo la Biblia”

Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. “Si es sólo la Biblia”, me dije, “entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba”.

Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente no encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición.

Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M. y de la lectura de esta revista y de mucha literatura escrita con fines apologéticos.

El pago del mundo

Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia católica. Quizás sea porque un sacerdote es esencialmente distinto a un “Pastor” protestante, o quizás por la experiencia de distintos ordenes (confesión, dirección espiritual, etc.), el Padre M. acertó en su advertencia sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de esas visitas “no estrictamente ecuménicas”.

Yo aún no me había percatado de esa desconfianza, pero observando con mayor atención notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban. Me decepcioné mucho, pero no me dejé vencer por la tentación. El demonio – pensaba – me estaba tentando con Roma y para eso endurecía los corazones.

Pasada una semana de angustias, me senté con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un punto tal que no quería volver a la parroquia católica pero tampoco me sentía en paz con eso. Después de la cena, oramos con los chicos y se fueron a dormir. Me sentí y abrí mi corazón a mi esposa. Ella había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con atención.

Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto… para ella.

Traté de cumplir con todo. Ella siempre fue la sensatez y me refrenaba en las locuras. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma. Algo me atraía de ese ambiente, y por lo demás deseaba la compañía de ese sacerdote provocador y bonachón.

Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia para demostrar públicamente que no les guardaba ninguna simpatía. Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.

Con el tiempo, mi familia y mis feligreses me dieron vuelta sus espaldas y fue la gran cruz que tuve que soportar por amar a Cristo en Su Iglesia.

Mi querido amigo se despide

No he querido exponer aquí todas las cosas que charlamos con el buen Padre M. durante semanas y semanas. Yo le visitaba furtivamente y el me acogía con amable paternalidad. Yo daba vueltas en torno al tema e intentaba responder a las sabias preguntas con las que me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón!

El tiempo me fue haciendo más perceptivo a sus sutilezas e ironías. De alguna forma misteriosa este sacerdote me tenía cautivado. Me acorralaba hasta la muerte, pero me daba siempre una salida honorable. Le gustaba desmoronar todos mis argumentos.

Su estilo era único: destrozaba mis argumentos, acusaciones y refutaciones primero desde la lógica, dándome dos posibilidades… o quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa estupidez. Luego, y sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo trataba – si tenía sentido – desde el punto de vista de las Sagradas Escrituras. Supongo que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida cultura y su gran vida de piedad.

Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que le visitara en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía – jamás dio muestras de sufrir – y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.

Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su residencia. Desde ese día le acompañé a diario. Dejé muchos compromisos de lado. La tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales abiertas y amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. Mi familia estaba amenazada con la pobreza.

Fueron días de mucha angustia. Sabía que caminaba por los caminos correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia. Los temores y las dudas de antes de la internación del Padre M. se disiparon. No quería arrepentirme de mis errores ni recibir el perdón y el consuelo de nadie más. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me paralizaba.

Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo del Padre M. Él me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Él ya los conocía. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne ni la sangre ni las riquezas, sólo amaron la verdad y dieron público testimonio de su adhesión a la fe. “Más vale entrar al Cielo siendo pobres que irse al infierno por comodidades”, sentenció.

Como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les hice una declaración de mi conversión. “¡El Demonio es protestante!” les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.

Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el Padre M. quien me tranquilizó respecto al altercado. Desde entonces y después de pasados años de mi conversión nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación de mi alma… y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado. Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida de gracia de la santa fe

Roma… mi dulce hogar

Rogué al buen sacerdote me preparara para abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. En junio de ese mismo año mi querido amigo entregó su alma al Señor, siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los enfermos y presos que visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los pobres y necesitados que consolaba, los fieles que acudían a él en busca de consejo y del perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas. Mi querido sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes apoyos e impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico al trabajar especialmente con los conversos y preparados para la conversión.

Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor del Padre M. Yo sentí mucho esto porque con su prédica y actuar desmentía muchos de esos grandes principios eternos que había conocido y amado.

A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios que se hacen más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino mas bien a mostrarnos todas las banderas, incluso las más radicales. Y éstas fueron, precisamente, las que más me indignaron pero a un mismo tiempo me atrajeron.

Pero persevero en el amor a la Iglesia de siempre, a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían Cielo y Tierra pero que ni una sola jota sería cambiada.

Bien se por experiencia propia y por la de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error no producen conversiones. Y las pocas que se producen son de un género muy distinto – por superficiales y emocionales – de las verdaderas conversiones, esas que producen santos. La realidad es la que constataba a diario como Pastor protestante, cuando la poca preparación de los católicos y la confusión que produce el falso ecumenismo llenaban las bancas de nuestras iglesias y los bolsillos de nuestras congregaciones evangélicas. La ignorancia religiosa de los fieles es la cosa más agradecida por las sectas, porque al ser muchas veces hija de la pereza espiritual se acompaña por la pereza intelectual. Basta entonces cualquier cosa que les emocione, que les haga sentir queridos, y luego viene el sermón acostumbrado para hacerles dudar primero y luego darles respuestas rotundas. Eso los desestabiliza y luego les atrae nuestra seguridad. ¡Y luego salimos a la calle a gritar contra los dogmas!

Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a los pies de María Santísima y pedir que por amor a la Divina Sangre de Su Hijo Amado obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y cismáticos y que haciendo triunfar a la Iglesia sobre Sus enemigos instaure la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.

De Soldado a Monje

NÍNIVE, (ZENIT.org).- “El Señor ha hecho grandes cosas en mí: ha sido mi consolador y mi refugio”, reconoce un ex soldado iraquí de Nínive que, tras abandonar una vida dedicada a la guerra, ingresó en un monasterio Caldeo. Por su interés, reproducimos a continuación el testimonio ofrecido por el religioso,que ha pedido permanecer en el anonimato, publicado el pasado lunes por la Agencia de la Congregación vaticana para la Evangelización de los Pueblos (Fides).

Vengo de una familia cristiana. En 1984 era soldado del ejercito iraquí. Combatí en la guerra contra Irán militando durante casi cuatro años en el ejército. He combatido también contra los kurdos y entre otras adversidades fui hecho prisionero: un grupo de guerrilleros kurdos me capturó y permanecí tres meses en la montaña sufriendo crueles torturas. Me liberaron porque mi familia pagó como rescate 10.000 dinares.

La vida militar en el ejército de Saddam me agotó y huí, por lo que me convertí en un desertor. La policía me capturó y un tribunal militar me condenó a prisión por deserción.

En aquel período descubrí la oración como verdadero alimento espiritual. Viví esta crisis con mucho dolor y sufrimiento en cuerpo y alma. Pero el Señor estaba siempre conmigo y no me dejó jamás, porque quien tiene fe en el Señor nunca debe tener miedo y encuentra la paz y la alegría a pesar de las situaciones de angustia.

Dice el salmo: “Fui joven, ya soy viejo, nunca vi al justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan” (Sal 37, 25).

Comencé a interrogarme sobre el verdadero sentido de la vida y sobre los verdaderos valores, preguntándome dónde y cuándo podría encontrar el camino adecuado de mi existencia en el mundo ¿Qué camino deberé seguir para llegar a la verdadera felicidad?

A las preguntas sobre mí mismo se añadían otros interrogantes: ¿por qué hay guerras, injusticias y odio en el mundo? ¿Por qué la humanidad no puede vivir en paz? En aquel momento de angustia, oí una voz fuerte dentro de mí que me llamaba: “Ven y sígueme, encontraras el verdadero sentido de tu vida. Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).

En 1988 terminó la guerra y seguí un curso de estudios en la Universidad en mi ciudad, Nínive. Continuaba frecuentando la Iglesia y pidiendo a Dios que confirmara mi vocación.

En 1991 comenzó la Guerra del Golfo y la situación de la mayoría de la gente empeoraba de día en día. Muchas familias emigraban de Irak. También yo habría querido unirme a la diáspora.

En 1993 me inscribí en un curso de Teología y sentí en lo profundo de mi corazón lo dulce y buena que es la Palabra de Dios. La conciencia de la vocación se hizo más fuerte y entonces respondí a la llamada del Señor. Es el Señor quien llama y es Él quien da el primer paso hacia el hombre.

Después de un intenso período de oración, en 1995 dejé a mi familia y mi ciudad para seguir al Señor y entré en el convento de los Monjes Caldeos que se encuentra en Bagdad. Ahora estoy perfeccionando mis estudios.

Un Cura Mendigo

Periódico “La Razón” miércoles, 9 de Mayo de 2001

Un cura mendigo, que había abandonado el sacerdocio, confesó a Juan Pablo II

Hace unos días, en el programa de televisión de la Madre Angélica en los Estados Unidos (EWTN), relataron un episodio inédito de la vida de Juan Pablo II.

Un sacerdote norteamericano de la archidiócesis de Nueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un mendigo. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta que conocía a aquel hombre. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles.

El cura, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Quedó profundamente estremecido.

Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa, a quien podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno, sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y describió brevemente la situación al Papa.

Un día después recibió una invitación del Vaticano para cenar con el Pontífice, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse.

Confesó al Papa El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: “una vez sacerdote, sacerdote siempre”.

“Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero”, insistió en mendigo, que recibió como respuesta: “Yo soy el Obispo de Roma, me puedo encargar de eso”.

El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchará su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente de párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.

Conocí al Padre Pío

Me llamo José Miguel Cenoz. Soy padre capuchino. Tengo 77 años. Actualmente, vivo retirado en Alsasua (Navarra), pero fui durante más de 30 años misionero en 26 países de todo el mundo. Desde China y Japón, hasta EEUU. Desde la placidez de mi convento navarro, cuando echo la vista atrás, doy gracias al Señor por haberme llamado a seguirle, por haber podido predicar su nombre por toda la tierra y, sobre todo, por haberme concedido la inmensa gracia de haber conocido y olido al Padre Pío, al que hoy Juan Pablo II canoniza. Porque no sólo conocí, sino que olí el perfume celestial que exhalaba. Y no en una, sino en dos ocasiones que nunca olvidaré. La primera fue el 13 de julio de 1966. Recuerdo perfectamente que el superior del convento donde vivía el Padre Pío me concedió el privilegio de saludarle en su celda. Y cuando iba, por el claustro, hacia la habitación del santo comencé a sentir un aroma tan especial que me quedé sorprendido. Cuando se lo comenté al superior, me dijo: «Es el perfume celestial que emana del Padre Pío». Unos años después, volví a sentir ese olor. Era 1971 y el Padre Pío ya había muerto. Mi hermano misionero y yo quisimos visitar su tumba. Celebramos misa, oramos ante sus restos y fuimos a visitar los lugares del santo. Mientras los recorríamos, comencé a sentir el perfume de la primera vez.

Le di un codazo a mi hermano y le pregunté: “¿No hueles nada?”. “Huelo un perfume muy fuerte y muy especial que nunca había olido”. “Es la segunda vez que me ocurre”, le contesté mientras ambos tratábamos de llenar nuestros pulmones con aquel olor misterioso, como de cielo. No puedo describirlo bien, pero se quedó grabado para siempre en mi pituitaria. Por buscarle algún parecido, quizás tirase un poquitín al aroma de las violetas. Por cierto, no soy el único que lo percibió. Recuerdo a un cura filipino que, al leer la vida del Padre Pío, sintió el perfume y entró en los capuchinos.

De mis encuentros con el Padre Pío conservo su perfume en la mente y varias fotografías que le hice mientras celebraba la eucaristía con una flamante cámara que me regalaron en EEUU. Recuerdo que me coloqué en el primer banco de la iglesia. Eran las cinco de la mañana y la plaza contigua al templo ya estaba llena de devotos del santo. Cuando abrieron las puertas, las mujeres corrían como locas para coger el mejor sitio. Tanto es así que me tiraron al suelo. Me levanté y me subí a una tribuna, desde donde pude hacerle fotos (estaba prohibido) sin flash durante la consagración.

Se celebraba en latín, claro está (como se hacía en aquella época), con una unción especial, sobre todo durante la consagración, el momento de la eucaristía en el que el Padre Pío parecía transformarse. Caía en éxtasis y se levantaba del suelo, un fenómeno que se conoce como levitación. Entraba en el misterio de Dios, conocía las realidades divinas y ese amor le transportaba a otro mundo. Tanto el éxtasis como la levitación son fenómenos muy especiales. Es la alta mística.

También tuve el privilegio de poder visitarle en su celda. Y digo privilegio porque hay que tener en cuenta que el acceso al santo era muy restringido. Tanto es así que a los propios capuchinos nos estaba prohibido visitarle sin un permiso especial del superior general de la orden, que lo concedía a cuentagotas. Camino de su celda sentí por vez primera aquel olor tan especial, como ya conté. Ante la puerta estaba un joven hermano que no me quería dejar entrar. Volví a utilizar la mediación del superior del convento y entré. Era una celda espartana. Con una cama, una mesa, un reclinatorio y un armario. El Padre Pío estaba en la cama, descansando, porque los estigmas le producían un dolor terrible. Desprendía un aura especial. Me preguntó quién era y de dónde venía. Me bendijo a mí y a 200 pequeños crucifijos que llevaba y que, a mi vuelta a Estados Unidos, devoraron los fieles de mi parroquia como si fuesen el mejor regalo del mundo.

Lo encontré bien. Incluso diría que robusto. Y eso que sólo se alimentaba una vez al día e ingería 400 calorías. Con una sonrisa amable y simpática siempre en su rostro. Y eso que tenía un carácter vivaracho y hasta se enfadaba.

Otro de los momentos que recordaré toda mi vida fue cuando le besé las manos con las vendas que tapaban sus llagas. Sentía como si estuviese besando las propias llagas de Cristo. ¡Me habían contado tantas cosas de ellas! Me habían dicho que manaban un vaso de sangre al día y que los médicos habían hecho todo lo humanamente posible para que dejasen de supurar, pero que no lo habían conseguido. Y que durante los 50 años que las tuvo nunca se le infectaron. Eso sí, le dolían. Cada vez que posaba los pies, sufría horrores. Por eso, cuando yo le vi, le transportaban por los brazos dos capuchinos jóvenes o utilizaba silla de ruedas. Una vez le preguntaron si le dolían las llagas y él contestó: «¿Pensáis que están aquí de adorno?».

Me contaron que cuando las recibió tenía 31 años. Estaba en el coro orando en solitario y, de pronto, los hermanos oyeron un grito horrible. Cuando llegaron al coro lo encontraron bañado en un charco de sangre. Fue entonces cuando el Señor le infundió los estigmas en las manos, en los pies y en el costado. Decían que la llaga del costado tenía forma de cruz.

El Padre Pío vio la figura luminosa de un hombre y, a continuación, cinco dardos de fuego le atravesaron en los mismos lugares de las llagas de Cristo. El capuchino comenzó a sentir dolores en las manos, los pies y el costado. Poco a poco, en la palma de la mano izquierda comenzó a hacerse visible un círculo rojo que aparecía y desaparecía, según contaba él mismo y los hermanos de la congregación que vivían con él.

Ocho años después, los dolores y los círculos se transformaron en heridas visibles que no se cerrarían hasta el día antes de su muerte, el 23 de septiembre de 1968. Me consta por nuestros superiores que le trataron numerosos médicos y todos coincidieron en su diagnóstico: «Fenómeno inexplicable». Aunque también es cierto que, durante la época en la que fue perseguido por el Vaticano, eminentes médicos, como el mismísimo Agostino Gemelli, fundador del Policlínico donde se operó el Papa, calificó al santo de «un psicópata que se autolesiona, un estafador».

Otro momento de gracia inenarrable para mí fue el poder confesarme con él. El Padre Pío pasaba unas 15 horas en el confesionario, porque sabía que la gente esperaba hasta 15 ó 20 días para poder contarle a él sus pecados y oír de su boca la penitencia. Y eso que el confesionario es como una tortura. Yo pasé una vez 12 horas seguidas en él y terminé molido, porque allí no se oye nada bonito.

Gracias a mis contactos en el convento, me colaron entre los que se iban a confesar y viví allí unos instantes en los que me parecía estar tocando el misterio. Se palpaba, se tocaba algo espiritual e invisible pero, por sus efectos, tangible. Todos mis sentidos estaban despiertos y absortos en contemplar y vivir aquella celebración. Cuando me tocó el turno, me acerqué al santo casi con temblor. Me confesé en latín.

Recuerdo que me dijo: “Ora mucho”. Salí de allí flotando y esa vivencia jamás la olvidaré. Salí como transportado a otra realidad. Porque el Padre Pío fue un auténtico apóstol del confesionario. Dicen que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de penitentes. Todos salían de allí convertidos y al que no iba de buena fe, lo descubría.

Yo también me había acercado a su confesionario con cierta prevención, porque decían que el Padre Pío tenía el don de penetrar las conciencias, es decir de descubrir el interior de tu alma. Recuerdo que, una vez, encontré en EEUU a un americano que, durante su estancia en Italia en la Segunda Guerra Mundial, consiguió confesarse con él. Y me contaba que el Padre Pío, después de darle la absolución, le dijo: “Un día serás sacerdote”. Cuando yo lo conocí era un sacerdote capuchino. La profecía se cumplió.

Esa misma profecía se la había hecho antes al entonces cardenal Montini, arzobispo de Milán. Y esta vez con intermediario y testigo, el comandante Galetti, al que el fraile capuchino dijo un día: “Vete a Milán y dile a Montini que será el sucesor de Juan XXIII”. En el confesionario leía los corazones y las conciencias. A más de un penitente le dijo sin conocerle: “Vete, vienes aquí sólo por curiosidad. No profanes el sacramento del Señor”. A otros, les recordaba los pecados que omitían por vergüenza.

El santo leía en las conciencias y, además, tenía el don de la bilocación. Nunca salió físicamente de los alrededores de su convento, pero estuvo atendiendo a bien morir al cardenal Barbieri, en Montevideo, la capital de Uruguay.

El Padre Pío profesó siempre una ejemplar y total obediencia a los siete papas León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo V que conoció a lo largo de su vida. Y eso que sufrió profundas incomprensiones y hasta persecuciones por parte de algunos de ellos. Pío XI mandó que lo confinasen en su convento de 1931 a 1933, sin poder recibir visitas ni hablar con nadie. Ni siquiera los frailes podíamos acercarnos a él. Ya en tiempos de Juan XXIII, volvió a sufrir el acoso de los inquisidores del Santo Oficio, que incluso nombraron al obispo de Manfredonia para que le vigilase y rindiese cuentas a Roma de todos sus actos.

Pero el obispo tenía una amante y el Padre Pío lo descubrió sin que nadie se lo dijese, con lo cual el prelado le juró odio eterno y trató de involucrarle en todo tipo de pecados y delitos. Le acusó, por ejemplo, de acostarse con las mujeres a las que dirigía espiritualmente. Al final, Roma destituyó al obispo y le redujo al estado laical por haber trascendido a la opinión pública la vida licenciosa y disoluta que llevaba.

De 1958 a 1959, el Padre Pío vuelve a caer en desgracia ante Roma. Esta vez por cuestiones económicas. Un espabilado banquero italiano, Giufre, había conseguido los capitales de muchas organizaciones de Iglesia, incluida la Santa Sede, ofreciéndoles pingües beneficios. Cuando el banco quebró, El Vaticano, para hacer frente al escándalo, presionó al Padre Pío para que le cediese el dinero líquido que, ya entonces, entraba a espuertas en su monasterio. Ante la negativa del santo, la Curia romana intentó convertirle en un proscrito y llegó a ponerle micrófonos en su habitación y en el confesionario para grabar todas sus conversaciones.

El enviado de la Curia vaticana, Carlo Maccari, preparó un informe demoledor contra el capuchino y lo depositó en la mesa del Papa: “En el fraile reina el demonio de la impureza, sus estigmas son fruto de la histeria o consecuencia de agentes químicos, su vida es sensualismo místico”, seduce a las mujeres, compra a periodistas para que hablen bien de él, se procura perfumes costosos y hábitos de lujo, exige comida especial”.

Juan XXIII se lo cree y permite que la Curia le persiga y le suspenda en su ministerio. Sólo al final de su vida reconoce que “es un buen religioso” y se encomienda a sus oraciones. Pablo VI lo rehabilita, le concede plena libertad y dice de él: “Celebra la misa humildemente, confiesa de la mañana a la noche, hombre de oración, hombre de sufrimiento y,aunque es difícil de entender, representante de los estigmas de nuestro señor Jesucristo”.

No sé si podré ir a su canonización, porque ya soy mayor. Pero le voy a pedir un milagro. Uno más de los muchos que hizo y hace. Porque son miles los milagros atribuidos al Padre Pío. El propio Karol Wojtyla, entonces arzobispo de Cracovia, le escribió una carta contándole que Wanda Poltawska, una señora amiga suya, madre de cuatro hijos y que había estado confinada en los campos nazis, estaba enferma de cáncer. Y le pidió que rezara por ella. Dicen que, al terminar de leer la carta, dijo: “A éste no se le puede decir que no”. A los pocos días, la mujer quedó inexplicablemente curada. En 1967, la propia Wanda va a San Giovanni para asistir a una misa del Padre Pío. Al terminar la celebración, éste se dirige con paso decidido hacia ella, le sonríe, le acaricia la cabeza y, mirándola a los ojos, le dice: “Ya estás bien, ¿verdad?”.

En la noche del 20 de junio de 2000, Matteo Pío Colella, un niño de 7 años, ingresaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Casa de Alivio, a causa de una meningitis fulminante. Los médicos le desahucian. Esa misma noche, su madre participa en una vigilia de oración, junto a varios frailes capuchinos, al término de la cual el niño mejora repentinamente. Al despertar, Matteo asegura que ha visto a un anciano con barba blanca y vestido marrón que le prometió que se iba a curar. Era, seguro, el Padre Pío. Este milagro, reconocido oficialmente por la Iglesia, le ha abierto las puertas de la santidad a un hombre que ya en vida fue aclamado como santo.

El día de su elevación a la gloria de Bernini yo también le voy a pedir un milagro: que cambie el corazón de una prima carnal que, hace muchos años, se hizo de los Testigos de Jehová, que es lo más horrible que le puede suceder a una persona. Hace algún tiempo que está leyendo la vida del Padre Pío. Y la verdad es que la lee con fruición. Ésa es buena señal. Por eso, el día de su canonización le voy a pedir que remate la faena y que mi prima vuelva pronto a la fe católica. Con eso me conformo.

Con eso y con que, cuando llegue mi hora, me acoja en el seno del Padre, para gozar eternamente de aquel perfume celestial. Algo de lo que estoy seguro, porque el Padre Pío dejó escrito: “Cuando muera pediré al Señor que me haga descansar a las puertas del Paraíso y no entraré hasta que no haya entrado el último de mis hijos espirituales”.

Camino a Roma!

En España es un fenómeno apenas conocido. En Francia, apenas empieza a despuntar. En Gran Bretaña y Estados Unidos, aquí en el sector anglosajón de la población, alcanza cada año a decenas de miles de personas. Pero es sobre todo en los países que estuvieron bajo el imperio del comunismo soviético donde la realidad invita al optimismo. Me refiero al fenómeno de los conversos al catolicismo. Aunque hablando con propiedad cabría distinguir entre conversos y “reversos”. Los primeros nunca fueron católicos y ahora lo son. Los segundos nacieron como católicos, abandonaron la Iglesia y al cabo del tiempo han regresado a ella. Pero todos, unos y otros, tienen algo en común que más adelante explicaré: el celo del converso

El 11 y 12 de octubre pasados se celebró en Ávila el tercero de los congresos “Camino a Roma” de conversos al catolicismo celebrados en España, organizado por la Asociación Católica Internacional “Miles Jesu”, Instituto de Perfección, fundada por el sacerdote Padre Alfonso María Durán. Tras un primer congreso celebrado en Madrid, esta ha sido la segunda vez que Ávila ha sido elegida como sede de este acontecimiento eclesial con la particularidad de que en esta ocasión el congreso era de carácter nacional y no internacional como los dos años pasados. Este año el congreso internacional “Camino a Roma” se celebrará en Viena durante el mes de noviembre.

El número de asistentes al congreso, sin llegar a alcanzar el número de los que acudieron en el 2002, puede ser considerado como muy aceptable ya que rondaron las 300 personas a lo largo de los dos días. El grupo más numeroso, excepción hecha de los abulenses, fue el de los gallegos que vinieron sobre todo de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima en Vigo, pero prácticamente no hubo una sola región española sin representación entre los allá presentes.

La ponencia inaugural corrió a cargo del Canciller Secretario de la diócesis de Ávila, el Padre Miguel García Yuste. Se preguntó si en España, país que se dice católico, es necesario un congreso así. Y la respuesta es afirmativa ya que, quien más quien menos, conoce a varios familiares o amigos que se han alejado de la Iglesia y apartado de la fe. Hizo hincapié en la necesidad de afirmar y fortalecer nuestra fe, defendiéndola de los ataques de nuestro entorno. Y al hablar de los que somos conversos, vino a comparar nuestras experiencias con las de la conversión de Pablo en el camino a Damasco, nada más que ahora nuestro camino era en dirección a Roma. Evocando la parábola de los obreros de la viña (Mt 20,1-16) nos recordó que el Señor nos llama a todos a la conversión pero a cada cual a su hora, diferente de la de los demás. Y para finalizar su intervención, el padre García Yuste, hizo mención de nuestro deber de estar siempre dispuestos a dar testimonio de Dios a quienes nos rodean pero recordando que si nos encontramos con dificultades para compartir del Señor con los demás debemos tener en cuenta la máxima que dice “cuando no puedas hablar de Dios a otros, habla a Dios de esos otros”. En definitiva, testimonio y oración.

El siguiente ponente fue don Antonio Carrera. Católico de nacimiento, dejó la Iglesia para convertirse en Testigo de Jehová (TJ), llegando a ocupar puestos de responsabilidad dentro de la secta en España. Estuvo con ellos 13 años y su testimonio fue muy interesante porque no en vano, los TJs fueron la secta de mayor crecimiento en la España de la Transición democrática, de tal manera que su número casi igualaba al total de los miembros de todas las denominaciones protestantes en este país. Actualmente la realidad empieza a ser otra y todo apunta a que aunque dicho número se ha estancado, en un futuro cercano disminuirá progresivamente. Don Antonio dio varias claves para que comprendamos porqué un católico sincero puede verse atraído por los TJs. Comparó la doctrina de la secta a un diamante falso, cuya no autenticidad puede ser fácilmente apreciado por un joyero pero no por un profano en la materia. Pues bien, un católico no formado e instruído en su fe, no sabe discernir la falsedad de las doctrinas de los Testigos, o de cualquier otra secta o grupo no católico, y por tanto puede ser embaucado con relativa facilidad. El señor Carrera compartió con los presentes la interesante teoría de que hace 40 ó 50 años no era muy necesario que los católicos españoles estuvieran muy formados en su fe porque apenas había “lobos” que buscaran ovejas despistadas pero poco a poco el país se fue llenando de lobos que hicieron presa en miles y miles de católicos que no estaban preparados para el fenómeno que se les venía encima. Hoy, por tanto, es absolutamente necesario que el católico practicante procure documentarse, catequizarse y conocer los fundamentos bíblicos y magisteriales de su fe. De lo contrario, don Antonio recomienda que nunca cometamos el error de dejar entrar en nuestra casa a un TJ, porque ellos sí se conocen bien su lección. La formación de los laicos, afirmó Carrera, es la vacuna perfecta contra las sectas y el proselitismo de otras religiones. Las razones por las que abandonó la secta son muy simples. Debido a que ocupaba ya altos cargos dentro de la Organización, tuvo acceso a literatura antigua de la misma. Entonces comprobó cómo la secta había errado en varias ocasiones a la hora de profetizar el fin del mundo y cómo también algunas doctrinas habían sido cambiadas o retocadas de tal manera que era imposible que Dios estuviera detrás de algo así. Rompió con el grupo donde había entregado todo su tiempo y sus energías durante más de 10 años y se embarcó en la aventura de estudiar otras religiones para calmar su sed de Dios. No obstante, don Antonio hizo bien en hacer la anotación de que muchos TJs que abandonan la secta quedan tan desencantados con el fenómeno religioso que se abandonan por completo y pierden cualquier atisbo de fe en Dios. Una vez eliminadas las religiones no cristianas, Carrera estudió las pretensiones de las iglesias cristianas. Participó en algunos cultos protestantes pero no le acabaron de convencer. Él buscaba la Iglesia de Cristo. Y estudiando a los Padres de la Iglesia, se la encontró. Era la Iglesia Católica. Desde entonces ha permanecido fiel a Cristo como hijo pródigo que ha vuelto a la casa de Dios. Ha escrito varios libros sobre los TJs y ha fundado la “Asociación de afectados por sectas” con sede en Bilbao.

Llegó el turno de la Sra Kathleen Clark. Nacida en Salt Lake City (Utah, EEUU) en el seno de una familia mormona, sus ancestros más lejanos fueron los primeros de la secta. Lo primero que la Sra Clark hizo fue explicarnos en qué consiste la religión mormona, lo cual es de agradecer porque gran parte de los españoles, aparte de que aceptan la poligamia, no conocemos bien muchos detalles realmente peculiares de esa creencia. Resumiendo, nos dijo que el mormonismo es esencialmente una fe politeísta que no es otra cosa que la renovación de la mentira de Satanás a Eva “seréis como Dios”. El mormonismo afirma que todo hombre es un dios y el propio Dios Padre de la Biblia no es otro sino Adán, que luego fue evolucionando hasta ser perfecto. Otra de las teorías mormonas que no son muy conocidas por los españoles es su enseñanza de que la raza negra es fruto de una maldición por la cual Dios hizo que la piel de hombres blancos se convirtiera en negra. No en vano, hasta hace no mucho tiempo no era posible para personas de raza negra el ser sacerdotes mormones. La moral mormona no deja de ser contradictoria porque aunque no permite el consumo de té, café y bebidas alcohólicas, es muy liberal en la aceptación del divorcio, la contracepción y el aborto.

Kathleen pasó toda su infancia sin conocer personalmente a ninguna persona católica. Es lógico ya que en el estado Utah hay muy pocos católicos y el entorno social en el que viven favorece muy poco su integración en esa sociedad donde el mormonismo prácticamente lo llena todo. El primer paso fuera de la iglesia mormona no lo dio ella sino su padre, que tras estudiar las escrituras sagradas de los mormones encontró muchas contradicciones. Debatió con denuedo con su obispo mormón el cual no logró convencerle y eso le causó graves problemas. Finalmente ocurrió lo inesperado y Kathleen se hizo novia de un muchacho católico. Cuando éste le llevó a una misa tridentina ella quedó impactada por la liturgia a pesar de que no entendía nada. La relación prosperó y decidieron casarse a pesar de que ella no tenía todavía la más mínima intención de hacerse católica. Pero pronto surgieron los problemas. Ella desconocía por completo el calendario litúrgico católico y las primeras navidades fueron algo cómicas porque no lograba entender porqué su marido tenía que ir a misa en un día que no era domingo. A pesar de que su marido intentaba animarla a abrazar el catolicismo ella rehusaba totalmente esa posibilidad. Sin embargo, un año fueron invitados a ir a Francia de peregrinación. Ella fue no por interés religioso sino turístico, pero el Señor le tenía preparada una sorpresa. Durante la peregrinación por Francia fueron acompañados por un padre jesuita, que había sido capellán de la Beata Teresa de Calcuta, y que tuvo a bien guiarles en la realización de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Aquella experiencia impactó tanto a Kathleen que al volver a su país empezó a interesarse de verdad en conocer la fe católica. Cuando le tocó estudiar la doctrina del pecado original, se dio cuenta de que el mormonismo era realmente la mentira de Satanás rediviva. Vio que, a diferencia de lo que decían los protestantes, ninguna de las doctrinas católicas contradice la Biblia, la cual, se encargó de recalcar, había sido declarada como Palabra de Dios por la propia Iglesia, que también definió su canon. Su estudio de la Eucaristía le llevó al convencimiento de que no podía retrasar por más tiempo el ingreso en el Rebaño de Cristo y un 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, fue bautizada, y recibió también el sacramento de la confirmación y la Eucaristía. Y renovó las promesas de su matrimonio esta vez ya como católica. A día de hoy, tanto ella como su madre son las únicas católicas en esa familia que una vez fue toda mormona.

El siguiente ponente fue el Padre Paul Vota, Miles Jesu, nacido en California (EEUU). Comenzó su intervención dando la receta perfecta para perder la fe. El primer paso sería vivir fuera de la gracia, es decir, no confesar los pecados graves y no comulgar con frecuencia. El segundo paso consistiría en no preocuparse por conocer bien la fe que profesamos. Sin mencionar a ninguno en particular, señaló la grave responsabilidad de aquellos colegios católicos que no se preocupan por dar una buena formación religiosa a sus alumnos.

Nacido en el seno de una familia católica, tuvo una infancia y adolescencia en las que vivió como cualquier católico normal, asistiendo a misa cada domingo y sin apartarse de la fe de sus padre. Tenía talento y capacidad para tocar instrumentos musicales y tras entrar en la Universidad de Berkeley, allá por los años 60, se unió a un grupo que acostumbraba a actuar en pequeños clubs locales y sociales. Fue precisamente en un club de tenis donde conoció a una pareja de seguidores de un gurú hindú que le impactaron profundamente por su forma de comportarse, orando públicamente y manifestando una amabilidad poco común. Fue invitado por ellos a visitar su grupo y allá vio que vivían en comunidad, compartiendo el dinero, promovían la castidad y predicaban puerta a puerta. Es decir, se tomaban su religión en serio a diferencia de lo que él había visto en muchos católicos. Se unió a la secta y se empapó de sus doctrinas. En un primer momento les enseñaban que el gurú no era Dios sino alquien que ayuda a los demás a encontrarle. Cuando se fue a vivir a un ashram sus padres se dieron cuenta que estaban perdiendo a su hijo y pidieron a todos sus conocidos que oraran por él. Pero el joven Paul había encontrado una paz, que aunque después entendió que era falsa, en esos momentos le llenaba por completo. Con el paso de las semanas fue instruído en ciertas doctrinas secretas de la secta que eran desconocidas para los primerizos. Aprendió una técnica de meditación muy particular que servía para vaciar la mente y fue advertido que si algún día dejaba de practicar esa meditación, perdería su mente, lo cual no estaba lejos de ser mentira ya que Paul conoció el caso de una adepta de la secta que acabó loca en un psiquiátrico tras abandonar esas prácticas. Los dirigentes de la secta comenzaron a cambiar algunas de las enseñanzas fundamentales. Por ejemplo, aunque antes habían negado que el gurú fuera Dios, ahora afirmaban sin recato que era Dios Padre en cuerpo humano. Fue antes de la llegada a los Estados Unidos en 1974 del gurú fundador de la secta. Llegaba a hacerles partícipes del darsham, que sería recibido con solo tocar al gurú. Cientos de adeptos rompían en un gozo cuasi místico tras tocar o besar los pies de su maestro, pero Paul no experimentó ninguna sensación especial, lo cual él atribuye a la eficacia de las oraciones de sus padres, familiares y amigos. Coincidió también que por aquel entonces él había decidido estudiar la Biblia. En la secta enseñaban que de la misma manera que los judíos se equivocaban al aceptar a Moisés pero no a Jesús, los cristianos erraban al aceptar a Cristo y rechazar al gurú. La Providencia quiso que contactara con un miembro de Miles Jesu al que intentó predicar la fe de su secta. Éste hermano se hizo el interesado y tras hablar con el Padre Durán, mantuvieron una entrevista con Paul en la que le invitaron a cenar. Tras cenar los tres invitaron a Paul a pasar a la capilla que tenían dentro de la casa de Miles Jesu y allá fue donde el actual Padre Vota tuvo su primer reencuentro con la espiritualidad católica. Conoció a más gente de Miles Jesu y quedó impresionado por el compromiso de los jóvenes de la organización católica. Todos oraron por él y, finalmente, decidió visitar a sus padres y acudir a ir a misa con asiduidad. Pero seguía teniendo dudas, que acabaron provocándole una gran crisis, acompañada de una enorme confusión mental. Un día acudió el templo portando un escapulario de nuestra Señora del Carmen y una mujer allá presente, al verle, le dijo que su hijo fue ciego pero recuperó la vista gracias a la intercesión de la Madre de Dios. Aquel testimonio impactó a Paul que entendió que Dios sigue obrando milagros hoy en día y podía obrar en él el milagro de la conversión total. Al poco tiempo se unió a Miles Jesu y recibió la vocación sacerdotal que acabó con su ordenación como sacerdote por el Papa Juan Pablo II en 1985.

La última intervención del sábado día 11 corrió a cargo del Padre Alfonso María Durán, fundador de Miles Jesu y de los congresos “Camino a Roma”. Explicó a todos los presentes cómo había surgido la idea de los congresos y cuáles habían sido las dificultades por las que pasaron antes de que lo que era un proyecto ilusionante se convirtiera en una realidad gozosa. También nos hizo partícipes de las buenas noticias de conversos al catolicismo en muchos países del mundo. Por ejemplo, nos dijo que en Ucrania, cuarenta parroquias ortodoxas habían pedido su pase a la comunión con Roma y él mismo, en este último año, había recibido a tres sacerdotes ortodoxos rusos que ansiaban entrar en la Iglesia Católica. En Finlandia se está dando un fenómeno muy interesante que no es otro que la conversión al catolicismo en sectores muy importantes de la juventud universitaria, lo cual era impensable hace unos años dado la cerrazón al catolicismo en las sociedades de los países bálticos. El Padre Durán nos animó a luchar contra el pesimismo por las malas noticias sobre la Iglesia. Nos exhortó a luchar contra “el chismorreo y la crítica destructiva” y a proclamar la buena salud del catolicismo en todos los países donde su crecimiento lleva un ritmo considerable. En definitiva, somos portadores de buenas nuevas, no altavoces de los pecados y errores de los demás.

Javier Leal fue el encargado de abir la tanda de testimonios del domingo día 12, festividad de Nuestra Señora la Virgen del Pilar. Nacido en tierras burgalesas en el seno de una familia católica, sus padres eran tibios en las cosas de Dios. A los 13 años pierde la fe y tras un adolescencia exenta de los excesos típicos de los adolescentes de hoy en día (él lo atribuye a que en tiempos de Franco no había tanto libertinaje) al llegar a la edad juvenil se interesa en la filosofía, la política y establece relaciones con la intelectualidad de la época. Estudia los clásicos y la filosofía moderna, es decir, se empapa de pura especulación humana. Acaba por interesarse por las religiones orientales, especialmente el hinduísmo y el budismo tibetano. Javier nos explicó que el hinduísmo es politeísmo puro y duro mientras que el budismo, aun negando la existencia de un Dios único y trascendente, también es politeísta. Estudió los yogas conceptuales y al mismo tiempo que se convirtió en maestro de otros, su vanidad y orgullo fueron creciendo. Pero tras una crisis sentimental, un día decidió orar un padrenuestro a conciencia. Fue entonces cuando empezaron a cambiar cosas. Leyó más filosofía y algo de material cristiano que estaba incluído en libros no propiamente católicos. Se interesa en el fenómeno de las apariciones marianas y es en ese momento de su vida cuando tiene un encuentro con un persona que habría de ser como un enviado de la Providencia destinado a ayudarle a entrar en el camino de la conversión definitiva. Era un mendigo sabio llamado Rafael. Ya mayor, recio, fuerte, vestido como si estuviera sacado de la novela “El Señor de los Anillos”, aquel mendigo era una caja de sorpresas. Parece ser que había viajado por todo el mundo y su conocimiento de todas las religiones y filosofías mundanas era sorprendente. Javier se asombró de lo mucho que aquel hombre sabía sobre cualquier tema que trataban. Pero lo que le dejó impactado es que al finalizar la conversación, el anciano le dijo que el verdadero conocimiento sólo se encontraba en la Iglesia Católica. Tras despedirse nunca más le volvió a ver pero aquel encuentro fue un hito que marcó un antes y un después en la vida de Javier Leal. Al poco tiempo un amigo le invitó a visitar a un hombre que hace vida de ermitaño en uno de los pocos lugares escondidos que deben quedar en la isla de Ibiza. Vive en una pequeña laura que no es sino una especie de cueva natural apenas modificada para que pueda vivir una persona en ella. Hablaron largo y tendido de muchas cosas y el ermitaño demostró tener también un amplio conocimiento de todo lo relacionado con las religiones orientales, el esoterismo, etc. Se despidieron pero otra vez la Providencia quiso hacer de las suyas. Javier se dejó en la laura unas gafas de sol que apreciaba bastante y volvió a por ellas el día siguiente. Fue entonces cuando, ya a solas, el ermitaño le recomendó que abandonara la vida espiritual que había llevado hasta entonces y abrazara el catolicismo. Le dejó varios libros de espiritualidad católica y le recomendó que empezara a rezar el Rosario. Y Dios, en su misericordia, quiso que el Rosario fuera instrumento de conversión para Javier. La oración y el estudio de la Biblia, los padres de la Iglesia y la teología católica pasan a ser el pan nuestro de cada día en la vida del nuevo converso. Se produce su definitivo regreso a la Iglesia, y lo vive con tal intensidad que acude a Misa y Rosario diarios. Desde entonces no ha hecho sino crecer espiritualmente en la verdad católica, camino de salvación en Cristo Jesús.

Inmediatamente después del testimonio de Javier Leal, tomó la palabra Don Francisco Javier Casale Sánchez, de Barcelona. De padres católicos, no obstante le tocó vivir su infancia en un ambiente tibio, ateo y anticlerical. Trasladado a los cuatro años a Argentina, pasó allá toda su infancia, adolescencia y primera juventud tras la cual volvió a España . Sus padres le llevaron a un colegio salesiano donde experimentó un fervor cristiano poco común que, por ejemplo, le llevaba a jugar a celebrar misas en las que él hacía el papel del sacerdote. Pero eso mismo provocó que sus padres le sacaran del colegio pues tenían temor de que acabara queriendo ser cura, cosa que ellos no estaban dispuestos a aceptar. En el nuevo colegio laico acaba perdiendo la fe y con el tiempo acaba en lo que él denomina la “secta de la modernidad”. Conoció a la que habría de ser su esposa, la cual sí tenía fe y era católica practicante y aunque cuando se casaron Francisco Javier no tenía fe alguna, al menos aceptaba que su mujer fuera a misa todos los domingos y días de precepto. Pero también ella acabó abandonando la práctica religiosa. Se convierten en un matrimonio convencional, ajeno a la religiosidad y con cierto éxito en el área económica. Adquirieron un velero con el que navegar por el Mediterráneo. Una noche de navegación se toparon con una gran tormenta. Francisco Javier temió por su vida y, casi instintivamente, rezó un avemaría. Cuando pasó la noche sin que nada ocurriera, él se avergonzó de esa oración, pero seguramente ya se había puesto en funcionamiento el fruto de la semilla que había arraigado en su corazón siendo un niño salesiano. Los negocios empiezan a ir de mal en peor y un día se encuentra a sí mismo clamando a Dios y pidiéndole ayuda. Aquella oración íntima le causó un estremecimiento interior pero todavía no fue suficiente como para que se convirtiera de verdad. Entró en una fase de desastre vital que le sirvió para desengañarse totalmente del mundo y el sistema que nos rodea. Descubrió que tenía hipertensión y el médico le recomendó que buscara una vida menos estresante. Empezó a practicar el Hata Yoga y a escuchar música hindú, árabe y del cristianismo barroco. Mientras que las dos primeras no le causaban ninguna sensación especial la música barroca cautivó su alma. Fue por entonces cuando decidió que cada vez que tuviera un mal pensamiento como castigo rezaría un padrenuestro y un avemaría. Tras haber puesto los medios para sanar tanto física como mentalmente un día se preguntó a sí mismo, ¿porqué ahora no te curas el alma? Empieza entonces la lectura ávida de todo tipo de cosas. Desecha la astrología por sus absurdos planteamientos. Todo lo que lee que no es espiritualidad cristiana no le convence. Empieza a tener dificultades en la relación con sus amistades habituales ya que su interés por lo religioso choca con el absoluto rechazo de sus amigos por esos asuntos. Pero sin embargo, uno de ellos, Quique, le dio un consejo que impactó el alma de Francisco Javier. Le dijo “lo que buscas, búscalo con humildad”. En ese espíritu de humildad Francisco siguió buscando a Dios y finalmente el Señor le salió al encuentro. Tuvo lo que él considera como una moción del alma y el 8 de febrero de 1988, a las 8 de la noche, se planta en el despacho parroquial de su parroquia y le dice al sacerdote allá presente que tras 40 años fuera de la Iglesia, quiere volver. El padre le pide que vuelva al día siguiente para tratar pastoralmente la cuestión y mientras le recomienda la lectura de Lucas 15, donde está la parábola del hijo pródigo. Esa misma noche, Francisco Javier se arrodilló en su casa y rezó un padrenuestro, esta vez ya como auténtico creyente. Experimentó el amor de Dios Padre que recibe al hijo que un día había abandonado el hogar y que ahora volvía a casa. Es el milagro de la conversión. Su primera misa fue a escondidas y un tanto confusa ya que él no conocía prácticamente nada del rito. Su primera confesión duró dos horas tras la cual comulgó por primera vez en 40 años. Comparte su nueva realidad con su esposa, la cual también acabó animándose a volver a la Iglesia. Peregrino a Santiago, hoy Francisco Javier es testimonio vivo de cómo nunca es tarde para volver a la senda de Dios.

Tras maravillarnos de la obra de Dios en la vida de Francisco Javier, nos dispusimos todos a asisitir a la Misa en la Catedral del Salvador Ávila, presidida por el Excelentísmo Sr. D. Jesús García Burillo, Obispo de Ávila. Siempre es un privilegio asistir a una celebración litúrgica presidida por un sucesor de los apóstoles y tanto más si es en una Catedral como la de Ávila, tierra de santos, tierra de Santa Teresa.

De vuelta al salón del congreso, llegó mi turno de compartir mi testimonio de conversión y regreso a la Iglesia Católica. Yo también nací en una familia católica como mis predecesores, pero tuve el privilegio de que mis padres eran verdaderamente católicos practicantes. Aunque mi padre tuvo bastantes dificultades en aceptar los cambios producidos en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, lo cierto es que no abandonó la práctica religiosa y todos los domingos asistía a la primera misa dominical, cuando yo todavía dormía placidamente en mi cama. Mi madre fue catequista durante varios años y la verdad es que tenía capacidad de transmitir bastante bien los fundamentos de nuestra fe a los niños. Yo me aproveché de eso y, sobre todo, del hecho de que fui educado por los padres Escolapios en el colegio que éstos tienen en Getafe, provincia de Madrid. Transmití a los presentes mi agradecimiento público a los padres y profesores que supieron inculcarme unos valores que estoy seguro que tienen poco que ver con los que se transmiten hoy a nuestros hijos, sobre todo en la escuela pública. A los diez años recuerdo claramente haber tenido una vocación temprana al sacerdocio, gracias al testimonio que unos seminaristas compartieron con los chicos que quisimos escucharles después de las clases. A mi abuelo paterno, que había sido anarquista antes y durante la Guerra Civil, casi le dio un pasmo cuando su único nieto le dijo que quería ser cura. Aunque estoy convencido de que fue una experiencia genuina aquello no duró mucho pues tampoco tuve un seguimiento especial por parte de mis padres, supongo que en parte debido a mi condición de hijo único. El resto de mi infancia transcurrió sin mayores sobresaltos pero a los dieciséis años me quedé sin padre de la noche a la mañana. Aquello supuso el inicio de un calvario que casi me lleva a la tumba. La relación con mi madre, en vez de fortalecerse a través de un mutuo apoyo del uno al otro para superar la pérdida de mi progenitor, empeoró a pasos agigantados. Yo estaba en una edad muy difícil y ella empezó a visitar a curanderos y videntes para que le ayudaran a superar los dolores que le causaba una afectación del nervio ciático sufrida tras una operación de implante de prótesis de cadera y los dolores que tenía en el alma por la pérdida de su marido y por su relación conmigo. Desgraciadamente no hubo entonces ningún sacerdote que la explicara que eso que hacía era incompatible con la fe católica. Al final acabé con una depresión profunda que me llevó incluso a intentar quitarme la vida consumiendo pastillas pero Dios tenía otros planes y no dejó que acabara mis días de esa manera. La relación con mi madre siguió por muy mal camino pero poco a poco salí del bache, gracias sobre todo a un primo hermano que me ayudó mucho y a la que después habría de convertirse en mi esposa. Pero aunque mi salud mental fue mejorando, la espiritual empeoró más si cabe. Me había apartado totalmente de la Iglesia y me acerqué al mundo del esoterismo, la Nueva Era y esa nueva versión del espiritismo de toda la vida que es el mundo de los contactados con supuestos extraterrestres. Lo peor de todo es que la persona que me dio un curso de control mental que no era otra cosa que el disfraz de una técnica para contactar con supuestos seres superiores, era un sacerdote franciscano. Mi madre no veía nada malo en todas estas nuevas actividades de mi vida pues al fin y al cabo no hay gran diferencia entre ese mundillo y el de los curanderos y videntes. Fue entonces cuando me casé, sólo por lo civil, con Lidia, mi esposa. Realmente éramos unos críos inmaduros, sobre todo yo, pero el Señor ha querido que nuestro matrimonio haya sobrevivido a muchos momentos de extrema dificultad.

Cuando nuestro primer hijo contaba con dos años de vida, algo cambió nuestras vidas. Mi esposa no me había seguido en mis andanzas por la Nueva Era pero sí respetaba todo lo que yo hacía sin entrometerse demasiado. Pero un matrimonio amigo que llevaban muchos años en el esoterismo se convirtió al cristianismo evangélico leyendo la Biblia. A los pocos meses nos invitaron a pasar un fin de semana en su casa y fue allá donde yo empecé el camino de vuelta a la fe de mis antepasados. Me reconcilié primero con el Dios de la Biblia, con el Salvador del mundo. Mi esposa siguió mis pasos pocos días después y ambos nos integramos en una comunidad eclesial evangélica pentecostal, Amistad Cristiana. Durante los años que fuimos miembros de esa congregación puedo decir que crecimos y maduramos como cristianos, aunque siempre limitados por nuestra condición de pecadores que no están en plena comunión con aquella en quien subsiste plenamente la Iglesia de Cristo y en quien se hallan todos los tesoros de la gracia divina. Al año de mi conversión al protestantismo evangélico me bauticé como tal en las Lagunas de Ruidera, Ciudad Real. Por una parte eso suponía una afirmación de pertenencia a la fe que profesaba pero por otra era, paradójicamente, una ruptura de facto con la fe católica de la cual negaba la validez de su bautismo. Mi esposa hizo lo mismo un año después. Dado que mi madre se enfadó bastante con el camino que yo había adoptado, mis enfrentamientos con ella subieron de tono. Para mí, el catolicismo era el culpable de que una mujer teóricamente preparada como mi madre hubiera acabado entregándose a curanderos y videntes sin que nadie la dijera que eso estaba en contra de Dios. Dado que yo mismo había recibido conocimientos esotéricos por boca de un sacerdote católico, estaba convencido de que la degeneración de la Iglesia Católica era un hecho innegable. Además, la propia naturaleza de las doctrinas protestantes que se oponen a la verdad católica, me llevó a afirmar delante de mi madre que las apariciones marianas eran obra de Satanás, cosa que a ella le sacaba de quicio dado que era una habitual peregrina al santuario Lourdes. La sima que nos separaba se agrandó y parecía que no habría ninguna posibilidad de que alguna vez pudiéramos hablar de las cosas de Dios sin pelearnos.

Por razones laborales tuvimos que dejar la congregación a la que pertenecíamos y aquello coincidió con mi primer contacto con el mundo de Internet. En poco tiempo me convertí en un asiduo a los foros de debate religioso, especialmente evangélicos, donde desarrollé una labor de ataque continuo y sistemático a la fe católica. Dado mi interés por autoformarme teológicamente en la apologética evangélica, en poco tiempo adquirí bastante habilidad para ganar batallas teológicas con católicos de escasa preparación. Sirva esto como aviso para navegantes. Es absolutamente imprescindible que los católicos que no tengan un mínimo de preparación teológica se abstengan de participar en foros de discusión donde haya miembros de otras confesiones cristianas o de otras religiones que pueden engatusarles con facilidad. Al mismo tiempo desarrollé un interés cada vez mayor en el estudio de la Historia de la Iglesia, aunque al principio lo hacía bajo el prisma protestante que ve en el emperador Constantino la fuente de corrupción del cristianismo. Pero lo cierto es que, como dice el Cardenal John Henry Newman, “quien estudia la historia de la Iglesia, deja de ser protestante”. Efectivamente, la Iglesia de los primeros siglos anteriores a Constantino quizás no era calcada a la Iglesia Católica o la Ortodoxa, pero sin duda no era protestante. Entendí que el protestantismo no era sino el mismo grupo de sectas y grupos heréticos que abundó en esos siglos y que a veces sólo tenían en común su oposición a la verdadera Iglesia de Cristo. El pecado de la división, para los cristianos de entonces, era el más grave de los posibles y el protestantismo no era otra cosa que la encarnación de la división eclesial. Únase a ese descubrimiento de la realidad del protestantismo el que yo, gracias a lo que me dijo en un foro un cristiano ortodoxo descubriera en la Biblia quién es la Iglesia de Cristo, columna y baluarte de la verdad, Cuerpo de Cristo y su plenitud, y tendremos que los cimientos del “Luis Fernando apologeta evangélico” se tambalearon como un castillo de naipes sobre el que se sopla con fuerza. Cuando constaté que la doctrina de la justificación por la sola fe, base fundamental de la Reforma, no sólo no tenía asidero en las Escrituras sino que era contradicha expresamente en Santiago 2:24, entendí que no podía seguir siendo protestante por más tiempo.

Tras ocho años y medio como cristiano evangélico, el panorama que se me presentaba por delante no era precisamente fácil. Por una parte, no podía regresar sin más a la Iglesia Católica, la cual había sido objeto durante años de mis ataques en los foros de Internet y mis conversaciones con mi madre. La Iglesia Ortodoxa era una opción mucho más aceptable para mí aunque ciertamente temeraria por mi desconocimiento de la realidad eclesial ortodoxa. Pero mis dudas desaparecieron cuando asistí por vez primera a una liturgia bizantina en la parroquia ortodoxa griega que hay en Madrid. Aquella liturgia enamoró mi alma. Me sentí trasladado al cielo y supe desde entonces que había puesto mis pies en el cristianismo auténtico. Cuando poco después me uní a los cultos de la comunidad ortodoxa rumana que había en Madrid, dirigida por el Padre ortodoxo Teófilo Moldován, creí que mi destino final era convertirme en ortodoxo para el resto de mis días. Pero Dios tenía otros planes. Mi mujer, aunque entendía las razones para dejar de ser evangélico, no estaba dispuesta a seguirme camino de la Iglesia Ortodoxa. Eso era un problema no pequeño pero yo estaba dispuesto a enfrentarme a ello. Distinto fue el caso de mi madre. Cuando le dije que quería hacerme ortodoxo, una sonrisa de oreja a oreja apareció en su rostro. Me preguntó porqué no me hacía católico pero en el fondo ella pensaba, como muchos católicos, que la Iglesia Ortodoxa era como la Católica pero sin Papa. Fue precisamente entonces cuando enfermó de cáncer de hígado. Yo sabía que apenas la quedaban un par de meses de vida y cuando me manifestó su intención de visitar Lourdes a la vuelta del verano, supe que a menos que yo la llevara, ella no podría ver satisfecho su propósito. Cuando le propuse ir en coche un fin de semana, aceptó de inmediato. Para mí aquel viaje era cualquier cosa menos fácil. Durante años había debatido con católicos sobre el dogma de la Inmaculada Concepción. Especialmente duros fueron los que mantuve con un fraile dominico colombiano, el Padre Nelson Medina, que tuvo la paciencia y el amor de soportarme durante año y medio tratando la cuestión. Claro que al cabo de ese año y medio, él siguió donde estaba y yo había emprendido el camino hacia su Iglesia. Dios sabe cuánto debo a Fray Nelson por sus palabras, por sus oraciones, por su amistad. El caso es que aquel joven que había dicho años atrás a su madre que la aparición de Lourdes era de origen satánico, viajaba con su madre enferma terminal al santuario de la Inmaculada Concepción. Es difícil explicar con palabras lo que aquel viaje supuso para mí. A Lourdes llegué con una madre. Volví con dos. Si Cristo había entregado su Madre al apóstol Juan en la cruz, a mí me la entregó en Lourdes. Fue allá donde el proceso de conversión a la fe entregada una vez a los santos arraigó en mi corazón. Lo poco de protestante que me quedaba murió en la gruta donde la Virgen se apareció a una pequeñuela francesa que luego se convirtió en santa. Regresé a Lourdes y mi madre murió poco después, tras haber recibido por expreso deseo mío todos los sacramentos. Y se ve que en cuanto ella llegó a lugar donde nos purificamos antes de entrar en la presencia de Dios, empezó a orar por nosotros para que completáramos el regreso a la Iglesia Católica. Sus oraciones fueron escuchadas y al mes siguiente, después de recoger a nuestros hijos en el colegio le pregunté a mi esposa “Lidia, si regreso a la Iglesia Católica ¿vendrás conmigo”. Un sí acompañado de una sonrisa fue su respuesta. Poco después nos casamos por la Iglesia, bautizamos a nuestro segundo hijo y desde entonces intentamos vivir sirviendo a Dios en la Iglesia que Cristo fundó sobre la roca, sobre Pedro y su confesión de fe.

La última intervención del congreso fue la del testimonio de David John Rey. Nacido en Chicago su padre era musulmán y su madre protestante. En realidad en su familia no se practicaba casi ninguna de las dos religiones. Si acaso alguno de los preceptos y costumbres musulmanas. Cuando la madre quiso celebrar un año la Navidad, el padre la amenazó de muerte lo cual es una demostración papable del ambiente en el que David tuvo que vivir durante buena parte de su infancia. Otro año, a pesar de las amenazas, su madre decidió poner un árbol de Navidad antes del 24 de diciembre. Su padre no hizo nada pero al poco tiempo desapareció del hogar para no volver más. A pesar de las dificultades, la familia ya fue más libre para poder asistir a la congregación bautista a la cual pertenecía la madre de David. Él no entendía mucho de lo que allá se predicaba pero el ambiente le gustaba y durante un tiempo fue un chaval más que acudía al culto dominical con su madre y su hermana. Pero cuando se convirtió en adolescente abandonó la comunidad religiosa bautista y se hizo miembro de un grupo de música rap. Durante cuatro años estuvo viviendo como rapero lejos de Dios y de toda religión. Pero su alma estaba vacía. Un día sintonizó por casualidad un canal de televisión donde un telepredicador estaba hablando palabras que parecían dirigidas al corazón de David. Cristo estaba llamado a la puerta y David decidió abrir. Se convirtió al Señor y decidió volver a la congregación bautista de su madre. Pero no era allí donde Dios le quería. Viendo otro canal de televisión, apareció un monje católico vestido de hábito hablando de temas espirituales. David estaba sorprendidísimo porque apenas había visto nunca un monje católico vestido como tal y mucho menos en televisión. Pero lo que aquel hombre de Dios decía tocaba su corazón. Empezó a interesarse en lo que la Iglesia Católica enseñaba y pronto entendió cuáles eran los fallos del protestantismo y cuáles los tesoros que aguardan en la Iglesia Católica a los que entran en ella. Un año después, se hizo católico y al poco tiempo se hizo miembro consagrado de Miles Jesu. Hoy vive en España donde desarrolla la misión que sus superiores católicos le han encomendado.

Todos estos testimonios no son sino una breve muestra de lo que Dios está haciendo en miles y miles de personas a lo largo del mundo. Ahora que parece que las iglesias se vacían y que gran parte de la juventud no quiere saber nada del Señor y de su Iglesia, el testimonio de los conversos es como un grito de esperanza y de reafirmación de que la fe en Dios y la pertenencia a la Iglesia de Cristo son la respuesta a la necesidad de cualquier hombre y mujer, vengan de donde vengan, hayan vivido lo que hayan vivido. La “enfermedad” del converso es contagiosa. Su celo por la fidelidad a Dios y la Iglesia es semilla para nuevas conversiones. Entre los más activos apologetas católicos anglosajones que abundan en Internet, un gran número de ellos son conversos al catolicismo. Tanto si fueron previamente católicos como si vienen de otro tipo de cristianismo, los que entran de adultos en la Iglesia Católica a veces entienden mejor que los que llevan dentro toda la vida lo que significa ser católico y la gracia que se deriva de ese hecho. Por supuesto eso no significa que lo ideal sea el que todo el mundo abandone la Iglesia para darse luego cuenta de lo que se han perdido dentro. No, ni mucho menos. De hecho, desgraciadamente muchos de los que salen no vuelven jamás y gran parte de los que están fuera no se plantean siquiera dirigir su mirada hacia el catolicismo. Por otra parte, una de las características más comunes a todos los conversos a la Iglesia es que han aprendido a amarla a pesar del pecado de algunos de sus miembros. Cuántas veces los católicos se empeñan en dar pábulo a las informaciones y críticas que se expresan contra su Iglesia en los medios de comunicación y en círculos anticlericales y anticatólicos. Pero quien encuentra a una madre tras años de pérdida no permite que sus arrugas y sus canas le impidan amarla con amor filial. Es también típico en los conversos su fervor por la pureza doctrinal. No se ve en ellos un espíritu de dejadez y displicencia ante aquellos que desde dentro de la Iglesia quieren cambiar su esencia y sus doctrinas y moral. A veces su celo puede ser un poco exagerado, como el de los zelotes, pero eso sirve como contrabalanza contra tanta tibieza presente en algunos ámbitos católicos. Y para terminar, debe quedar constancia de que la figura del converso es un elemento clave para entender cuál es el verdadero ecumenismo, que no consiste en otra cosa que el que todos los cristianos alcancen la plena comunión con Cristo a través de su Vicario en la tierra, a través de su única Iglesia. Dios nos ayude y nos bendiga.

Sacerdote que bautizó a piloto del Columbia recuerda su conversión

Para el Padre John Barry, la tragedia del transbordador Columbia implicó la muerte de un gran amigo: el Coronel William McCool, a quien acompañó en su proceso de conversión, bautizó en 1993 y dio la absolución antes de emprender su primera y última misión espacial.

En una entrevista concedida al periódico Catholic Standard de la arquidiócesis de Washington, el Padre Barry recordó la vida del piloto, quien para él murió como vivió, es decir como un verdadero héroe.

El Padre Barry, párroco de Nuestra Señora en Medley’s Neck, Maryland, afirmó que los siete astronautas fueron “aventureros en la frontera de la vida. Estuvieron en la cima de la exploración. Ellos sabían que en ese punto, la muerte siempre es una posibilidad”.

A principios de los 90s, el Padre Barry conoció al entonces futuro astronauta Willie McCool. Un día mientras hacía ejercicios, McCool, que estaba corriendo, lo detuvo para hablar un rato.

McCool, que pronto se convertiría en comandante de la Marina estadounidense, estaba trabajando entonces como piloto de pruebas en la Patuxent River Naval Air Station, y el Padre Barry era sacerdote asociado en la parroquia de St. Aloysius en Leonardtown.

“Me dijo que estaba contemplando la posibilidad de hacerse católico. Dijo que su familia era católica, que su esposa era católica y educaba a sus tres hijos en la fe. Por eso sentía que era tiempo de unírseles”, recordó el sacerdote.

El Padre Barry comenzó a instruírlo en la fe, en la parroquia y en su casa en la base naval, donde el F-18 que volaba estaba estacionado en un hangar cruzando la calle. Según recuerda, el piloto, que se había graduado como segundo mejor alumno de su promoción en la Academia Naval de Annapolis, Md., enfrentó su instrucción con entusiasmo.

El sacerdote sostiene que McCool, que era un hombre bueno y disciplinado, sabía y reconocía que necesitaba algo más en su vida, que podía ser mejor padre y esposo, “poniendo su vida en las manos de Cristo”.

McCool estaba “despertando a una fuerza más espiritual” y en 1993 fue bautizado, confirmado y recibió la Primera Comunión ante la alegría de su familia y especialmente de su esposa Lani, a quien el Padre Barry describe como una mujer de oración.

“Lani catequizaba a sus hijos Sean, Christopher y Cameron. Con el bautismo de Willie, sintió que ya eran uno solo, que la fe católica completaba sus vidas y realmente los unía, Siempre recurrió a Dios para que lo proteja”, indicó el sacerdote.

Aunque los McCool tuvieron que mudarse varias veces por el trabajo de William, que en 1996 fue aceptada en el programa de astronautas, la amistad con el Padre Barry siempre se mantuvo.

En enero pasado, los McCool invitaron al Padre Barry a Cabo Cañaveral como invitado de la tripulación del Columbia para las tradicionales fiestas de despedida y pudo conocer a toda la tripulación, sus familias y amigos, que llegaron de todo el país, India e Israel.

El Padre Barry asegura que lo conmovió mucho el desprendimiento de todos los astronautas y lo honrados que se sentían por haber sido escogidos para ir al espacio.

Dos noches antes de emprender la misión, William McCool, se confesó y recibió la absolución. Fue la última vez que los dos amigos se vieron cara a cara.

Al día siguiente, los familiares y amigos recorrieron las instalaciones del centro espacial y el 16 de enero acompañó en el estrado a los orgullosos padres de William durante el despegue del Columbia.

En ese momento, el sacerdote pensó que estaba viendo el segundo lanzamiento de la vida de William, pues su conversión a la fe fue en sí misma un lanzamiento al cielo.

Meditación sobre la muerte

(Reflexión de Fr. Erico Macchi, O.P., ante el féretro de Ciríaco, abuelo de uno de nuestros frailes)

La mera mención de la palabra muerte nos provoca temor. Quizá olvidamos que somos algo más que materia y que morir es la última aventura que nos ofrece la existencia, la postrera ocasión de mostrar el amor que une al que parte y a los que continuamos. Aunque ese adiós acaso no sea definitivo, él ha experimentado la paz que procura Dios en su infinito amor y ha adquirido la conciencia de lo que sucede más allá del mundo material que se abandona.

Los acompañamos en el sentimiento. Hemos visto partir a un ser muy querido, muy valioso. Pero es la voluntad de Dios que aun con dolor abandonemos nuestra historia para entrar definitivamente en el seno del Padre. La vida no es más que un estado embrionario, una preparación para la verdadera vida en Cristo, de ahí que se pueda afirmar que el hombre no nace del todo hasta que muere. Entonces ¿Por qué lamentar que haya nacido un nuevo niño entre los inmortales, que un nuevo miembro se haya incorporado a su venturosa sociedad?.

Esencialmente somos un misterio. Un acto de amor y benevolencia de Dios que nos invita a peregrinar, sirviendo, sintiendo, construyendo y especialmente amando. Esas son nuestras tareas en los días de la existencia. Pero no terminan aquí, en la limitación de nuestro frágil y vacilante camino. En algún momento, justamente la muerte nos permitirá hallar plenitud más allá del dolor, la angustia y los temores.

Ciriaco, nuestro amigo, esposo, padre y abuelo y todos nosotros estamos invitados a un banquete en otra parte, una fiesta de gozo que va a durar eternamente. Su silla ya está siendo ocupada, pues, se ha ido antes que nosotros.

No podemos continuar juntos, pero ¿Por qué afligirnos por eso, si pronto vamos a seguirlo, y sabemos dónde encontrarlo, y que él nos está esperando?

La Frase

La Frase

(testimonio de un alma agradecida)

Amigos de mi Alma:

Son las cuatro y cuarto de la mañana (es madrugada). Suena el despertador (tic-tac)(tic-tac). Es la hora en la que esta mañana, me he propuesto seguir con los borradores de este proyecto literario, que me gustaria fuese un libro. Está medio escrito. Se llamaria “En otro orden de cosas” (Viviendo en el Umbral del Alcoholismo).

Me he despertado con una impaciencia inacostumbrada (siento el deseo de escribir una frase-enseguida-no vaya a ser que se me olvide: “BELLA EXPRESION ES LA DE UN ALMA AGRADECIDA A DIOS”. Debi de haberla vivido, ó es que está mi Corazon predispuesto a que yo la sienta en mí mismo. A mi mismo me digo, mientras fijo mi mirada en la cuartilla: ¿De donde Esta Frase?. Me gusta. Tiene algo de especial. Me hace sentirme especialmente emotivo y feliz mientras la leo y la releo.

No sé, por contra, cual será la verdadera logica que todo Sentimiento pueda expresar algo, porque reconozco mi incapacidad para filtrear o bajar a las profundidades del Alma, pero sí que tengo para mi, que toda expresion de los Sentimientos del Alma, son como el espejo mismo en el que se mira la Ilusion, la Felicidad, la Ternura y el Buen Hacer, como si fuese en si mismo el Ejercicio de un Apostolado que va tomando forma (no se de que manera, pero si como lo siento) en medio del quehacer diario que estoy tratando de vivir, con la Ilusion mas grande que haya yo podido tener hasta ahora, en las Cosas Menudas de mi vida misma y con mis muchos Amigos de mi Alma.

Anoche estuve de Repaso. No lo busque a conciencia. Encontre, casi por casualidad, “las Notas que tome mientras escuchaba en la Radio el Sermon de las Siete Palabras, en Semana Santa”. Lo hago desde hace algunos años a esta parte. Lo he puesto frente a mi “Libreta”: “La Libreta para el Sagrario”: Alli donde anoto mis Inquietudes y mis Ilusiones, mis Torpezas y mis muchisimos Defectos de Caracter, Mis duros Pecados y tambien, mis anhelos por dejar que El Señor me transforme, dia a dia, segun Su Voluntad. Anoto algunas Frases, “Fundamentos de Vitalidad para una Autentica Vida Cristiana”. Y aunque decirlo es en cierta medida algo que no debo hacer, “no pude” dejar de escribir esta maravillosa y profunda Frase con la que me he levantado en los labios y en mi corazon: “BELLA EXPRESION ES LA DE UN ALMA AGRADECIDA A DIOS”.

Con mucho cariño y afecto, gracias,

El abrazo de una madre

¿Quieres saber cuánto puede el amor de una madre? Un relato publicado en el periódico La Razón de España, en diciembre de 2003, puede darte una idea.

Dice así:

Los equipos de rescate que trabajaban a contrarreloj en las ruinas de la devastada ciudad iraní de Bam no daban crédito a lo que veían sus ojos cuando, bajo los escombros de una vivienda, encontraron con vida a un bebé de seis meses entre los brazos de su madre, la cual había fallecido en el terremoto.

Cuando las esperanzas por encontrar supervivientes comenzaban a desaparecer se hizo la luz. «La encontramos por la mañana entre los brazos de su madre y su estado de salud era bueno», comentó un miembro de la Media Luna Roja encargado de las labores de rescate.

Según los voluntarios, el abrazo protector de la madre protegió a la niña de la caída de escombros y salvó su vida.

El Náufrago

El único sobreviviente de un naufragio llegó a la orilla de la playa de una lejana y deshabitada isla. Todos los días oraba fervientemente, pidiéndole a Dios que lo rescatara; y todos los días miraba al horizonte esperando que le rescataran, pero los días iban pasando y la esperanza se iba apagando.

Cansado y deprimido, eventualmente empezó a construír una pequeña cabaña con la madera del naufragio para protegerse de los elementos y proteger las pocas posesiones que con mucho esfuerzo había encontrado en la isla. Un día, al regresar de andar buscando comida, encontró que la pequeña cabaña se había quemado, el humo subía hacia el cielo. Lo peor que le sucedió fue haber perdido hasta las pocas cosas que tenía. El pobre estaba consternado, desanimado, confundido y lleno de dolor. Herido, furioso lloró amargamente y le gritó a Dios diciendo: “¿Cómo puedes hacerme esto?” Lloró impotentemente lamentándose de todo lo que le había pasado y de cómo Dios le había quitado todo, aún sus pocas pertenencias.

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Rogelio González Corso y los Mártires Cubanos

La escritora norteamericana Ann Ball ha lanzado un libro sobre figuras católicas contemporáneas ejemplares, en el cual se incluye un emocionante capítulo sobre el joven mártir cubano Rogelio González Corso, miembro de la Agrupación Católica Universitaria, fusilado por los comunistas en la prisión de La Cabaña, La Habana, en 1961 (“Faces of Holiness – Modern Saints in Photos and Words”, Our Sunday Visitor, Inc., Huntington, Indiana.

Rogelio hizo sus estudios secundarios en el Colegio de Belén, de los Padres Jesuítas, y posteriormente se graduó de ingeniero agrónomo en la Universidad de La Habana. Durante sus estudios universitarios, ingresó a la Agrupación Católica Universitaria, donde fue un miembro ejemplar, de comunión y rosario diarios, destacándose por su devoción a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.

En 1959, cuando Fidel Castro tomó el poder, ocupó por breve lapso un cargo administrativo en el ministerio de Agricultura. Lo abandonó en seguida que percibió el rumbo pro-comunista y anti-católico del nuevo régimen, pasando a liderar, en la clandestinidad, la resistencia de un grupo de jóvenes católicos. Sobre esta decisión, comenta la Sra. Ball: “Rogelio decidió así ofrecer su vida para erradicar el comunismo y recuperar para Dios a su querida Patria”. El 18 de marzo de 1961 fue arrestado por las fuerzas castristas. Después de un juicio sumario y secreto, murió en el paredón de fusilamiento el 20 de abril del mismo año, gritando “¡Viva Cristo Rey! ¡Abajo el comunismo! ¡Viva la Agr…”, no pudiendo terminar de decir “Agrupación Universitaria”, pues la descarga de fusilería segó su vida.

Rogelio González Corso dejó una carta a sus familiares, escrita pocas horas antes de su muerte, que constituye un verdadero legado espiritual, con valiosos principios que podrán iluminar la reconstrucción cristiana de Cuba.

Después que en 1998 escribí un modesto artículo, “Mártires cubanos: no los olvidemos” (DIARIO LAS AMÉRICAS, ed. electrónica, Nov. 12, 1998), fuimos contactados por la Sra. Ball, solicitando mayores antecedentes. Somos testigos de su paciente y tenaz esfuerzo para obtener en el destierro cubano documentación inédita sobre Rogelio González Corso y otros jóvenes mártires católicos de la isla. Un fruto magnífico de ese empeño, digno de ser continuado, es este capítulo de su reciente libro. Ann Ball supo así enfrentar los obstáculos del tiempo transcurrido que, inclemente, intenta dejar atrás a insubstituibles testigos de esos hechos.

La escritora norteamericana se refiere también a la histórica y filial carta “¡Santo Padre, rescatad del olvido a lo mártires cubanos, víctimas del comunismo!”, suscripta por 500 de las más representativas personalidades del exilio cubano. Dicho documento, llevado a Roma por el Sr. Sergio F. de Paz y el Dr. Enrique J. Cantón, fue entregado el 14 de octubre de 1999 en las manos de un alto dignatario de la Secretaría de Estado del Vaticano, quien tuvo la deferencia de firmar un protocolo dejando constancia del acto.