¿Tenían fe o la necesitaban los ángeles o los hombres, recién creados?

Afirman algunos que en los ángeles, antes de su confirmación en gracia y de la caída, y en el hombre, antes del pecado, no existía la fe, debido a la contemplación manifiesta que tenían de las realidades divinas. Siendo, pues, la fe garantía de lo que no se ve (Heb 11,1), y, en palabras de San Agustín, por la fe se cree lo que no se ve, la fe excluye solamente aquella manifestación que hace presente y visto el objeto principal de la misma. Ahora bien, este objeto de la fe es la Verdad primera, cuya visión nos beatifica y suplanta a la fe. Por lo tanto, como ni el ángel, antes de la confirmación en gracia, ni el hombre, antes del pecado, tuvieron aquella bienaventuranza en la que se ve a Dios en su esencia, es evidente que no tuvieron un conocimiento tan manifiesto de Dios que excluyera la fe. Por eso, el no haber tenido fe no pudo ser por otra razón que por desconocer en absoluto el objeto de la fe. Y si el hombre y el ángel, como sostienen algunos, hubieran sido creados en estado de naturaleza pura, tal vez podría sostenerse que en el ángel no se dio la fe antes de su confirmación en gracia; ni en el hombre antes de su pecado, ya que el conocimiento de la fe excede el conocimiento natural de Dios no sólo en el hombre, sino también en el ángel. Pero hemos probado ya (q.62 a.3; q.95 a.1) que el hombre y el ángel fueron creados con el don de la gracia, y por eso debemos afirmar también que esa gracia recibida y aún no confirmada significó en ellos cierta incoación de la bienaventuranza esperada; incoación que, según hemos dicho (q.4 a.7), se verifica en la voluntad por la esperanza y la caridad, y en el entendimiento por la fe. Por eso es necesario afirmar que el ángel, antes de su confirmación en gracia, y el hombre, antes del pecado, poseyeron la fe.

Se debe, sin embargo, tener en cuenta que en el objeto de la fe hay alguna cosa cuasi formal, es decir, la Verdad primera, que está por encima de todo conocimiento natural de la criatura; y hay también algo material, que es aquello a lo que asentimos adhiriéndonos a la Verdad primera. Respecto al primero de estos aspectos, la fe es común a todos los que, sin haber conseguido la bienaventuranza eterna, tienen conocimiento de Dios adhiriéndose a la Verdad primera. Mas respecto a las cosas propuestas materialmente para creer, unos las creen y otros las saben con claridad, incluso en el presente estado de cosas, como consta por lo expuesto en otro lugar (q.1 a.5). Según eso, se puede afirmar también que el ángel, antes de la confirmación, y el hombre, antes del pecado, conocieron con claridad ciertas verdades sobre los misterios divinos que ahora no podemos conocer nosotros si no es creyendo. (S. Th., II-II, q.5, a.1, resp.)


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¿La certeza de la fe es mayor que la de la ciencia y las demás virtudes intelectuales?

Como ya hemos expuesto a propósito de las virtudes intelectuales (1-2 q.57 a.4 ad 2; a.5 ad 3), dos de ellas versan sobre cosas contingentes: la prudencia y el arte. La fe, por su parte, es superior a ellas en certeza por razón de su materia, ya que versa sobre cosas eternas que no pueden cambiar. Las restantes, es decir, la sabiduría, la ciencia y el entendimiento, según hemos probado (1-2 q.57 a.5 ad 3), versan sobre cosas necesarias. Debemos, sin embargo, tener en cuenta que el entendimiento, la sabiduría y la ciencia tienen dos acepciones: una, como virtudes intelectuales, según lo entiende el Filósofo en VI Ethic.; otra, como dones del Espíritu Santo. Tomadas en el primer sentido, hay que decir que la certeza es susceptible de una doble consideración. La primera, por razón de su causa, en cuyo caso se dice que es más cierto lo que tiene una causa también más cierta. Bajo este aspecto, la fe es más cierta que las tres virtudes referidas, puesto que se funda en la verdad divina, mientras que esas otras tres virtudes se apoyan en la razón humana. La segunda, por parte del sujeto que la posee. En este caso se dice que es más cierto lo que consigue el entendimiento del hombre con mayor plenitud. En este sentido, dado que las cosas de fe trascienden al entendimiento del hombre, cosa que no sucede con las tres virtudes susodichas, la fe es menos cierta que ellas. Mas puesto que, en absoluto, cada cosa hay que valorarla según sus causas, y, accidentalmente, según la disposición del sujeto, en este sentido la fe es en absoluto más cierta, mientras que las otras certezas lo son accidentalmente, es decir, en relación a nosotros. De igual suerte, si se consideran esas tres virtudes como dones de la vida presente, se comparan a la fe como principio que presuponen. Luego también en este sentido es la fe más cierta que ellas. (S. Th., II-II, q.4, a.8, resp.)


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¿Es la fe la primera de las virtudes?

La prioridad de una cosa sobre otra puede darse de dos maneras: directa o esencial y accidental. Directa o esencialmente, la primera entre las virtudes es la fe. Dado que, en el orden operativo, el fin, como ya hemos expuesto (1-2 q.13 a.3; q.34 a.4 ad 1; q.57 a.4), es el principio, las virtudes teologales, cuyo objeto es el último fin, debe preceder, por necesidad, a las demás virtudes. Por otra parte, es preciso también que el último fin esté en el entendimiento antes que en la voluntad, dado que ésta no se encamina hacia su objeto si no es conocido antes por el entendimiento. De ahí que, como el último fin está ciertamente en la voluntad por medio de la esperanza y de la caridad, y en el entendimiento por medio de la fe, ésta necesariamente debe preceder a las demás virtudes, ya que, por otra parte, el conocimiento natural no puede llegar hasta Dios como objeto de la bienaventuranza según el modo en que tienden hacia él la esperanza y la caridad.

De manera accidental, sin embargo, alguna virtud puede ser anterior a la fe. Una causa accidental se convierte también en causa primera, y así, apartar los obstáculos es efecto de una causa accidental, como prueba el Filósofo. Desde este punto de vista, de manera accidental algunas virtudes pueden ser anteriores a la fe, es decir, en cuanto eliminan los impedimentos para creer: la fortaleza, rechazando el temor desordenado que impide la fe; la humildad, por su parte, rechazando la soberbia, que hace que el entendimiento se niegue a someterse a la verdad de la fe. Lo mismo se puede decir de algunas otras virtudes, aunque, en realidad, no sean verdaderas virtudes si no se presupone la fe, como afirma San Agustín (en el libro Contra lulianum). (S. Th., II-II, q.4, a.7, resp.)


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¿La fe cristiana es una?

Tomada como hábito, la fe se puede considerar de dos maneras. La primera, por parte del objeto. Así considerada, la fe es una, porque su objeto formal es la Verdad primera, y adhiriéndonos a ella creemos las verdades que contiene la fe. La segunda, por parte del sujeto. En este sentido es tan diversa la fe como los sujetos que la tienen. Pero es en realidad evidente que la fe, lo mismo que cualquier otro hábito, recibe su especie de la razón formal del objeto y se individualiza por parte del sujeto. Y por eso, si tomamos la fe como hábito que nos lleva a creer, es una en cuanto a su especie y diversa en cuanto al número de sujetos en que se encuentra. Y si tomamos la fe por lo que se cree, es también una, por ser lo mismo lo que todos creen. Y aunque las verdades de fe que todos comúnmente creen son diversas, todas ellas pueden reducirse a unidad. (S. Th., II-II, q.4, a.6, resp.)


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¿Hay virtud en el hecho de creer, es decir, tener fe?

Hemos probado ya (1-2 q.56 a.3) que la virtud humana hace al acto humano bueno. Por eso, todo hábito que es siempre principio de un acto bueno, puede llamarse virtud humana. De esta clase de hábitos es la fe formada. En efecto, dado que el creer es un acto del entendimiento que se adhiere a la verdad bajo el impulso de la voluntad, para que ese acto sea perfecto se requieren dos cosas: Primera, que el entendimiento tienda de manera infalible a su propio bien, que es la verdad. Segunda, que se ordene también infaliblemente al último fin en virtud del cual asiente la voluntad a la verdad. Esas dos cosas se dan en el acto de fe formada. Es, ciertamente, esencial a la fe que el entendimiento se ordene a la verdad, puesto que, como hemos dicho (q.1 a.3), la fe no es susceptible de error. Por razón de la caridad que informa la fe, la voluntad debe ordenarse también infaliblemente al fin bueno. En consecuencia, la fe formada es virtud.

No es, en cambio, virtud la fe informe. La razón es ésta: aunque por parte del entendimiento tiene la perfección que corresponde al acto de fe, no la tiene, sin embargo, por parte de la voluntad. Ocurre como con la templanza: aunque estuviera en el apetito concupiscible, no sería virtud si no se diera la prudencia en la razón, según hemos expuesto (1-2 q.65 a.1), ya que el acto de la templanza requiere, para su actuación, tanto el acto de la razón como del concupiscible. Del mismo modo, para el acto de fe se requiere el de la voluntad y el del entendimiento. (S. Th., II-II, q.4, a.5, resp.)


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¿Por qué se dice que la fe sin la caridad está deforme?

Como ya hemos indicado (1-2 q.1 a.3; q.18 a.6), los actos de la voluntad reciben su especie del fin, objeto de la voluntad, y lo que confiere a una cosa su especie se comporta como la forma en los seres naturales. Por eso, la forma de cualquier acto de la voluntad es, en cierta manera, el fin al que se ordena, por recibir su especie del objeto y también porque el modo de la acción debe guardar proporción con el fin. Pero es evidente, por lo que hemos expuesto (a.1), que el acto de fe se adecua, como a su fin, al objeto de la voluntad, que es el bien. Por otra parte, el bien que constituye el fin de la fe, es decir, el bien divino, es el objeto propio de la caridad. Por eso se la llama a la caridad forma de la fe, en cuanto que por la caridad se perfecciona e informa el acto de la fe. (S. Th., II-II, q.4, a.3, resp.)


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¿En dónde se sitúa la fe dentro de la persona?

Hemos dicho (a.1; q.2 a.1 ad 3; a.2 y 9) que creer es acto del entendimiento movido por la voluntad a asentir; es un acto que procede de la voluntad y del entendimiento, perfeccionados una y otro por sus hábitos correspondientes, como hemos expuesto (1-2 q.50 a.4 y 5). Es, pues, preciso que en la voluntad, lo mismo que en el entendimiento, haya un hábito si se quiere que el acto de fe sea perfecto, lo mismo que, para que resulte perfecto el acto de la potencia concupiscible, es preciso que se dé el hábito de la prudencia en la razón y el hábito de la templanza en la parte concupiscible. No obstante, el creer es inmediatamente acto del entendimiento, pues su objeto es la verdad, acto propio de aquél. Por eso es necesario que el principio de ese acto radique en el entendimiento. (S. Th., II-II, q.4, a.2, resp.)


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¿Y en resumen qué es la fe?

Aunque afirman algunos que las palabras del Apóstol no definen la fe, si se considera con detenimiento, en esa especie de descripción se hace referencia a todos los elementos con que se puede definir la fe, aunque las palabras no estén expresadas en forma de definición. Eso mismo se ve en los filósofos: sin presentar la forma silogística, presentan los principios que constituyen la base del silogismo.

Para comprobar esto hay que tener en cuenta que, dado que los hábitos se conocen por los actos, y éstos por los objetos, a la fe, por ser hábito, se la puede definir por su propio acto relacionado con su propio objeto. Ahora bien, el acto de la fe, como ya hemos dicho (q.2 a.1 ad 3; a.2 y 9), es creer, y es, por lo mismo, acto del entendimiento determinado al asentimiento del objeto por el imperio de la voluntad. El acto, pues, de fe está en relación tanto con el objeto de la voluntad —el bien y el fin-como con el objeto del entendimiento, la verdad. Además, por ser virtud teologal, como también hemos expuesto (1-2 q.62 a.3), tiene la misma realidad por objeto y por fin. Es, pues, necesario que entre el objeto y el fin de la fe haya mutua correspondencia proporcional.

Ahora bien, el objeto de la fe lo constituyen, como hemos expuesto (q.1 a.1 y 4), la Verdad primera, en cuanto no vista, y las verdades a las que asentimos por ella. Según eso, la Verdad primera debe relacionarse con la fe como fin bajo el aspecto de una realidad no vista, y esto viene a parar en la razón formal de algo esperado, a tenor de las palabras del Apóstol en Rom 8,25: Esperar lo que no vemos. Efectivamente, ver una verdad equivale a poseerla, pues nadie espera lo que ya tiene, y el objeto de la esperanza es lo que no se tiene, como hemos probado (1-2 q.67 a.4).

Por consiguiente, la relación del acto de la fe con su fin, objeto de la voluntad, está expresada en las palabras la fe es sustancia de las cosas que esperamos. Suele, en efecto, llamarse sustancia la incoación de una cosa, sobre todo cuando toda ella se contiene virtualmente en un primer principio. Es lo que queremos decir cuando afirmamos, por ejemplo, que los primeros principios indemostrables de una ciencia son sustancia de la misma, queriendo indicar con ello que constituyen para nosotros el primer elemento de esa ciencia y que en los mismos está virtualmente contenida toda ella. De la misma manera decimos también que la fe es sustancia de las cosas que esperamos. Esto quiere decir que el comienzo de las cosas que esperamos está en nosotros por el asentimiento de fe, que en germen encierra todas las cosas esperadas. Esperamos, en verdad, ser felices por la visión inmediata de la verdad, a la cual nos adherimos ahora por la fe, cosa evidente a tenor de lo expuesto al tratar de la bienaventuranza (1-2 q.3 a.8; q.4 a.3).

La relación del acto de fe con el objeto del entendimiento, en cuanto que es objeto de ella, está expresada en las palabras argumento de las cosas no vistas. Aquí la palabra argumento se toma por su efecto, ya que el efecto del argumento es inducir a la inteligencia al asentimiento a la verdad. Por eso la misma adhesión firme de la inteligencia a la verdad de la fe inevidente se llama aquí argumento. Otra versión tiene la palabra convicción, porque el entendimiento del creyente es convencido por autoridad divina a asentir a lo que no ve.

Si alguien, pues, quisiera expresar en forma de definición estas palabras, podría decir que la fe es el hábito de la mente por el que se inicia en nosotros la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve. Con estas palabras se diferencia la fe de los demás actos que corresponden al entendimiento. Diciendo argumento se distingue la fe de la opinión, de la sospecha y de la duda, que no dan al entendimiento adhesión primera e inquebrantable a una cosa. Diciendo de cosas no vistas se distingue la fe de la ciencia y de la simple inteligencia que hacen ver. Con la expresión sustancia de las cosas que esperamos se distingue la virtud de la fe tomada en sentido general, la cual no se ordena a la bienaventuranza esperada.

Las demás definiciones de la fe son explicaciones de la que ofrece el Apóstol. Así, la que ofrece San Agustín: Fe es la virtud por la cual se cree lo que no se ve, y el Damasceno: Fe no es sentimiento razonador, y otros: La fe es la certera del ánimo de cosas no presentes, sobre la opinión y por debajo de la ciencia, expresan lo mismo que dice al Apóstol: argumento de cosas no vistas. La de Dionisio en De div. nom.: Es el cimiento inmóvil de los creyentes que les asienta en la verdad y se la muestra, coincide con la expresión sustancia de las cosas que esperamos. (S. Th., II-II, q.4, a.1, resp.)


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¿Es necesario declararse creyente para no traicionar la fe y perder la salvación?

Lo necesario para la salvación cae bajo precepto de la ley divina. Pues bien, como la confesión de fe es algo afirmativo, no puede menos de caer bajo un precepto afirmativo. De ahí que haya que considerarla entre las cosas necesarias para la salvación, de la misma manera que puede caer bajo precepto positivo de la ley divina. Ahora bien, los preceptos positivos, hemos expuesto (1-2 q.71 a.5 ad 3; q.100 a.10), obligan siempre, aunque no en todo momento. Es decir, obligan en su lugar, tiempo y demás circunstancias que limitan el acto humano para ser virtuoso. En consecuencia, para salvarse no es necesario confesar la fe ni siempre ni en todo lugar, sino en lugares y tiempos determinados, es decir, cuando por omisión de la fe se sustrajera el honor debido a Dios o la utilidad que se debe prestar al prójimo; por ejemplo, si uno, interrogado sobre su fe, callase y de ello se dedujera o que no tiene fe o que no es verdadera; o que otros, por su silencio, se alejaran de ella. En casos como éstos la confesión de fe es necesaria para la salvación. (S. Th., II-II, q.3, a.2, resp.)


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¿Es menos meritorio tener fe si se ha estudiado más lo que uno cree?

Según lo expuesto en otra parte (a.9), el acto de fe es meritorio por estar sometido a la voluntad, no sólo en cuanto al ejercicio, sino también en su asentimiento. Ahora bien, la razón humana que se introduce en las cosas de la fe puede relacionarse con la voluntad del creyente de dos maneras. La primera, antecedente. Es el caso de quien o no tiene en absoluto voluntad o no la tiene dispuesta a creer si no es inducida por razones humanas. En este caso, la razón disminuye el mérito de la fe, de modo semejante a lo que hemos afirmado en otro lugar (1-2 q.24 a.3 ad 1; q.77 a.6 ad 2) respecto a la pasión: cuando ésta precede a la elección en las virtudes morales, disminuye el valor del acto virtuoso. Efectivamente, así como el hombre debe ejercer los actos de las virtudes morales por dictamen de la razón y no por la pasión, debe también creer las verdades de fe no por la razón humana, sino por la autoridad divina.

En segundo lugar, la razón humana puede relacionarse con la voluntad del creyente de un modo consiguiente. Cierto, cuando el hombre tiene una voluntad dispuesta a creer, ama la verdad creída, piensa en ella con seriedad y acepta toda clase de razones que pueda encontrar. En este aspecto, la razón humana no excluye el mérito de la fe, sino que, por el contrario, es signo de mayor mérito, como en las virtudes morales la pasión consiguiente es signo de una voluntad más dispuesta, como hemos explicado ya (1-2 q.24 a.3). Tal es el significado de las palabras dichas por los samaritanos a la mujer, figura de la razón humana: Ya no creemos por tus palabras (Jn 4,42). (S. Th., II-II, q.2, a.10, resp.)


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¿Hay mérito en tener fe?

Según hemos ya expuesto (1-2 q.114 a.3 y 4), nuestros actos son meritorios en cuanto que proceden del libre albedrío movido por la gracia de Dios. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio. Ahora bien, el de la fe es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios; se trata, pues, de un acto sometido al libre albedrío y es referido a Dios. En consecuencia, el acto de fe puede ser meritorio. (S. Th., II-II, q.2, a.9, resp.)


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¿Se puede creer en Cristo y no en la Trinidad? – Responde Santo Tomás

No se puede creer explícitamente en el misterio de Cristo sin la fe en la Trinidad. El misterio de Cristo, efectivamente, incluye que el Hijo de Dios asumió nuestra carne, que renovó al mundo por la gracia del Espíritu Santo, y también fue concebido del Espíritu Santo. Por eso, del mismo modo que, antes de Cristo, el misterio de El fue creído explícitamente por los mayores, y, por los menores, de manera implícita y como entre sombras, así también el misterio de la Trinidad. Por consiguiente, en el tiempo subsiguiente a la divulgación de la gracia están todos obligados a creer explícitamente el misterio de la Trinidad. Y cuantos renacen en Cristo lo consiguen por la invocación de la Trinidad, según consta en San Mateo: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). (S. Th., II-II, q.2, a.8, resp.)


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¿Para salvarse hay que creer explícitamente en Cristo? – Responde Santo Tomás

Pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que consigue el hombre la bienaventuranza. Ahora bien, el camino por el que llega el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la encarnación y pasión de Cristo, según este testimonio: No hay en el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (Act 4,12). Luego en todo tiempo fue necesario que el misterio de la encarnación de Cristo fuera de alguna manera conocido por todos los hombres. Pero esta fe ha revestido modalidades distintas según la diversidad de tiempo y de personas.

Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne (Gén 2,24), palabras que comenta el Apóstol: Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32). Y no es creíble que este misterio fuera ignorado por el primer hombre.

Pero después del pecado fue creído explícitamente el misterio de Cristo no sólo en cuanto a la encarnación, sino también en cuanto a la pasión y a la resurrección, por las cuales es liberado el género humano del pecado y de la muerte. De otra suerte no se hubiera podido prefigurar la pasión de Cristo en ciertos sacrificios tanto antes como bajo la ley. Estos sacrificios tenían, ciertamente, un significado conocido explícitamente por los mayores; los menores, en cambio, conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían sido dispuestos divinamente en orden a Cristo que había de venir. Y así, como ya hemos expuesto (q.1 a.7), las cosas que se refieren al misterio de Cristo las conocieron de una manera tanto más clara cuanto más cercanos estuvieron a Cristo.

Mas en el tiempo de la gracia revelada, mayores y menores están obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo, sobre todo en cuanto que son celebrados solemnemente en la Iglesia y se proponen en público, como son los artículos de la encarnación de que hablamos en otro lugar (q.1 a.8). En cuanto a otras consideraciones sutiles sobre artículos de la fe, hay quienes están obligados a creer de manera más o menos explícita, según el estado y oficio de cada cual.

Muchos gentiles tuvieron revelación de Cristo, como consta por las cosas que predijeron sobre él. Así, en Job se dice: Bien sé yo que mi defensor está vivo (Job 19,25). Asimismo, la Sibila, según el testimonio de San Agustín, predijo algo sobre Cristo. La historia de los romanos nos refiere también que, en tiempo de Constantino Augusto y de Irene, su madre, se encontró un sepulcro sobre el que yacía un hombre que tenía en el pecho una lámina de oro con esta inscripción: Cristo nacerá de una virgen y creo en El. ¡Oh sol!, en tiempo de Constantino y de Irene me verás de nuevo.

Si ha habido quienes se hayan salvado sin recibir ninguna revelación, no lo han sido sin la fe en el Mediador. Pues aunque no tuvieran fe explícita, la tuvieron implícita en la divina providencia, creyendo que Dios es liberador de los hombres según su beneplácito y conforme El mismo lo hubiere revelado a algunos conocedores de la verdad, a tenor de las palabras de Job: Nos instruye más que a las bestias de la tierra (Job 35,11). (S. Th., II-II, q.2, a.7, resp. et ad 3m)


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¿Todos deben conocer explícitamente la fe con la misma extensión y profundidad?

La explicitación de lo que se debe creer se hace por revelación divina: las realidades, en efecto, de la fe rebasan la razón natural, y, como enseña Dionisio en De cael. hier., la revelación sigue cierto orden, llegando a los inferiores por medio de los superiores: al hombre, por medio de los ángeles; a los ángeles inferiores, por medio de los superiores. Por una razón semejante, la explicitación de la fe, en el caso del hombre, debe llegar a los inferiores por medio de los superiores. Por ese motivo, igual que los ángeles superiores, que iluminan a los inferiores, tienen un conocimiento de las cosas divinas mayor que los inferiores, como afirma también Dionisio en De cael. hier., así también los hombres superiores, a quienes incumbe enseñar a otros, están obligados a tener un conocimiento de las cosas que hay que creer, y, por lo mismo, deben creerlas también de forma más explícita. (S. Th., II-II, q.2, a.6, resp.)


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¿Está obligado el hombre a creer algo de manera explícita?

Los preceptos de la ley que está obligado a observar el hombre versan sobre los actos de las virtudes que son camino para llegar a la salvación. Mas, como ya hemos dicho (q.2 a.2), el acto de la virtud se mide por la relación que hay entre el hábito y su objeto. Ahora bien, en el objeto de la virtud hay que considerar dos cosas: lo que propia y directamente constituye el objeto de la virtud, cosa necesaria en todo acto virtuoso, y lo que se presenta de manera accidental y secundaria respecto al objeto propio de esa virtud. Así, en la fortaleza, el objeto propio y principal de la misma es resistir los peligros de muerte y acometer al enemigo, incluso con peligro de la propia vida, en defensa del bien común. Es, sin embargo, accidental respecto a su objeto el hecho de armarse, pelear con la espada en la guerra justa o hacer cualquier otra cosa de la misma índole. Por lo tanto, la aplicación del acto virtuoso al objeto propio y principal de la virtud es de necesidad de precepto, como lo es también el acto mismo de la virtud. En cambio, la aplicación del acto virtuoso a lo que es accidental y secundario respecto al objeto propio no cae bajo el rigor del precepto, sino a tenor de las circunstancias de lugar y tiempo.

Se debe, pues, decir que el objeto propio de la fe es aquello que hace al hombre bienaventurado como queda expuesto (q.1 a.6 ad 1); le pertenece, en cambio, accidental y secundariamente todo aquello que está en la Escritura y que es de tradición divina: por ejemplo, que Abrahán tuvo dos hijos; que David fue hijo de Isaí y cosas por el estilo. Por consiguiente, respecto a las verdades primeras de la fe, que son los artículos, está obligado el hombre a creerlas explícitamente. En cuanto a las otras verdades de fe, está obligado a creerlas no de manera explícita, sino implícita, o en disposición de ánimo, en cuanto que está preparado a creer cuanto contiene la Sagrada Escritura. En todo caso, solamente está obligado a creerlas de manera explícita cuando le conste que está contenido en la doctrina de la fe. (S. Th., II-II, q.2, a.5, resp.)


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¿Todo lo que es objeto de fe está por encima de la razón natural?

Al hombre le es necesario aceptar por la fe no sólo lo que rebasa la razón natural, sino también cosas que podemos conocer por ella. Y esto por tres motivos. El primero, para llegar con mayor rapidez al conocimiento de la verdad divina. La ciencia, es verdad, puede probar que existe Dios y otras cosas que se refieren a El; pero es el último objeto a cuyo conocimiento llega el hombre por presuponer otras muchas ciencias. A ese conocimiento de Dios llegaría el hombre sólo después de un largo período de su vida. En segundo lugar, para que el conocimiento de Dios llegue a más personas. Muchos, en efecto, no pueden progresar en el estudio de la ciencia. Y eso por distintos motivos, como pueden ser: cortedad, ocupaciones y necesidades de la vida o indolencia en aprender. Esos tales quedarían del todo frustrados si las cosas de Dios no les fueran propuestas por medio de la fe. Por último, por la certeza. La razón humana es, en verdad, muy deficiente en las cosas divinas. Muestra de ello es el hecho de que los filósofos, investigando con la razón en las verdades humanas, incurrieron en muchos errores, y en muchos aspectos expresaron pareceres contradictorios. En consecuencia, para que tuvieran los hombres un conocimiento cierto y seguro de Dios, fue muy conveniente que les llegaran las verdades divinas a través de la fe, como verdades dichas por Dios, que no puede mentir. (S. Th., II-II, q.2, a.4, resp.)


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