Como la ceguera corporal es la privación de lo que es principio de visión corporal, así también la ceguera de la mente es privación de lo que es principio de la visión mental o intelectual. Y este principio es, en realidad, triple. El primero: la luz de la razón natural. Esta luz, por pertenecer a la naturaleza específica del alma racional, jamás se apaga en ella. A veces, sin embargo, se encuentra impedida para realizar su propio acto por la rémora que le ofrecen las fuerzas inferiores de las cuales necesita el entendimiento humano para entender, como puede comprobarse en los amentes y furiosos, tema del que ya hemos tratado (1 q.84 a.7 y 8). Otro principio de la visión intelectual es cierta luz habitual sobreañadida a la luz natural de la razón, luz de la que también se priva a veces el alma. Esta privación es la ceguera, que es pena, en el sentido de que la privación de la luz de la gracia se considera como una pena. Por eso se dice de algunos: Les ciega su maldad (Sab 2,21). Finalmente, hay otro principio de visión intelectual, y es todo principio inteligible por el que entiende el hombre otras cosas. A este principio inteligible puede o no prestar atención la mente humana, y el que no le preste atención puede acontecer de dos maneras. Unas veces, porque la voluntad se aparta espontáneamente de su consideración, conforme a lo que leemos en la Escritura: Ha renunciado a ser cuerdo y a obrar bien (Sal 35,4). Otras veces, por ocuparse la mente en cosas que ama más y alejan la atención de ese principio, según las palabras del salmo: Cayó sobre ellos el fuego —de la concupiscencia— y no vieron el sol (Sal 57,9). En ambos casos la ceguera de la mente es pecado. (S. Th., II-II, q.15, a.1, resp.)
[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]