Es posible crecer en el amor de caridad: estas son sus principales etapas

Bajo algunos aspectos, el crecimiento de la caridad puede ser comparado con el crecimiento corporal del hombre. Este, aunque se pueden distinguir muchos grados, presenta, no obstante, determinados períodos muy bien determinados, caracterizados por las distintas actividades o aficiones hacia las que es impulsado el hombre a medida que va creciendo. Así, existe la edad infantil, antes de llegar al uso de la razón. Viene después un segundo estado, que corresponde al momento en que comienza a hablar y a razonar. Luego, un tercer estado, el de la pubertad, cuando el hombre es apto para engendrar. Y así, desde ese momento hasta que logra su desarrollo perfecto.

De forma semejante, en la caridad se distinguen también diversos grados según las preocupaciones (dominantes) que impone al hombre con su aumento. En primer lugar, la preocupación primordial del hombre debe ser apartarse del pecado y resistir a las concupiscencias que le mueven en sentido contrario al de la caridad. Es la ocupación de los principiantes, cuya caridad se debe nutrir y fomentar para que no se pierda. Después de ésta viene una segunda preocupación, que es trabajar principalmente para progresar en el bien. Esta preocupación es la propia de los aprovechados, que se esfuerzan principalmente en robustecer la caridad por el crecimiento. Llega, por fin, un tercer grado en el que la preocupación del hombre va encaminada principalmente a unirse con Dios y a gozar de El. Es el grado de los perfectos, los cuales desean morir y estar con Cristo. Es en síntesis lo que vemos en el movimiento corporal, en el que distinguimos tres momentos: primero, arrancar del punto de partida; segundo, acercamiento al término; finalmente, descansar en él. (S. Th., II-II, q.24, a.9, resp.)


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¿Puede ser perfecta la caridad en esta vida?

La perfección de la caridad se puede entender de dos maneras: por parte del objeto amado y por parte del sujeto que ama. Por parte del objeto amado puede ser, efectivamente, perfecta la caridad si se le ama cuanto es amable, y Dios es tan amable cuanto bueno. Como su bondad es infinita, es infinitamente amable. Ahora bien, no hay criatura alguna que pueda amarle de manera infinita, pues toda criatura es finita. En este sentido, pues, no puede ser perfecta la caridad de ninguna criatura; solamente lo es la caridad con que Dios se ama a sí mismo.

Por parte del sujeto que ama se dice que es perfecta la caridad cuando se ama tanto como es posible. Esto puede acaecer de tres modos. Primero: que todo el corazón del hombre esté transportado en Dios de una manera actual y continua. Esta es la perfección de la caridad en la patria, mas no en esta vida, en la que, por debilidad de la vida humana, es imposible pensar siempre en Dios y moverse por amor a El. Segundo: que el hombre ponga todo empeño en dedicarse a Dios y a las cosas divinas, olvidando todo lo demás, en cuanto se lo permitan las necesidades de la vida presente. Esta es la perfección de la caridad posible en esta vida, aunque no se dé en todos los que tienen caridad. Tercero: poniendo habitualmente todo el afecto en Dios; es decir, amarle de tal manera que no se quiera ni se piense nada contrario al amor divino. Ésta es la perfección corriente de cuantos tienen caridad. (S. Th., II-II, q.24, a.8, resp.)


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¿La caridad puede crecer indefinidamente?

Al aumento de una cosa se puede poner término de tres maneras. La primera, por razón de su forma, que es de una manera determinada, y, en llegando a ella, no se puede pasar adelante en la forma, pues si se diera esto tendríamos otra forma distinta. Esto se echa de ver en el amarillo, que, al rebasarse sus perfiles por alteración continua, se torna blanco o negro. La segunda manera, por parte del agente cuya capacidad activa no puede aumentar más la forma en el sujeto. Por último, por parte del sujeto, que no es capaz de mayor perfección.

Pues bien, por ninguno de estos modos se pone término al aumento de la caridad en esta vida. La caridad misma, por su propia especie, no tiene límite en su crecimiento, dado que es una participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo. Es igualmente de virtud infinita la causa del aumento de la caridad: Dios. Por último, tampoco por parte del sujeto se puede señalar límite a ese aumento, ya que, creciendo la caridad, se incrementa la capacidad para un aumento superior. En suma: no se puede señalar término al crecimiento de la caridad en esta vida. (S. Th., II-II, q.24, a.7, resp.)


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¿Puede crecer el amor de caridad en una persona?

La caridad en la presente vida puede recibir aumento. Somos, en efecto, viadores porque caminamos hacia Dios, último fin de nuestra bienaventuranza. En este camino, tanto más adelantamos cuanto más nos acercamos a Dios, a quien nos acercamos no a pasos corporales, sino con el afecto de nuestra alma. Este acercamiento es obra de la caridad, pues por ella la mente se une a Dios. Por eso es condición de la caridad de la presente vida que pueda crecer, pues de lo contrario cesaría el caminar. Y ésta es la razón por la que el Apóstol llama a la caridad camino diciendo: Os indico un camino más excelente (1 Cor 12,31). (S. Th., II-II, q.24, a.4, resp.)


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¿Toda caridad es infundida directamente por Dios?

Según hemos expuesto (q.23 a.1), la caridad es cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna. Mas esta comunicación no se da en el plano de los bienes naturales, sino en el de los dones gratuitos, pues, como escribe el Apóstol, el don gratuito de Dios es la vida eterna (Rom 6,23). Por eso mismo, la caridad rebasa la capacidad de la naturaleza. Ahora bien, lo que rebasa la capacidad de la naturaleza no puede ser ni natural ni adquirido por el poder natural, ya que los efectos naturales no trascienden la capacidad de su causa. La caridad, pues, no está en nosotros ni de manera natural ni como efecto de las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, y cuya participación en nosotros es la caridad misma creada, como ya hemos dicho (q.23 a.2 ad 1). (S. Th., II-II, q.24, a.2, resp.)


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¿Es la voluntad el sujeto de la caridad?

Como ya hemos visto (1 q.80 a.2), hay dos apetitos: el sensitivo y el intelectivo, llamado voluntad. El objeto de uno y otro es el bien, aunque de manera diferente. El objeto del apetito sensitivo es, efectivamente, el bien captado por el sentido; mas el objeto del apetito intelectivo o voluntad es el bien bajo la razón común de bien, tal como lo puede captar el entendimiento. Ahora bien, el objeto de la caridad no es un bien sensible, sino el bien divino conocido sólo por el entendimiento. Por eso, el sujeto de la caridad no es el apetito sensitivo, sino el intelectivo o voluntad. (S. Th., II-II, q.24, a.1, resp.)


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¿Por qué se dice que la caridad es la que da forma a todas las virtudes?

En materia moral, la forma de la acción se toma principalmente del fin. La razón de ello está en el hecho de que el principio de los actos morales es la voluntad, cuyo objeto y cuasi forma es el fin. Ahora bien, la forma del acto sigue siempre a la del agente, y por eso es necesario que en materia moral lo que imprime a la acción el orden al fin le dé también la forma. Es evidente, según hemos dicho (a.7), que la caridad ordena los actos de las demás virtudes al fin último, y por eso también da a las demás virtudes la forma. Por lo tanto, se dice que es forma de las virtudes, ya que incluso las mismas virtudes son tales por el ordenamiento a los actos formados. (S. Th., II-II, q.23, a.8, resp.)


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¿Puede haber verdadera virtud sin caridad?

Como ya hemos expuesto (1-2 q.55 a.4), la virtud va ordenada al bien. Pues bien, el bien principal es el fin, ya que los medios son considerados como buenos en orden al fin. Mas dado que hay un doble fin, último y próximo, hay asimismo un doble bien: uno último, y otro próximo y particular. El fin último y principal del hombre es, ciertamente, gozar de Dios, a tenor de las palabras de la Escritura: Para mí es bueno unirme a Dios (Sal 72,28), y a ello está ordenado el hombre por la caridad. El bien secundario, y en cierta manera particular, puede ser doble: uno que es en realidad verdadero bien, por ser de suyo ordenable al bien principal, el último fin; y otro no verdadero, sino aparente, porque aparta del bien final.

Resulta, pues, evidente que es absolutamente virtud verdadera la que ordena al fin principal del hombre, como afirma el Filósofo diciendo en VII Physic. que es virtud la disposición de lo perfecto hacia lo mejor. No puede, por lo tanto, haber virtud sin caridad. Pero si se toma la virtud por decir orden a un bien particular, puede haber virtud verdadera sin caridad, en cuanto que se ordena a un bien particular. Pero si ese bien particular no es verdadero, sino aparente, la virtud relacionada con él no será verdadera, sino apariencia de virtud, como dice San Agustín en IV lib. Contra lulian.: No es verdadera virtud la prudencia del avaro, con la que se procura diferentes géneros de lucro; ni su justicia, por la que desprecia los bienes ajenos por el temor de grandes dispendios; ni su templanza, que refrena el apetito lujurioso por ser derrochador; ni su fortaleza, de la que dice Horacio que rehuye la pobreza arriesgándose por mar, montes y fuego. Mas si el bien particular es verdadero, por ejemplo, la conservación de la ciudad o cosas semejantes, habrá verdadera, aunque imperfecta virtud, a no ser que vaya referida al bien final y perfecto. En conclusión, pues, de suyo no puede haber virtud verdadera sin caridad. (S. Th., II-II, q.23, a.7, resp.)


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¿Por qué decimos que el amor de caridad es la más alta de las virtudes?

Puesto que lo bueno en las acciones humanas radica en la conformidad con su debida regla, esto hace necesario que la virtud humana, principio de los actos buenos, consista en alcanzar la regla de los actos humanos. Pues bien, hemos dicho (a.3; q.17 a.1) que la regla de los actos humanos es doble: la razón humana y Dios, pero Dios como regla primera, que debe regular incluso la razón humana. Por eso, las virtudes teologales, que lo son por alcanzar la regla primera, ya que su objeto es Dios, son más excelentes que las morales y que las intelectuales, que consisten en adaptarse a la regla humana. Entre las virtudes teologales, por su parte, será también la más excelente la que más llegue hasta Dios. Pues bien, lo que es por sí es siempre superior a lo que es por otro. La fe y la esperanza llegan, ciertamente, hasta Dios, en cuanto que reciben de El el conocimiento de la verdad y la posesión del bien; la caridad, en cambio, llega hasta Dios en sí mismo y no para recibir de El otra cosa. Por eso es más excelente la caridad que la fe y que la esperanza, y, en consecuencia, la más excelente de las virtudes. Lo mismo que la prudencia, que participa de lleno de la razón, es más excelente que las demás virtudes morales, que participan de ella en cuanto que establece el justo medio de las acciones o pasiones humanas. (S. Th., II-II, q.23, a.6, resp.)


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¿En qué circunstancias amar es una virtud?

Los actos humanos son buenos en cuanto son regulados por la debida regla y medida. Por eso la virtud humana, que es principio de todos los actos buenos del hombre, consiste en adaptarse a la regla de los actos humanos. Esa regla es, en realidad, doble, como ya hemos expuesto (q.17 a.1): la razón humana y Dios mismo. Por eso, como la virtud moral se define por el hecho de ser según la recta razón, como consta con evidencia en II Ethic., así también unirse a Dios tiene razón de virtud, como dijimos de la fe y de la esperanza (q.4 a.5; q.17 a.1). Por eso, alcanzando la caridad a Dios, porque nos une con El, como se deduce de la autoridad aducida de San Agustín (sed cont.), hay que concluir que es virtud. (S. Th., II-II, q.23, a.3, resp.)


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¿Es la caridad algo creado en el alma?

El Maestro [San Agustín] estudia esta cuestión y concluye que la caridad no es algo creado en el alma, sino que es el mismo Espíritu Santo inhabitando en la mente. Con ello no pretende decir, en verdad, que este movimiento de amor por el que amamos a Dios sea el mismo Espíritu Santo, sino que este acto de amor procede de El, no a través de algún hábito, como provienen de El los demás actos virtuosos por medio de las virtudes, por ejemplo, el hábito de la fe, de la esperanza o de cualquier otra virtud. Afirmaba esto por la excelencia de la caridad.

Pero, considerándolo bien, esta opinión redunda, más bien, en detrimento de la caridad. En efecto, el movimiento de la caridad no procede del Espíritu Santo moviendo la mente humana, de manera que ésta sólo sea movida y en manera alguna sea principio del movimiento, como es movido el cuerpo por un principio exterior. Esto sería contrario al concepto de voluntario, cuyo principio debe ser interior, como hemos expuesto (1-2 q.6 a.1). De ello se seguiría que el acto de amar no sería voluntario, y eso implica contradicción, ya que el amor es esencialmente acto de la voluntad. Tampoco se puede afirmar que el Espíritu Santo mueva la voluntad al acto de amar como se mueve un instrumento, pues éste, aunque sea principio del acto, no tiene en sí el poder de determinarse a obrar o no. Con ello desaparecería la razón de voluntario y se eliminaría el mérito, siendo así que, como hemos expuesto (1-2 q.114 a.4), la raíz del mérito está en la caridad. Es, pues, necesario que la voluntad sea impulsada por el Espíritu Santo a amar, de tal manera que ella misma sea también causa de ese acto. Ahora bien, ningún acto es producido con perfección por una potencia activa si no le es connatural por alguna forma que sea principio de su acción. De ahí que Dios, que todo lo mueve a sus debidos fines, ha dado a cada ser las formas que les inclinan a los fines por El señalados, como dice la Sabiduría: Todo lo dispone suavemente (Sab 8,1). Es, sin embargo, evidente que el acto de caridad rebasa lo que por su propia naturaleza puede nuestra potencia voluntaria. Por eso, si a su poder natural no le fuera sobreañadida una forma que le inclinara al acto de amor, ese acto sería más imperfecto que los actos naturales y que los actos de las demás virtudes; no sería fácil ni deleitable. Y esto es, evidentemente, falso, pues ninguna virtud tiene tan fuerte inclinación a su acto como la caridad, ni ninguna actúa tan deleitablemente como ella. Resulta, pues, particularmente necesario para el acto de caridad que haya en nosotros alguna forma habitual sobreañadida a la potencia natural, que la incline al acto de caridad y haga que actúe de manera pronta y deleitable. (S. Th., II-II, q.23, a.2, resp.)


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¿Qué amor merece propiamente el nombre de amor?

Según el Filósofo en VIII Ethic., no todo amor tiene razón de amistad, sino el que entraña benevolencia; es decir, cuando amamos a alguien de tal manera que le queramos el bien. Pero si no queremos el bien para las personas amadas, sino que apetecemos su bien para nosotros, como se dice que amamos el vino, un caballo, etc., ya no hay amor de amistad, sino de concupiscencia. Es en verdad ridiculez decir que uno tenga amistad con el vino o con un caballo. Pero ni siquiera la benevolencia es suficiente para la razón de amistad. Se requiere también la reciprocidad de amor, ya que el amigo es amigo para el amigo. Mas esa recíproca benevolencia está fundada en alguna comunicación. Así, pues, ya que hay comunicación del hombre con Dios en cuanto que nos comunica su bienaventuranza, es menester que sobre esa comunicación se establezca alguna amistad. De esa comunicación habla, en efecto, el Apóstol cuando escribe: Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a sociedad con su Hijo (1 Cor 1,9). Y el amor fundado sobre esta comunicación es la caridad. Es, pues, evidente que la caridad es amistad del hombre con Dios. (S. Th., II-II, q.23, a.1, resp.)


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¿De dónde nace la presunción en el corazón humano?

Como ya hemos expuesto (a.1), la presunción es doble. Una se funda en el propio poder, intentando como posible lo que excede la propia capacidad. Esta presunción es evidente que procede de la vanagloria, pues quien desea ardientemente la gloria acomete para conseguirla lo que sobrepuja su capacidad. Y entre las cosas que persigue está sobre todo lo que reviste novedad, por causar mayor admiración. Por eso hizo expresamente San Gregorio a la presunción de novedades hija de la vanagloria.

Hay otra presunción que se apoya de manera desordenada en la misericordia o en el poder divino, por el cual se espera obtener la gloria sin mérito y el perdón sin arrepentimiento. Esta presunción parece proceder directamente de la soberbia: el hombre se tiene en tanto, que llega a pensar que, aun pecando, Dios no le ha de castigar ni le ha de excluir de la gloria. (S. Th., II-II, q.21, a.4, resp.)


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El vicio de la presunción, ¿a qué virtudes se opone?

Según San Agustín en IV Contra Iulian., no sólo son vicios los contrarios a las virtudes con clara oposición, como la temeridad a la prudencia, sino también los que están cercanos a ellas, y que son semejantes no en la realidad, sino en una semejanza engañosa, como se parece la astucia a la prudencia. El Filósofo, por su parte, afirma también en II Ethic., que la virtud parece que armoniza mejor con uno de los vicios opuestos que con el otro; es el caso de la templanza con la insensibilidad y la fortaleza con la audacia. En consecuencia, la presunción parece oponerse abiertamente al temor, sobre todo al servil, que centra su atención en la pena infligida por la justicia de Dios y cuya remisión espera la presunción. Mas en cuanto a su falsa semejanza, contraría más a la esperanza, porque entraña una desordenada esperanza en Dios. Pero dado que es más directa la oposición entre las cosas que son del mismo género que entre las que son de género diferentes, pues los contrarios están en el mismo género, la presunción se opone más directamente a la esperanza que al temor; ciertamente, una y otra centran su atención en el mismo objeto en que se apoyan; pero la esperanza, ordenadamente, y la presunción, con desorden. (S. Th., II-II, q.21, a.3, resp.)


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¿Por qué es pecado presumir?

Como ya quedó expuesto (q.20 a.1), todo movimiento apetitivo acorde con una apreciación falsa es de suyo malo y pecado. Pues bien, la presunción es un movimiento apetitivo porque entraña una esperanza desordenada. Pero está acorde con una apreciación falsa del entendimiento, lo mismo que la desesperación, pues como es falso que Dios no perdone a los penitentes o que no traiga a los pecadores a penitencia, también lo es que conceda perdón a quienes perserveran en el pecado y dé la gloria a quienes desisten de obrar bien. Es, por lo tanto, pecado. Resulta, sin embargo, menos pecado que la desesperación, pues más propio de Dios es compadecerse y perdonar, por su infinita bondad, que castigar: lo primero le compete a Dios por sí mismo; lo segundo, a causa de nuestros pecados. (S. Th., II-II, q.21, a.2, resp.)


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