Oración para pedir la Sabiduría

Dios de los padres y Señor de misericordia,
que con tu palabra hiciste todas las cosas,
y en tu sabiduría formaste al hombre,
para que dominase sobre tus criaturas,
y para regir el mundo con santidad y justicia,
y para administrar justicia con rectitud de corazón.

Dame la sabiduría asistente de tu trono
y no me excluyas del número de tus siervos,
porque siervo tuyo soy, hijo de tu sierva,
hombre débil y de pocos años,
demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes.

Pues, aunque uno sea perfecto
entre los hijos de los hombres,
sin la sabiduría, que procede de ti,
será estimado en nada.

Contigo está la sabiduría, conocedora de tus obras,
que te asistió cuando hacías el mundo,
y que sabe lo que es grato a tus ojos
y lo que es recto según tus preceptos.

Mándala desde tus santos cielos,
y de tu trono de gloria envíala,
para que me asista en mis trabajos
y venga yo a saber lo que te es grato.

Porque ella conoce y entiende todas las cosas,
y me guiará prudentemente en mis obras,
y me guardará en su esplendor.

Del libro de la Sabiduría, capítulo 9, en la Biblia.

La historia del leñador

Hay una anécdota que no por mucho ser contada, siempre mantiene su actualidad, y es la del leñador que fue a buscar trabajo en una finca de árboles madereros.

La paga era buena, y las condiciones de trabajo excelentes, así que el leñador fue decidido a dar el ciento por ciento para impresionar al patrono.

El primer día el capataz le entregó un hacha, asignándole una zona espesa de árboles. El hombre salió entusiasmado y cortó dieciocho árboles en menos tiempo de lo que dicen berenjena.

El capataz lo felicitó, invitándolo a continuar esforzándose. Muy contento, el leñador se fue bien temprano a la cama, decidido a que el día siguiente mejoraría su propio desempeño.

Bien de madrugada nuestro hombre estaba ya trabajando arduamente en el bosque. Sin embargo, no consiguió cortar más que quince árboles.

“Que raro, debo haberme haber cansado”, pensó, y decidió acostarse apenas anocheció. Al amanecer, salió decidido a batir su marca de dieciocho árboles.

Sin embargo, ese día no llegó ni a la mitad. Y al otro día fueron siete, luego cinco, y el último día estuvo luchando toda la tarde hasta lograr apenas tumbar un segundo árbol.

Muy mortificado, pensando en lo que su capataz le diría, el leñador le contó lo que le estaba pasando, y le juró y perjuró que él se esforzaba hasta el agotamiento.

Fue entonces cuando el capataz le preguntó: “Y tu hacha, ¿cuando la afilaste la última vez?”

“¿Afilarla? ¡Ni siquiera pensé en eso, no perdí tiempo en afilarla, estaba demasiado ocupado cortando árboles!”

[Recibido de J. R. Pacheco.]