Misericordia y conversión

Admira esta paradoja amable de la condición de cristiano: nuestra propia miseria es la que nos lleva a refugiarnos en Dios… y con El lo podemos todo.

Cuando hayas caído, o te encuentres agobiado por la carga de tus miserias, repite con segura esperanza: Señor, mira que estoy enfermo; Señor, Tú, que por amor has muerto en la Cruz por mí, ven a curarme.

Confía, insisto: persevera llamando a su Corazón amantísimo. Como a los leprosos del Evangelio, te dará la salud. Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de El.

Más pensamientos de San Josemaría.

¿Se puede hacer limosna con lo ilícitamente adquirido?

Hay tres modos de adquirir ilícitamente una cosa. Primero: lo ilícitamente adquirido pertenece a aquel de quien se adquiere, no pudiéndolo retener quien lo haya adquirido. Es el caso que se da en la rapiña, el hurto y la usura. Hay obligación de restituirlo, y no se puede dar en limosnas. Segundo: Lo adquirido no puede retenerlo quien lo adquirió, y, sin embargo, no se puede dar a aquel de quien lo adquirió, pues lo recibió contra justicia de quien también lo dio contra justicia. Es el caso de la limosna en la que tanto el donante como el receptor obran contra la justicia de la ley divina. Por eso no se debe restituir a quien lo dio, sino que se debe repartir en limosna. Otro tanto debe hacerse en casos semejantes, es decir, siempre que tanto la donación como la aceptación van contra la justicia. Tercero: lo adquirido es ilícito, no porque lo sea la adquisición en sí misma, sino por serlo los medios empleados, por ejemplo, lo que adquiere la mujer prostituyéndose. A esto se llama con propiedad lucro torpe. La mujer, en efecto, ejercitando la prostitución, actúa torpemente y contra la ley de Dios; pero por aceptar algo no obra ni injustamente ni contra la ley. Por tanto, lo así ilícitamente adquirido puede ser retenido y con ello se puede hacer limosna. (S. Th., II-II, q.32, a.7, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

¿Es de precepto dar limosna?

Siendo de precepto el amor al prójimo, debe serlo también lo que resulte indispensable para conservar ese amor. Pues bien, en virtud de ese amor debemos no solamente querer, sino también procurar el bien del prójimo, a tenor de lo que enseña San Juan (1 Jn 3,18): No amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad. Ahora bien, querer y hacer bien al prójimo implica socorrerle en sus necesidades, lo cual se realiza con la donación de la limosna. Por tanto, ésta es preceptiva.

Pero, dado que los preceptos versan sobre los actos de las virtudes, es necesario que dar limosna caiga bajo precepto en la medida en que este acto es necesario para la virtud, es decir, según lo exija la recta razón. Pues bien, esto implica dos tipos de relación: una respecto a quien da la limosna, y otra respecto a quien la recibe. De parte de quien la da hay que considerar que lo que se haya de dar en limosna sea superfluo, a tenor de lo que leemos en San Lucas 11,41: Dad limosna de lo que os sobre. Y llamo superfluo lo que lo es no sólo respecto de la persona, o sea, lo innecesario para el individuo, sino también respecto de las personas que están a su cargo. Cada uno, efectivamente, debe atender ante todo a sus necesidades propias y a las de las personas que tiene a su cargo, a cuyo tenor se llama necesario de la persona, por cuanto el concepto persona incluye también su condición y su rango. Hecho esto, con el sobrante se vendrá en ayuda de las necesidades de los demás. De esta manera se comporta también la naturaleza: primero se procura lo necesario de la nutrición para sustentación del propio cuerpo, el resto lo gasta en la generación de otros seres nuevos.

De parte de quien recibe la limosna se exige que esté en necesidad; de lo contrario no habría razón para dársela. Mas, dado que uno solo no puede remediar las situaciones de cuantos lo necesitan, no toda necesidad obliga bajo precepto, sino solamente cuando quien la padece no pueda ser socorrido de otra manera. En este caso tiene aplicación lo que afirma San Ambrosio: Da de comer al que muriere de hambre; si no lo alimentas, lo mataste. En conclusión: es preceptivo dar limosna de lo superfluo y hacerla a quien se encuentre en necesidad extrema. Fuera de esas condiciones, es de consejo, igual que es de consejo cualquier bien mejor. (S. Th., II-II, q.32, a.5, resp.)


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¿Son superiores las limosnas corporales a las espirituales?

Hay dos maneras de comparar estas limosnas. En primer lugar, considerándolas como son en sí mismas. Desde este punto de vista, las espirituales son superiores a las corporales por tres razones: Primera, porque lo que se da es en sí mismo de mayor valor, ya que se trata de un don espiritual, siempre mayor que un don corporal, según leemos en Prov 4,2: Os daré un buen don: no olvidéis mi ley. Segunda: la atención a quien recibe el beneficio: el alma es más noble que el cuerpo. Por donde, como el hombre debe mirar por sí mismo más en cuanto al espíritu que en cuanto al cuerpo, otro tanto debe hacer con el prójimo, a quien está obligado a amar como a sí mismo. Tercera, por las acciones mismas con que se auxilia al prójimo: las acciones espirituales son más nobles que las corporales, que en cierto modo son serviles.

En segundo lugar, también se pueden comparar los dos tipos de limosna en un caso particular. En ese plano sucede a veces que se prefiere la limosna corporal a la espiritual. Por ejemplo, al que se muere de hambre, antes hay que alimentarle que enseñarle; o, como advierte el Filósofo, es mejor dotar (al indigente) que volverlo filósofo, aunque lo último sea en absoluto mejor. (S. Th., II-II, q.32, a.3, resp.)


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¿Uno debería tratar de hacerle el bien a todo el mundo?

Como ya hemos expuesto (a.1 ad 1), la beneficencia es efecto del amor que inclina a los seres superiores hacia los inferiores para aliviar su indigencia. Pues bien, las gradaciones que se dan entre los hombres no son inmutables, como en los ángeles. Los hombres, en efecto, son víctimas de muchas deficiencias, y por eso quien es superior en una cosa, es, o puede ser, inferior en otra. De ahí que, abarcando a todos la caridad, a todos debe extenderse también la beneficencia, teniendo siempre en cuenta las circunstancias de lugar y tiempo, dado que todo acto virtuoso debe atenerse a los límites exigidos por las circunstancias. (S. Th., II-II, q.31, a.2, resp.)


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¿Es la misericordia la mayor de las virtudes?

Una virtud es suprema de dos maneras. La primera, en sí misma; la segunda, en relación con quien la tiene. En sí misma, la misericordia es, ciertamente, la mayor. A ella, en efecto, le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias; esto, en realidad, es lo peculiar del superior. Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia.

Con relación al sujeto, la misericordia no es la máxima, a no ser que sea máximo quien la posee, no teniendo a nadie sobre sí y a todos por debajo. Para quien tiene a otro por encima, le es cosa mayor y mejor unirse a él que socorrer las deficiencias del inferior. Por tanto, con relación al hombre, que tiene a Dios por encima de sí, la caridad, uniéndole a El, es más excelente que la misericordia con que socorre al prójimo. Pero entre todas las virtudes que hacen referencia al prójimo, la más excelente es la misericordia, y su acto es también el mejor. Efectivamente, atender a las necesidades de otro es, al menos bajo ese aspecto, lo peculiar del superior y mejor. (S. Th., II-II, q.30, a.4, resp.)


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¿La misericordia implica alguna forma de carencia en quien se compadece?

Siendo la misericordia compasión de la miseria ajena, como queda dicho (a.1), siente misericordia quien se duele de la miseria de otro. Ahora bien, lo que nos entristece y hace sufrir es el mal que nos afecta a nosotros mismos, y en tanto nos entristecemos y sufrimos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra. Esto acaece de dos modos. Primero: por la unión afectiva producida por el amor. Efectivamente, quien ama considera al amigo como a sí mismo y hace suyo el mal que él padece. Por eso se duele del mal del amigo cual si fuera propio. Por esa razón, en IX Ethic., destaca el Filósofo, entre los sentimientos de amistad, condolerse del amigo, y el Apóstol por su parte, exhorta en Rom 12,15 a gozar con los que se gozan, llorar con los que lloran. Otro modo es la unión real que hace que el dolor que afecta a los demás esté tan cerca que de él pase a nosotros. Por eso escribe el Filósofo en II Rhet. que los hombres se compadecen de sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer esos males. Ocurre igualmente que los más inclinados a la misericordia son los ancianos y los sabios, que piensan en los males que se ciernen sobre ellos, lo mismo que los asustadizos y los débiles. A la inversa, no tienen tanta misericordia quienes se creen felices y tan fuertes como para pensar que no pueden ser víctimas de mal alguno. En consecuencia, el defecto es siempre el motivo de la misericordia, sea que por la unión se considere como propio el defecto ajeno, sea por la posibilidad de padecer lo mismo. (S. Th., II-II, q.30, a.2, resp.)


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La maldad que alguien sufre, ¿es propiamente la causa de la misericordia que sentimos hacia él?

Según San Agustín en IX De civ. Dei, la misericordia es la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria de otro, sentimiento que nos compele, en realidad, a socorrer, si podemos. La palabra misericordia significa, efectivamente, tener el corazón compasivo por la miseria de otro. Pues bien, la miseria se opone a la felicidad, y es esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, ya que, en expresión de San Agustín, en XIII De Trin., es bienaventurado el que posee lo que quiere y nada malo quiere. La miseria, empero, consiste en sufrir lo que no se quiere. Pero hay tres maneras de querer alguna cosa. Primera: por deseo natural, como el hombre quiere ser y vivir. Segunda: desear algo por elección premeditada. Tercera: querer una cosa no directamente en sí misma, sino en su causa, como de quien apetece ingerir cosas nocivas decimos que, en cierta manera, quiere enfermar. Así, pues, desde el punto de vista de la miseria, el motivo específico de la misericordia es, en primer lugar, lo que contraría al apetito natural del que desea, es decir, los males que arruinan y contrastan, y cuyo objeto contrario desea el hombre. Por eso dice el Filósofo en Rhet., la misericordia es una tristeza por el mal presente, que arruina y entristece. En segundo lugar, los males de que acabamos de hablar incitan más a misericordia si se oponen a una elección voluntaria libre. Por eso afirma allí mismo el Filósofo que son más dignos de compasión los males cuya causa es la fortuna, por ejemplo, cuando sobreviene un mal donde se esperaba un bien. Finalmente, son aún más dignos de compasión los males que contradicen en todo a la voluntad. Es el caso de quien buscó siempre el bien y sólo le sobrevienen males. Por eso dice también el Filósofo en el mismo libro que la misericordia llega a su extremo en los males que alguien sufre sin merecerlo. (S. Th., II-II, q.30, a.1, resp.)


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De la verdadera misericordia a la auténtica fraternidad

El pecado destruye al ser humano y destruye su relación con Dios con la naturaleza y con el prójimo. Después del pecado, Dios ya no es amigo sino una amenaza al señorío del hombre. La naturaleza o es idolatrada o es destruida. Y el prójimo es visto como una herramienta, un juguete, un rival, o un satélite que debe “girar” alrededor mío para atender a mis decisiones y gustos.

Todo este daño se observa a partir del asesinato de Caín y se puede decir que mientras dura el pecado estamos en el reinado de Caín. Pero Cristo anuncia y trae la verdad del reino de Dios, reino de bondad y de justicia que restablece la comunión entre Dios y el hombre.

Con la fuerza de su amor y su misericordia, Cristo renueva el corazón de manera que ya no miremos a nuestros hermanos en función de nuestras preferencias sino como verdaderos depositarios del amor y de la dignidad que Dios les ha otorgado. Ejemplo notable de esta transformación es la que nos muestra la carta del apóstol San Pablo a Filemón.

LA GRACIA del Domingo 28 de Abril de 2019

DOMINGO II DE PASCUA “DE LA MISERICORDIA”

La verdadera misericordia da más de una oportunidad, trata de entender y acercarse al lenguaje del otro y proclama con claridad la verdad.

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LA GRACIA del Domingo 31 de Marzo de 2019

DOMINGO IV DE CUARESMA, CICLO C

En ocasiones la misericordia se experimentamos sufriendo la dureza de las consecuencias de nuestros errores, para sobrellevarlas debemos esperar, padecer, orar y vigilar.

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LA GRACIA del Lunes 25 de Marzo de 2019

SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR

Dios nos ha dado el sí otorgándonos su misericordia en su propio Hijo y nosotros siguiendo el ejemplo de María le damos el sí a Dios.

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LA GRACIA del Domingo 24 de Febrero de 2019

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

Jesucristo quiere que así como hemos conocido a un Dios compasivo, no dejemos que esa compasión divina se detenga, sino que fluya a través de nosotros hacia nuestros hermanos.

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