Perfil del Arzobispo Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)

Hablaremos de este gran obispo franciscano ateniéndonos al artículo del jesuita Constantino Bayle, El IV centenario de Don Fray Juan de Zumárraga , a los datos que hallamos en los estudios de Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga, y sobre todo, a la preciosa biografía de Alfonso Trueba, Zumárraga.

En 1527, estando Carlos I en Valladolid, capital entonces del reino, con ocasión de las Cortes generales, dejando a un lado los asuntos políticos, se retiró al próximo convento franciscano de Abrojo para pasar allí la Semana Santa. Pronto se fijó en el talante espiritual y firme del padre guardián del convento, fray Juan de Zumárraga, un vizcaíno de 60 años, alto y enjuto, nacido en Durango en 1475. Al despedirse, el Emperador quiso hacerle una importante limosna, pero él la rehusó, y cuando fue obligado a recibirla, la entregó a los pobres.

Vuelto Carlos I a sus negocios políticos, ha de enfrentar los graves problemas de la Nueva España. Es entonces cuando se equivoca gravemente al elegir los hombres que iban a formar la primera Audiencia, y cuando en cambio acierta por completo al presentar a la Santa Sede el nombre del padre Zumárraga para obispo de la ciudad de México. Fray Juan se resiste al nombramiento cuanto puede, y sólo lo acepta por obediencia. Carlos I, además, recordando en su conciencia el Testamento de su abuela la reina Isabel, nombra también al padre Zumárraga Protector de los indios:

«Por la presente vos cometemos y encargamos y mandamos que tengáis mucho cuidado de mirar y visitar los dichos indios y hacer que sean bien tratados e industriados y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica por las personas que los tienen o tuvieren a cargo y veáis las leyes y ordenanzas e instrucciones y provisiones que se han hecho o hicieren cerca del buen tratamiento y conversión de los dichos indios, las cuales haréis guardar y cumplir como en ellas se contiene, con mucha diligencia y cuidado» (Cédula real 10-1-1528).

Graves conflictos en México

Acompañado de los oficiales reales de la primera Audiencia, viaja fray Juan de Zumárraga a México, donde llega a fines de 1528. Trece días después, mueren los oidores honrados, Parada y Maldonado, y quedan los indignos, Matienzo y Delgadillo. Estos, sin esperar en el puerto a su presidente, Nuño de Guzmán, se dirigen a la capital. Al mismo tiempo, Zumárraga se aloja en San Francisco de México. Allí se reúne con los indios principales, y por medio de fray Pedro de Gante, les promete defensa y protección, al mismo tiempo que les ruega se abstengan de hacerle ningún regalo o donativo.

Zumárraga, al llegar a México como obispo-electo, se resistió al principio a tomar la jurisdicción eclesiástica, pero la asumió por la insistencia de franciscanos y dominicos. Hasta entonces, en España, había llevado una vida más bien retirada, y en esos años apenas es mencionado en las Crónicas de la Orden. Ahora, cuando presenta los documentos que le autorizan como obispo-electo y Protector de los indios, y ve que Presidente y oidores, en pie y descubiertos, los besan y colocan solemnemente sobre sus cabezas, cree ingenuamente que tiene autoridad reconocida para intervenir en lo que sea preciso. Pero quizá no se imagina los choques violentísimos que le esperan con las autoridades civiles…

Carta del obispo Zumárraga al Emperador (1529)

De los sucesos inmediatos tenemos detallada y fiel información por la carta que en 1539 Zumárraga dirigió a Carlos I. En cuanto se supo que el obispo estaba pronto para deshacer injusticias y defender a los indios de «delitos tan endiablados como abominables», acudieron a él de todas partes, con grave alarma de la Audiencia, que prohibió al punto, tanto a españoles como a indios, estas visitas bajo pena de horca. Zumárraga denunció este nuevo atropello desde el púlpito, y los oidores le enviaren un escrito «desvergonzado e infame», mandándole callar y limitarse a los servicios estrictamente religiosos.

Un atropello más de la Audiencia fue gravar con nuevos impuestos a los indios de Huejotzingo, repartimiento de Cortés. Cuando éstos acudieron a Zumárraga, amenazados de muerte por hacerlo, hubieron de acogerse a sagrado, refugiándose en el convento franciscano. Decidieron los frailes, reunidos en el convento de Huejotzingo, que uno de ellos, concretamente fray Antonio Ortiz, predicador tan elocuente como valiente, denunciara en el púlpito de la iglesia de México aquel libelo infame. Y así lo estaba haciendo ante los mismo oidores, cuando Delgadillo le mandó callar a gritos, «y así el alguacil y otros de la parcialidad del factor, diciendo injurias y desmintiéndole, tomaron al fraile predicador de los brazos y hábitos, y derrocáronle del púlpito abajo, y fue cosa de muy grande escándalo y alboroto».

La Audiencia, bajo la presidencia del infame Nuño de Guzmán, seguía haciendo de las suyas. Y como censuraba o impedía toda la correspondencia de los que eran leales a Cortés, no veía Zumárraga modo de enviar cartas de denuncia al Emperador. Entonces, «un marinero vizcaíno se ofreció al santo obispo en secreto de llevarlas y darlas en su mano al Emperador. Y así lo cumplió que las llevó dentro de una boya muy bien breada y echada a la mar, hasta que la pudo sacar a su salvo» (Mendieta V, 27).

En la carta de 1529, que refleja el ánimo valiente de Zumárraga, pide al rey que quite el mando a Nuño, de cuyas fechorías le informa, y retire también a Matienzo y Delgadillo. Ruega que se les sujete a juicio de residencia, que se tomen medidas eficaces para la defensa de los indios, que se acabe con toda forma de «infernal saca» de esclavos, que se prohiba severamente a los españoles «tomaren a algún indio su mujer, hija o hermana o hacienda o mantenimiento o otra cosa alguna, o le llamare perro, o le diere de palos o cuchilladas o bofetadas, o le matare; porque acá tienen por cotidiano agraviar estos pobres indios haciéndoles robos y fuerzas, que les parece que no es delito». Acusa también al factor Salazar, y pide, en fin, para todo remedios eficaces y urgentes, «porque todo va dando tumbos al abismo».

Más escándalos y abusos

Cristóbal de Angulo, clérigo, y Francisco García de Llerena, criado de Cortés, por defender a éste en el juicio de residencia, hubieron de refugiarse luego en los franciscanos de México. En marzo de 1530, los oidores mandaron allanar el asilo, secuestraron a los dos, los encadenaron y atormentaron. Y cuando Zumárraga, acompañado del dominico Garcés, obispo de Puebla, «con algunos de sus clérigos y con una cruz cubierta de luto fue a la cárcel» a reclamarlos, hubo allí tremendas violencias físicas y verbales, que Mendieta refiere. «Al mismo obispo le tiraron un bote de lanza, que le pasó por debajo del sobaco» (V,27).

Zumárraga, entonces, puso en entredicho a los oidores, que no hicieron caso, ahorcaron a Angulo y cortaron un pie a Llerena. Con esto, se suspendieron los cultos, quedando la ciudad entera sujeta a la pena eclesiástica de entredicho.

La segunda Audiencia (1531)

Así fueron las cosas, del atropello al escándalo, hasta que en 1530 el Consejo de Indias estableció una segunda Audiencia compuesta por hombres excelentes: Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga, todos ellos presididos por don Antonio de Mendoza, que de momento, mientras llegaba, fue sustituido por el obispo de Santo Domingo Ramírez de Fuenleal.

De Mendoza escribe Vasconcelos: «Del hombre extraordinario que supo llevar adelante la obra de la conquista se puede decir como el más cumplido elogio, que era digno sucesor de las empresas y aun de los sueños de Don Hernando [Cortés]. La gran figura del Primer Virrey Don Antonio de Mendoza llena una época» (Breve historia de México 167).

Antes que los nuevos oidores, llegó Cortés de nuevo a México, en julio de 1530. Medio año después, en enero de 1531, llegaba a Nueva España la nueva Audiencia Real. Los oidores, siguiendo las instrucciones recibidas, se alojaron en las Casas de Cortés. En seguida abrieron proceso a Nuño de Guzmán, Matienzo y Delgadillo. Y fueron tantos los acusadores indios o españoles y tan graves los cargos que se presentaron contra ellos, cuenta Bernal Díaz del Castillo, «que estaban espantados el presidente y oidores que les tomaban residencia» (Historia 147). A Matienzo y Delgadillo los mandaron luego presos a España. Guzmán, ausente, no quiso presentarse en juicio ni entregar el mando de sus tropas, sino que se internó más adentro en Nueva Galicia.

Parece cierto que sin la enérgica rectificación obrada por la segunda Audiencia en estos años decisivos, toda la aventura de la Nueva España hubiera acabado en desastre irremediable, tanto en lo temporal como en lo espiritual. Motolinía asegura que si aquellos canallas de la primera Audiencia, que son «escoria y heces del mundo… no se tragaron ni acabaron los indios», fue gracias al «primer obispo de México don fray Juan de Zumárraga», y a los nobles hombres de la segunda Audiencia. Y por eso «bien son dignos de perpetua memoria los que tan buen remedio pusieron a esta tierra», pues desde que llegaron «les va a los indios de bien en mejor» (III,3, 320-321).

Humilde fraile y obispo enérgico

La tarea eclesial urgente en México era entonces realmente abrumadora. Zumárraga y Cortés se echaron a la calle, pidiendo por las casas limosnas para hacer la catedral. Todo estaba en la diócesis por hacer y por organizar. Y aquel obispo, que más parecía fraile que obispo, se entregó a la tarea como mejor supo y pudo. En el precioso retrato que fray Gerónimo de Mendieta nos dejó de Zumárraga, se ve a éste como un hombre sumamente humilde y observante, abnegado y pobre, incansablemente entregado a sus tareas espiscopales (V,28):

Fuera de la dignidad de las celebraciones litúrgicas, «tratábase como fraile menor», y solía ir solo por la calle, como un fraile más. Confirmaba «con tan grande espíritu y lágrimas, que movía a devoción a los que presentes se hallaban, y cuando lo ejercitaba no se acordaba de comer, ni jamás se cansaba, y no había otro remedio para acabar más de quitarle la mitra de la cabeza y ausentarse los padrinos, porque si esto no hacían, estuviera hasta las noches confirmando». Cuando se trasladaba para confirmar en un lugar, «iba casi solo con muy poca gente, por no dar vejación a los indios». «Era tan fraile de Santo Domingo y de S. Agustín en la afición, familiaridad y benevolencia, como de S. Francisco». «Su librería, que era mucha y buena, repartió, dejando parte de ella a la iglesia mayor y parte a los conventos de las tres órdenes». «Ayunaba los ayunos de la regla del padre S. Francisco como cuando estaba sujeto a la orden». «Los viernes iba al monasterio de S. Francisco y decía su culpa en el capítulo de los frailes, y recibía con extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí presidía». Los adornos de su persona o casa episcopal le daban grima: «Dícenme que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo»…

El obispo Zumárraga, aunque siempre recibió la función episcopal como una cruz pesada y no buscada, ejerció el ministerio pastoral con gran dedicación y energía. Y él, que aprendió de niño el vasco y el castellano en el convento, mostró hablar el romance con particular soltura y claridad a la hora de fustigar vicios o defender su función pastoral. Y la misma firmeza que mostró frente a los abusos de las autoridades civiles la demostró también ante los excesos de algunos sacerdotes indignos que llegaban a Nueva España con imprudente licencia del Consejo de Indias, o incluso ante el siniestro proselitismo idolátrico de algún jefe indio.

Sus palabras o acciones más duras iban siempre contra los que hacían mal o escandalizaban a los indios. De unos clérigos infames dice que más que buscar ídolos entre los indios, «se andaban ambos a dos de noche por ídolas». De otro sacerdote: «Me tiene espantado y atónito, sabiendo él lo que sabemos de sus iniquidades y maldades infernales, y ser tan públicas que aun el aire parece tienen inficionado… No se podrá acabar conmigo que un miembro del Anticristo como éste [ande] suelto entre mis ovejas simples… Por tan meritorio tengo perseguir a éste como a los herejes. Y de mi voto hasta degradarle y relajarle no pararía, y que los indios lo viesen ahorcado me consolaría harto… Para que vean esos señores [del Consejo de Indias] a quién dieron licencia para volver a las Indias». Y de otro: «Yo lo quemaría si me fuese lícito… A lo menos yo no permitiré tal lobo entre mis ovejas, aunque el Papa lo mande y supiese ir a sus pies» (+Bayle 232-233).

Y hasta con los indios, llegado el caso, mostraba Zumárraga su dureza en la defensa de la fe. Se dio concretamente el caso de que uno de los señores de Texcoco, Don Carlos, había hecho proselitismo idolátrico, y Zumárraga hubo de actuar como inquisidor, hallándole culpable. «Para más seguridad, llevó la causa al Virrey y Oidores», y todos juzgaron lo mismo. Don Carlos, llegado el momento de su ejecución, «dijo que él recibía de buena voluntad, en penitencia de sus pecados, la sentencia, y pidió licencia para hablar a sus naturales que se quitasen de sus idolatrías». Pasado un tiempo, llegaron a Zumárraga desaprobatorias Cédulas reales, que mandaban entregar los bienes confiscados a los herederos de Don Carlos: «Nos ha parecido cosa muy rigurosa tratar de tal manera a persona nuevamente convertida a nuestra santa fe, y que por ventura no estaba instruido en las cosas de ella como era menester»… Los males y peligros de las Indias se veían de un modo sobre el terreno, y de otro desde España. Y es cosa notable que en América, ante la idolatría y apostasía de los neófitos, «los obispos, pedían el rigor de la Inquisición», ellos que eran los que mejor conocían y amaban a los indios; «y en la Corte, el Rey y el Consejo de Indias lo negaron». Por eso «los indios quedaron exentos del tribunal de la Inquisición» (+Bayle 260-261). Y es que en ocasiones a distancia se ve mejor.

La energía del obispo Zumárraga, en los años terribles, le llevó a decir a veces verdaderas barbaridades contra aquellos gobernantes infames, y muchas denuncias de éstos llegaron a España. Por eso la segunda Audiencia le trajo una real Cédula, en la que se le mandaba, siendo todavía obispo electo, acudir a España para defenderse de las acusaciones. Pero, una vez que los oidores le conocieron en México, ellos mismos escribieron cartas a su favor: «tenémoslo por muy buena persona», «le tengo por muy buen hombre» (24-241).

En España fue vindicado su nombre plenamente, y en 1533 recibió la consagración episcopal en Valladolid. Durante un año entonces «anduvo por España pobre y penitentemente», gestionando asuntos en favor de México, especialmente en todo lo referido a la defensa de los indios. Escribió en ese tiempo una Pastoral o exhortación a los religiosos de las Ordenes mendicantes para que pasen a la Nueva España y ayuden a la conversión de los indios. Y regresó en octubre de 1534, trayendo tres navíos con muchos artesanos, de diversos oficios, con sus mujeres, hijos y herramientas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primer obispo de México: Fray Julián Garcés O. P. (1452-1542)

En octubre de 1527, en pleno desastre y turbulencia, llegó a la Nueva España el dominico fray Julián Garcés, como primer obispo de México. Hijo de familia noble, nació en 1452 en Munebrega, del reino de Aragón, y en la Orden de predicadores se había distinguido como filósofo y teólogo, biblista y predicador. Cuando en 1519 es nombrado obispo para la diócesis carolense -en honor de Carlos I-, de límites muy imprecisos, tiene 67 años. Esta diócesis imaginaria ve en 1525 concretada su sede en la ciudad de Tlaxcala, primer centro vital de la Iglesia en México. Allí se habían bautizado los cuatro señores tlaxcaltecas en 1520, teniendo como padrinos a Cortés y a sus capitanes Alvarado, Tapia, Sandoval y Olid.

El obispo Garcés, de paso a México en 1527, trata en la Española con hermanos suyos dominicos, como Montesinos y Las Casas, misioneros muy solícitos por la causa de los indios. Y al año siguiente conoce en la ciudad de México al franciscano fray Juan de Zumárraga, todavía obispo electo, aún no consagrado, de esta ciudad.

En 1527 inicia, pues, fray Julián Garcés su ministerio episcopal en la extensa diócesis de Tlaxcala a la edad, nada despreciable, de 75 años. Era muy estudioso, y se dice que de veinticuatro horas estudiaba doce, pero también era muy activo y excelente predicador. Funda el hospital de Perote, entre Veracruz y México, como albergue para viajeros, enfermos y pobres. Toda su renta la empleaba en limosnas y, como veremos, siempre apoyó al obispo Zumárraga, en las grandes luchas de éste. Murió Garcés piadosamente a fines de 1542, a los 90 años, y fue enterrado en la catedral de Puebla, a donde en 1539 había trasladado la sede tlaxcalteca.

Carta del obispo Garcés al Papa (1537)

Habiendo recibido fray Julián Garcés con la misma consagración episcopal el nombramiento de «Protector de los indios», entregó su vida, con una dedicación admirable, a evangelizarlos y defenderlos. De su fiel servicio episcopal es preciso destacar su Carta al Papa Pablo III, pues tuvo al parecer un influjo decisivo en la Bula Unigenitus Deus (2-6-1937), en la que se afirmaba la personalidad humana de los indios, y se condenaba su esclavización y mal trato, rechazando como falsos los motivos que se alegaban por entonces. Transcribimos de la carta citada algunos extractos:

«Los niños de los indios no son molestos con obstinación ni porfía a la fe católica, como lo son los moros y judíos, antes aprenden de tal manera las verdades de los cristianos que no sólamente salen con ellas, sino que las agotan y es tanta su facilidad, que parece que se las beben. Aprenden más presto que los niños españoles y con más contento los artículos de la fe, por su orden, y las demás oraciones de la doctrina cristiana, reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña… No son vocingleros, ni pendencieros; no porfiados, ni inquietos; no díscolos, ni soberbios; no injuriosos, ni rencillosos, sino agradables, bien enseñados y obedientísimos a sus maestros. Son afables y comedidos con sus compañeros, sin las quejas, murmuraciones, afrentas y los demás vicios que suelen tener los muchachos españoles. Según lo que aquella edad permite, son inclinadísimos a ser liberales. Tanto monta que lo que se les da, se dé a uno como a muchos; porque lo que uno recibe, se reparte luego entre todos.

«Son maravillosamente templados, no comedores ni bebedores, sino que parece que les es natural la modestia y compostura. Es contento verlos cuando andan, que van por su orden y concierto, y si les mandan sentar, se sientan, y si estar en pie, se están, y si arrodillar, se arrodillan…

«Tienen los ingenios sobremanera fáciles para que se les enseñe cualquier cosa. Si les mandan contar o leer o escribir, pintar, obrar en cualquiera arte mecánica o liberal, muestran luego grande claridad, presteza y facilidad de ingenios en aprender todos los principios, lo cual nace así del buen temple de la tierra y piadosas influencias del Cielo, como de su templada y simple comida, como muchas veces se me ha ofrecido considerando estas cosas.

«Cuando los recogen al monasterio para enseñarlos, no se quejan los que son ya grandecillos, ni ponen en disputa que sean tratados bien o mal, o castigados con demasiado rigor, o que los maestros los envíen tarde a sus casas, o que a los iguales se les encomienden desiguales oficios, o que a los desiguales, iguales. Nadie contradice, ni chista, ni se queja…

«Ya es tiempo de hablar contra los que han sentido mal de aquestos pobrecitos, y es bien confundir la vanísima opinión de los que los fingen incapaces y afirman que su incapacidad es ocasión bastante para excluirlos del gremio de la Iglesia. «Predicad el evangelio a toda criatura, dijo el Señor en el evangelio; el que creyere y fuere bautizado, será salvo». Llanamente hablaba de los hombres, y no de los brutos. No hizo excepción de gentes, ni excluyó naciones… A ningún hombre que con fe voluntaria pida el bautismo de la Iglesia, se le ha de cerrar la puerta, como lo enseña San Agustín, citando a San Cipriano.

«A nadie, pues, por amor de Dios, aparte desta obra la falsa doctrina de los que, instigados por sugestiones del demonio, afirman que estos indios son incapaces de nuestra religión. Esta voz realmente, que es de Satanás, afligido de que su culto y honra se destruye, y es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya codicia es tanta que, por poder hartar su sed, quieren porfiar que las criaturas racionales hechas a imagen de Dios son bestias y jumentos, no a otro fin de que los que las tienen a cargo, no tengan cuidado de librarlas de las rabiosas manos de su codicia, sino que se las dejen usar en su servicio, conforme a su antojo…

«Y por hablar más en particular del ingenio y natural destos hombres, los cuales ha diez años que veo y trato en su propia tierra, quiero decir lo que vi y oí… Son con justo título racionales, tienen enteros sentidos y cabeza. Sus niños hacen ventaja a los nuestros en el vigor de su espíritu, y en más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos.

«De sus antepasados he oído que fueron sobremanera crueles, con una bárbara fiereza que salía de términos de hombres, pues eran tan sanguinolentos y crudos que comían carnes humanas. Pero cuanto fueron más desaforados y crueles, tanto más acepto sacrificio se ofrece a Dios si se convierten bien y con veras… Trabajemos por ganar sus ánimas, por las cuales Cristo Nuestro Señor derramó su sangre.

«Oponémosles por objeción su barbarie e idolatría, como si hubieran sido mejores nuestros padres… ¿Quién duda sino que, andando años, han de ser muchos destos indios muy santos y resplandecientes en toda virtud?… Si España, tan llena de espinas y abrojos de errores antes de la predicación de los Apóstoles, dio después en lo temporal y espiritual tales frutos, cuales ninguno antes pudiera entender que estaban por venir, porque esta mudanza es de la diestra del Muy Alto, también se ha de conceder que, siendo la misma omnipotencia la de Dios, y el mismo auxilio, favor y gracia, la que concede a todos como Redentor, podrá ser que el pueblo de los indios venga a ser maravilloso en este Nuevo Mundo… Advertid, dice el Salmista, que desta manera será bendito el hombre que teme al Señor; y dice luego el cómo: «Viendo a los hijos de tus hijos (que son los hombres pobres del Nuevo Mundo) que con su fe y virtudes por ventura han de sobrepujar a aquéllos por cuyo ministerio fueron convertidos a la fe»…

«Ahora es tanta la felicidad de sus ingenios (hablo de los niños), que escriben en latín y en romance mejor que nuestros españoles. Confiesan todos sus pecados, no con menos claridad y verdad que los que nacieron de padres cristianos, y estoy por decir que con más ganas… Tienen simplicidad de palomas, y para sus confesiones, todo el año es cuaresma. Toman disciplinas ordinarias, con ser cosa que los muchachos rehusan, y las reciben de su voluntad… Y lo que nuestros españoles tienen por más dificultoso, pues aún no quieren obedecer a los prelados que les mandan dejar las mancebas, esto hacen los indios con tanta facilidad que parece milagro, dejando las muchas mujeres que tuvieron en su paganismo, y contentándose con una en el matrimonio. Con estar muy hechos a hurtar por particular inclinación que a ello tienen, no rehusan la restitución ni la dilatan. Edifican grandes iglesias, adórnalas con las armas reales; labran también los conventos de los frailes que los tienen a cargo, y las casas de las mujeres devotas que envió la Reina doña Isabel, dándoles a ellas con tanta buena voluntad sus hijos, como a los frailes sus hijos».

A los 85 años, este anciano obispo enamorado de sus indios diocesanos, cuenta aquí al Papa una serie de casos concretos admirables -aunque entre ellos, por cierto, no refiere la muerte de los niños mártires de Tlaxcala, que fue unos diez años anterior a esta carta-, y concluye diciendo: Para explicar tantas cosas admirables como aquí vemos, «no buscamos juicio humano, sino que nos maravillamos del divino, pues quiere Dios despertar en los principios de aquesta nueva gente, los milagros antiguos y prometer el fruto con que florecieron los santos que ha muchos años que nuestra Iglesia reverencia. Ayúdales a los indios su poca comida, y el pobre y poco vestido, y la humildad y obediencia que les es natural, con no haber en el mundo nación que tenga con tanta abundancia todas las cosas necesarias como ésta…

«Una cosa quisiera yo, Santísimo Padre, que tuviera Vuestra Santidad por persuadida, y es que desde que comenzó a resplandecer por el mundo la verdad evangélica, desde que se declaró nuestra felicidad, desde que fuimos adoptados por hijos de Dios en virtud de la gracia de Nuestro Redentor, y desde que el camino de la salud fue promulgado por los Apóstoles, nunca jamás (a lo que yo entiendo) ha habido en la Iglesia católica más trabajoso hilado, ni cosa de más advertencia, que el repartir los talentos entre estos indios… Vean todo en ese pecho apostólico, que ninguna cosa se asienta más agradable que querer Vuestra Santidad que todos sus fieles acudan y asisten y velen en este negocio tan grave, con toda su fuerza y conato, deseo, voz y voto… tanto más cuanto vemos en Europa que se ejercita más la crueldad de los turcos contra los nuestros. De aquí saquemos oro de las entrañas de la fe de los indios. Esta riqueza es la que habemos de enviar para socorro de nuestros soldados. Ganémosle más tierra en las Indias al demonio que la que él nos hurta con sus turcos en Europa… Dilátense los términos de vuestros fieles, buen Jesús, Rey Nuestro» (Xirau, Idea 87-101).

Éste fue el primer obispo de Puebla de los Angeles.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

9 cosas que debes saber sobre la Guerra Cristera

“La Guerra Cristera fue un conflicto armado en México que se prolongó desde 1926 hasta 1929. El Presidente Plutarco Elías Calles promulgó una legislación anticlerical, por la cual los católicos debieron levantarse en armas para defender su fe, siendo miles de ellos encarcelados y ejecutados. Se estima que fueron 250 mil personas las que perdieron la vida en esa guerra en ambos bandos…”

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Aciertos y desaciertos del gobierno de Hernán Cortés

Buen gobierno de Cortés (1521-1524)

En octubre de 1522 el Emperador nombró a Hernán Cortés gobernador y capitán general de la Nueva España. «En el corto período de tres años (1521-1524) sentó las bases de la organización social y política de la nueva nación; hizo levantar sobre los escombros de la ciudad destruida una más hermosa y magnífica; expidió ordenanzas que nos muestran su genio creador; mandó explorar en todas direcciones la inmensa extensión del país; trajo plantas e introdujo cultivos desconocidos; abrió el campo para la propaganda de la fe; conquistó el amor y el respeto de los naturales y evitó, hasta donde pudo, que éstos fuesen depredados por los vencedores, a quienes sin embargo no descontentó» (Trueba, Zumárraga 7).

Siete años terribles (1524-1530)

Pero en 1524 cometió Cortés un error gravísimo… Abandonó la Nueva España, cuyo orden político apenas se iba estableciendo, para ir a dar su merecido al capitán Cristóbal de Olid, quien enviado por él a explorar las Hibueras (Honduras) al frente de seis navíos, se había rebelado contra su autoridad. Y aún cometió otro error igualmente grave: en lugar de dejar en su lugar a alguno de sus fieles capitanes, confió el gobierno a funcionarios o licenciados como Alonso de Estrada, Rodrigo de Albornoz y Alonso Zuazo.

Y a estos errores todavía añadió otro. Cuando, estando ya de camino, los oficiales reales Salazar y Chirinos advirtieron a Cortés del desgobierno consecuente a su ausencia, fiándose de ellos, les dio autoridad de gobierno, con resultados aún peores. Éstos, vueltos a México, saquearon la casa de Cortés, atropellaron a las indias nobles que allí vivían, atormentaron primero y ahorcaron después a su administrador Rodrigo de Paz, cometieron toda clase de tropelías con los indios y los amigos de Cortés, corrieron la voz de que éste había muerto, y robaron todo cuanto pudieron… Al decir de fray Juan de Zumárraga, «se pararon bien gordos de dinero».

Regreso y destierro de Cortés

A comienzos de 1526, un criado de Cortés, disfrazado y a escondidas, regresó a México con cartas de su señor, y se fue al convento de San Francisco. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que, sabiendo vivo a Cortés y viendo sus cartas, «los frailes franciscanos, y entre ellos fray Toribio Motolinía y un fray Diego de Altamirano, daban todos saltos de placer y muchas gracias a Dios por ello» (cp.188). Pronto y bien mandado, «con ímpetu y alarido», el capitán Tapia prendió a Salazar y a Chirinos, y los metió en sendas jaulas de gruesas vigas, que según consta en los libros del cabildo de México, costaron 7 pesos.

Así las cosas, «estando la tierra en gran turbación -escribe Zumárraga-, que todo se quemaba, sucedió la venida de don Hernando», quien volvía agotado de su desastrosa expedición a Honduras. Fue un regreso realmente apoteósico que debió sanarle el corazón de su amargura. Los indios venían hasta de los lugares más lejanos a limpiar los caminos y adornarlos con flores.

Como dice Lucas Alamán, un clásico entre los historiadores de México, «los indios lo recibieron con no menor aplauso que si hubiera sido el mismo Moctezuma: no cabían por las calles, con muchas danzas, bailes y músicas, y en la noche hicieron hogueras y luminarias» (Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana, IV). Seis días pasó en San Francisco de México, retirado con los frailes, como le escribe al Emperador, «hasta dar cuenta a Dios de mis culpas».

Durante los dos años de su imprudente ausencia, los enemigos de Cortés habían hecho llegar a España toda suerte de calumnias. Y Carlos I decide sujetarlo a juicio de residencia, para lo cual envía a Luis Ponce de León, que muere en México en seguida, lo mismo que su sucesor Marcos de Aguilar, de tal modo que el encargado para juzgar a Cortés fue su viejo enemigo el tesorero Alonso de Estrada. Éste lo primero que hizo fue liberar a Salazar y Chirinos, y desterrar de la ciudad de México a Cortés, que se fue a Castilla a defender su honor y sus derechos.

Enterado el Emperador de los escándalos de la Nueva España decide que ésta fuera regida por una Audiencia Real, un cuerpo colegiado, y comete el gravísimo error de poner al frente de los oidores Parada, Maldonado, Matienzo y Delgadillo, a Nuño de Guzmán, un hombre que en esos años dio muestras inequívocas de ser un canalla. Junto a ellos nombra, como obispo de México y Protector de los indios -y aquí acierta plenamente-, a fray Juan de Zumárraga. Todos ellos llegan a México en agosto de 1528.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La muerte de un santo misionero agustino

El sermón de su despedida

En 1563 el padre Roa, estando de prior en Molango, y sintiéndose gravemente enfermo, convocó a los fieles de todos los pueblos vecinos que el había atendido durante años, para despedirse de ellos. Hacía entonces veinticinco años que estaba en la Nueva España, tenía 72 años, y sabía ya con seguridad que pronto le llamaría el Señor.

Cuando ya todos estuvieron reunidos, les hizo una larga prédica, en la que recordó todos los pasos principales de su vida misionera, y les explicó por última vez los artículos fundamentales de la fe cristiana. Ya al final, se acercó a una hoguera que habían encendido cerca, y entrando en las grandes llamaradas, desde allí estuvo exhortando a los fieles, sin quemarse, para que temieran las penas posibles del infierno…

El padre Grijalva comenta: «A mí me acobardara el escribir [estas cosas] si no hubieran sido tan públicas a los ojos de un mundo entero, notorias a todos, y recibidas de todos, sin que ninguno haya puesto duda, ni escrúpulo en ello».

Muchos otros milagros del padre Roa -apenas verificables, por supuesto, al paso de tantos años- quedaron igualmente escritos (Crónica II,22), cuando aún vivían muchos de los informantes y testigos. Y el padre Grijalva añade: «Si las cosas que he escrito [de los santos varones de la Orden] admiraren por muy grandes, demos las gracias a Dios que es poderoso para hacerlas en sujetos tan humildes, y procuremos imitarles fiados en un Dios tan bueno que es para todos, y tan rico que no se agota».

A morir a México

Quiso ir a morir en el convento agustino de México, para ser así enterrado en la Casa matriz de la Orden. Y ya de camino, sin quererlo, iba arrastrando multitud de indios, que llorando a gritos, le pedían su bendición, «afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no volverían a ver su rostro» (Hch 20,38).

En Metztitlán estaba de prior fray Juan de Sevilla, su íntimo amigo, que le acompañó el resto del camino. Llegado a México, se le impuso que no hiciera penitencia alguna y obedeciese en todo a los enfermeros, cosa que obedeció sin dificultad, aunque luego obtuvo licencia para continuar absteniéndose de comer carne. Fue enviado unos días al convento de los dominicos de Coyoacán, pueblo de buen clima y buenas aguas, donde los frailes predicadores le acogieron con gran afecto, y allí hizo confesión general. Pero agravándose su enfermedad, regresó a México.

Recibidos los sacramentos de confortación para la muerte, quedó tres día sin habla, agarrado al crucifijo que le había acompañado en todas sus correrías apostólicas, fijos los ojos en él, y muchas veces llorando. Una hora antes de morir, pudo hablar y dijo: «Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacratísimo cuerpo». Y añadió: «Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y con esto murió a 14 de setiembre [de 1563], día de la Exaltación de la Cruz» (II,23).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Gratitud hacia la Iglesia Católica en Bolivia

Quiero expresar desde este lugar mi agradecimiento a la Facultad de Teologìa “San Pablo” de Cochabamba, Bolivia, por invitarme a participar como ponente en el Simposio Teológico “Misericordiosos como el Padre,” celebrado hace breves días en ese lugar.

Y quiero poner a disposición de todos las reflexiones que allí pude ofrecer.

Un misionero orante y contemplativo

«[Fray Antonio de Roa, misionero agustino] era continuo en la oración y contemplación, y todo el tiempo que le sobraba gastaba en esto. De día le sobraba poco tiempo, porque lo gastaba todo en obras de caridad, enseñando, predicando y administrando los santos sacramentos a los indios. Pero las noches las pasaba todas en estos ejercicios. Estaba de rodillas siempre que rezaba o contemplaba, y ponía las rodillas a raíz del suelo, porque levantaba el hábito. El modo que tenía de meditar, según él mismo comunicó a fray Juan de la Cruz, era el que le enseñó su madre» (II,20), meditando cada día de la semana una frase del Padre nuestro.

El domingo, el día que culmina la primera creación y que inicia la nueva, se representaba al Padre celestial, de quien viene todo bien en el cielo y en la tierra: Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum.

El sábado, jurando fidelidad a Cristo, Rey del universo, suplicaba incesantemente: Adveniat Regnum tuum.

El viernes, uniéndose a la Pasión de Jesús, no se cansaba de repetir: Fiat voluntas tua. Como él decía, volvía hacia atrás el Padre nuestro justamente para que esta súplica fuera en el viernes.

El jueves meditaba en Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, alimentándolas amorosamente en la eucaristía con su propio cuerpo: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie.

El miércoles recordaba a aquel siervo del evangelio que «no tenía con qué pagar»… y «el señor, movido a compasión, le perdonó la deuda» (Mt 18,25.27), y oraba: Dimitte nobis debita nostra.

El martes examinaba su conciencia con especial cuidado, y reconociendo sus culpas y su debilidad ante los peligros, decía: et ne nos inducas in tentationem.

Y el lunes, pensando en el juicio final, se abandonaba a la misericordia de Dios diciendo: sed libera nos a malo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La Administración Obama identifica libertad religiosa con intolerancia

“La creciente influencia del laicismo y la implacable implantación de la dictadura de género, así como el compromiso de la Administración Obama con el negocio del aborto (el célebre “mandato abortista” que ha intentado acabar, por ejemplo, con la labor social de las Hermanitas de los Pobres) hacen sentir ya a todos los estadounidenses que uno de los principios sobre los que se estableció su nación puede desaparecer…”

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¿Por que la resistencia al Acuerdo de Paz con las FARC?

Fr. Nelson: ha sido muy notoria su postura crítica hacia e Acuerdo de Paz entre el gobierno colombiano y las FARC, hasta el punto de que uno no duda de la inclinación suya por el NO en el plebiscito del 2 de octubre próximo. ¿No cree usted en la necesidad del perdón y de la reconciliación, no sólo como colombiano sino como creyente y como sacerdote que ha predicado muchas veces sobre la misericordia? — EC.

* * *

El problema es más complejo que el cese de la guerra, que es la manera como todo esto se ha presentado ante los medios de comunicación. No hace mucho he publicado estas actualizaciones en mi Facebook:

Lo que pasa con mi idea de la #PazParaColombia es que yo no quiero que a los 250 mil muertos adultos les sigan millones de fetos asesinados.

En mi concepto, la #PazParaColombia pasa por fortalecer y no debilitar la familia; y por dar cimiento moral claro y no confuso a los niños.

Es deber de la Iglesia preguntar siempre: ¿quiénes se nos están olvidando? A menudo, la respuesta es: los no-nacidos. #PazParaColombia

¡Yo quiero que acabe la guerra con las FARC! Lo que no quiero es que empiece otra guerra contra el matrimonio o los niños. #PazParaColombia

Por otra parte, no se puede despreciar la dimensión de impunidad y de cinismo que todo este proceso lleva por dentro. Lo que yo esperaría, como cristiano y como colombiano es algo tan sencillo y elocuente como esto, en boca de las FARC: “Colombia, pedimos perdón por el daño causado, y en especial manifestamos nuestro arrepentimiento a las víctimas. Por ello:

1. Bajo veeduría internacional entregamos nuestras armas, que han sido herramientas de muerte.

2. Hoy mismo quedan libres de nuestras filas todos los menores de edad.

3. Bajo veeduría internacional, abrimos nuestra contabilidad para que se cree un fondo de reparación monetaria a quienes han perdido parientes, o necesitan tratamientos médicos o psicológicos.

4. Durante el tiempo que sea necesario nuestros excombatientes ayudarán en el largo proceso de eliminación de las minas antipersonales.

5. Obraremos junto al gobierno nacional para lograr con la mayor diligencia y prontitud posible, lo que nos corresponde en cuanto a restitución de tierras, sobre la base de la documentación que declara quiénes eran sus legítimos poseedores.

6. Colaboraremos con los servicios de inteligencia del Estado colombiano para impedir que los frentes rebeldes de las FARC, es decir, los que no se acojan a este Acuerdo, puedan realizar actividades ilícitas o contrarias a la paz que aquí se proclama.

7. Igualmente colaboraremos con el Estado para la efectiva desarticulación de las redes de narcotráfico de las que hicimos parte o que en cualquier sentido usamos o auspiciamos. También por esto pedimos perdón no sólo a nuestro país sino a los muchos miles de personas afectadas.

8. Dejamos el futuro de nuestros combatientes y de nuestros jefes en manos de un tribunal internacional de justicia transicional, con la seguridad de que el presente Acuerdo tiene un significado y un peso directo en la evaluación de nuestra responsabilidad ante la Historia.

9. De ninguna manera renunciamos a nuestros ideales de justicia social y transformación de Colombia en un país que responda a la magnitud de sus recursos y posibilidades. Por eso esocgemos servir al país por las vías del derecho, la protesta pacífica y la presencia política.

10. Entendemos que los procesos de reconciliación y de regeneración del tejido social requieren de tiempo; por eso también entendemos a quienes sienten desconfianza o conservan animosidad hacia nosotros. A estos les pedimos simplemente que, habiendo leído y entendido los 9 puntos anteriores, no prejuzguen nuestras intenciones sino que nos permitan ayudar a construir, junto a ellos y junto a todos, un país y una sociedad en paz.”

Ese fue el Acuerdo que no existió y porque no existió todos estamos perdiendo gravemente.

No olvidamos el 9/11

Este domingo 11 de septiembre, hace 15 años, sucedió uno de los más notorios atentados terroristas de los tiempos recientes: el ataque que derribó las Torres Gemelas. No sólo por el inmenso dolor y consternación que este hecho trajo a los Estados Unidos de América sino por las repercusiones globales que trajo, este atentado se ha convertido en un punto de referencia, una fecha obligada que establece un antes y después–para peor–en la manera en que vivimos y convivimos como especie humana sobre este planeta.

Mientras seguimos elevando nuestras oraciones al Señor para que siga sanando los dolores de esos y tantos otros ataques de terrorismo, entendemos que sólo tendremos un futuro mejor sobre la base de una fe sincera, humilde, cargada de amor y de buenas obras en favor de todos.

El «singularísimo camino» de penitencias del P. Roa, misionero agustino

Como hace notar Robert Ricard, en general fue muy grande la severidad penitencial de los primeros misioneros de México, pero aún así «se queda muy lejos de la austera vida ascética de fray Antonio de Roa: vio que los indios andaban descalzos, y él se quitó las sandalias para andar descalzo; vio que casi no tenían vestido y que dormían sobre el suelo, y él se vistió de ruda tela y se dio a dormir sobre una tabla; vio que comían raíces y pobrísimos alimentos, y él se privó del más leve gusto en el comer y en el beber. Por mucho tiempo no probó el vino, ni comió carne o pan. Identificado de este modo con sus pobres indios, logró conquistar sus corazones y convertirlos con rapidez» (Conquista 226).

En efecto, como señala Grijalva en varias ocasiones, el testimonio de fray Antonio conmovió profundamente a los indios: «Es tan admirable la vida del bendito fray Antonio de Roa, tan grandes sus penitencias, tantos sus merecimientos, que puso en espanto estas naciones y enterneció las mismas peñas, que regadas con su sangre se ablandaron, y conservan hasta hoy rastros de aquellas maravillas» (II,20)…

El padre Roa, quizá de andar siempre descalzo por los caminos, tenía una llaga crónica en un dedo del pie. Sin embargo, «nunca le vieron sentado, porque ni aun este pequeño descanso quiso dar a su cuerpo en veinte y cinco años que estuvo en esta tierra, y cuando algunas personas que hablaban con él no se querían sentar, él con mucho gusto y alegría les obligaba a que se sentasen, quedándose en pie» (II,20).

Pero sobre todas estas cosas, que eran penitencias hasta cierto punto normales en los misioneros más austeros, otras penitencias de fray Antonio eran realmente inauditas. Fray Juan de Grijalva entendió bien la intención que en ellas llevaba el padre Roa cuando escribe: «Conociendo este siervo de Dios la condición de los indios, que es la que siempre vemos en gente sencilla y vulgar, que se mueven más por el ejemplo que por la doctrina, y les admira lo que ven con los ojos más que con otra ninguna noticia, se resolvió a seguir un particularísimo camino, y a hacer demostración en su cuerpo de todo aquello que les predicaba» (II,20)

Tenía, por ejemplo, enseñados algunos indios de su mayor confianza, los que le acompañaban en sus misiones apostólicas, para que delante de los indios le atormentaran con las más crueles penitencias. Al salir del convento, habían de llevarle arrastrado con una soga al cuello, y cuando llegaban por el camino a una cruz, él la besaba de rodillas, con todo amor y reverencia, y «en haciendo esto, los indios le daban de bofetadas, y le escupían en el rostro, y le desnudaban el hábito, y le daban a dos manos cincuenta azotes, tan recios que le hacían reventar la sangre» (II,21). Y aquellos indios sencillos, ingenuos y compasivos, viendo la humillación y el sufrimiento de este «varón de dolores», se conmovían hasta las lágrimas. En seguida, predicando junto a la cruz, les exhortaba a la fe y a la conversión.

Así era como «aquellos bárbaros indígenas, que veían y escuchaban al padre Roa, pasmados de espanto y llenos de asombro, llegaban a entender los dos puntos más importantes de nuestra fe: la inocencia de Cristo y la gravedad de nuestras culpas, la satisfacción de Cristo y la que nosotros debemos hacer» (López Beltrán 89).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Juan de Grijalva, biógrafo de misioneros agustinos

Fray Juan de Grijalva (1580-1638)

Hasta aquí la historia del padre Roa viene a ser relativamente normal. Pero los capítulos de su vida en los que entramos ahora son en muchos aspectos tan increíbles, que se nos hace necesario presentar primero a quien fue su biógrafo, para argumentar así su credibilidad.

El mexicano agustino fray Juan de Grijalva, nacido en Colima en 1580, fue para la historia de su Orden lo que Dávila Padilla para los dominicos, o lo que Motolinía y Mendieta fueron para los franciscanos. Personalidad muy distinguida entre los agustinos de la Nueva España, fue prior en Puebla y en México, profesor y rector del Colegio de San Pablo, Definidor, confesor del Virrey y, lo que más nos importa, fue también nombrado Cronista de su provincia agustiniana.

De todos los conventos, en efecto, le fue entregada documentación histórica de primera mano, y basándose siempre en datos orales o escritos ciertos -él mismo dice que recibió «muy copiosas relaciones, pero no todas fueron dignas de la historia»-, en 1622 terminó de escribir su Crónica de la Orden de N. P. San Agustín en las Provincias de la Nueva España. En cuatro edades, desde el año de 1533 hasta el de 1592. Autor de otros muchos escritos y gran predicador, murió en México en 1638, a los 58 años de edad.

Antes de publicarse obra histórica tan importante como la Crónica, fue aprobada en 1623 por el Arzobispo de México, y en ese mismo año un Capítulo que reunió a los nueve padres del Definitorio agustiniano, autorizó la obra declarando que era «la verdad de la historia». Finalmente, tras revisión y elogio de un censor dominico, recibió en 1624 licencia de publicación de la Real Audiencia de México.

Por lo demás, el padre Grijalva, después de haber hecho crónica de muchas figuras ilustres de la Orden, dice: «ésta que queda escrita del bienaventurado padre fray Antonio de Roa es la más bien probada, porque como sus principales acciones fueron tan públicas, era un mundo entero el que las atestiguaba, y no eran sólamente indios, sino también españoles» (II,23).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.