Las manos de Jesús

Las manos de Jesús bendecían, partían el pan, incluso lo multiplicaba. ¿Alguna vez has pensado en las manos de Jesús?

Cierro los ojos y pienso en las manos de Jesús: Fuertes y vigorosas, de carpintero. Y, al mismo tiempo, tiernas, como cuando acariciaba a un niño o limpiaba una lágrima de las mejillas de la Virgen. Manos que extendían, respetuosas, los rollos de las Escrituras en la Sinagoga. Dedos que enfatizaban sus palabras o escribían sobre la arena.

Las manos de Jesús bendecían, partían el pan, incluso lo multiplicaba. Eran manos que curaban y hasta resucitaban. Podían expresar enojo con los mercaderes en el templo y ternura con los enfermos que llegaban a Él.

Las manos de Jesús enseñaban, expresaban, amaban. Con ellas difundía su misericordia y amor. Eran manos que entregaban incesantemente. Manos orantes, cuando Él subía al monte a conversar con su Padre en la madrugada.

Es hermoso meditar en las manos de Jesús e impresionarse con ellas. Pero ¡Cómo duele pensar en ellas crispadas, heridas, perforadas! Manos en cruz y de cruz, rotas por sostener el peso del Nazareno. Manos inertes cubiertas de sangre y bañadas con los besos y lágrimas de su madre abrazándolo muerto. Manos cruzando el pecho, muertas, envueltas por un sudario en la tumba apagada e impasible de José de Arimatea.

Es fácil removerse ante las manos dolorosas de Jesús, pero ¿por qué no podemos ver con tanta claridad sus manos gloriosas? Tal vez porque nos es más familiar el dolor. Sin embargo pienso en el momento en el que Jesús venció a la muerte, cuando resucitó. ¡Qué instante! El sepulcro imprevistamente iluminado, como una explosión, y todos los ángeles venidos del cielo para ser testigos del momento anunciado desde siempre. Y las manos de Jesús, con una vida como nunca antes habían tenido, apartando el sudario. Manos con llagas, pero ¡qué hermosas y resplandecientes, y cuánto amor rebosando en las heridas! Manos vivas, que volverían a bendecir, cortar y repartir el pan y que, tal vez, harían una seña de “hasta pronto” a los apóstoles en la ascensión de Jesús al cielo.

¿En qué sentido nos juzga la palabra de Cristo?

Hermano: ¿Por qué Jesús dice, “El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el último día,” si la Palabra que El ha pronunciado, es El mismo? – S.M.

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En la Biblia, en general, y en el Evangelio de Juan, en particular, los términos no tienen equivalencias únicas, fijas o inamovibles. Observemos por ejemplo que en el capítulo 10 de San Juan el Señor nos dice que Él es la puerta por la que enran las ovejas, y luego dice que él es el buen pastor de las mismas ovejas. Cada imagen es como una ventana que nos permite saber, y también admirar, algo del misterio de Cristo, pero ninguna comparación logra capturar todo lo que él es.

Una de esas comparaciones, absolutamente sublime y propia de Juan, es decir que Cristo mismo es el “Logos,” la “Palabra.” Esa comparación es preciosa cuando pensamos en quién es Cristo en relación con el Padre y con nosotros: Dios, dándonos a su Hijo, nos ha “contado” quién es Él mismo: se ha revelado en plenitud. Pero esa misma comparación no funciona de modo tan perfecto cuando miramos a Cristo desde otro ángulo; por ejemplo, ¿qué diremos de los discursos de Jesús? ¿Diremos que son las palabras de la Palabra? Evidentemente el lenguaje se enfrenta con limitaciones mayores cuando intentamos extender ciertas comparaciones más allá de ciertas fronteras. Así sucede con otras imágenes. Si decimos que Cristo es Cordero, lo cual es cierto, y que Cristo es pastor, lo cual también es cierto, entonces ¿nosotros qué venimos siendo: los corderos del Cordero? Una lección útil entonces es que cada imagen toca verla como en sí misma y dentro de sus propias condiciones y contexto.

Cuando Cristo dice que su palabra nos va a juzgar, esa expresión no conviene componerla con ninguna otra ni sacarla de su contexto. Parece que debemos entenderla de este modo: la veracidad y claridad de la predicación de Cristo no deja espacio a las mentiras y disculpas con que solemos justificar nuestras acciones. Y por ello, rechazar a Cristo es un acto absurdo que no tendrá justificación ni explicación en el último día.