Murió después de consumir ayahuasca (yajé) en un ritual

“Hamilton Falar, de 53 años, murió en un centro espiritual en Balsa Nova, en la región metropolitana de Curitiba (Brasil), en la madrugada del pasado 11 de junio, después de tomar “té de Santo Daime”, según informa Giselle Ulbrich en RIC Mais. Es el nombre que dan algunos grupos a la ayahuasca, sustancia alucinógena a la que dan un sentido espiritual. La policía investiga si el hombre murió por intoxicación con la infusión, o si tuvo algún problema de salud casualmente después de consumir el té alucinógeno…”

Haz clic aquí!

Memoria del genocidio indígena en el Brasil

Más luchas y sufrimientos

A finales del XVII disminuyó en el sur la actividad de los bandeirantes, y los jesuitas españoles plantaron siete reducciones, que resultaron muy florecientes, al oriente del río Uruguay, en sus afluentes Icamaguá e Ijuí. Pero tampoco éstas pudieron vivir en paz, pues al norte de esa zona, en Mato Grosso, Goiás y Minas Gerais, el descubrimiento del oro provocó una avalancha de mineros que, en su empuje ambicioso, destruyeron muchas aldeas indias, y secuestraron buen número de indios para los trabajos mineros.

Tribus indias como los carijó, los goiá o los cayapó, sufrieron graves mermas a mediados del XVIII. Los payaguá, en la primera mitad del siglo, lucharon durante decenios, con suerte cambiante. También los guaicurúes, expertos jinetes, se mostraron muy fuertes guerreros frente a los portugueses. En los campos auríferos de Cuiabá muchos bororo huyeron, y no pocos pareci fueron apresados. En torno al 1700, varias otras etnias indígenas, como los paiacú, los tremembé de la costa atlántica, los corso, nómadas de la zona de Marañón, los vidal y axemi del Parnaíba, fueron agredidas o aniquiladas, distinguiéndose por su crueldad el paulista Manoel Alvares de Morais Navarro y Antonio da Cunha Souto-Maior. Éste fue muerto en una gran insurrección de los indios, en 1712, que conducida por Mandu Ladino, un indio criado en las misiones, se generalizó durante siete años en Marañón, Piauí y Ceará. En 1719 Mandú fue muerto y sus tapuya fueron exterminados.

El extremo noroeste del Brasil, la región del río Solimôes, quedó descuidado mucho tiempo, tanto de españoles como de portugueses. En 1689 un jesuita español, Samuel Fritz, misionaba a los yurimagua, el la desembocadura del Purús, pero fue retenido por los portugueses durante tres años en Belém, y más tarde fue expulsado. Otro jesuita español fue expulsado de la zona del actual Iquitos en 1709.

En estas circunstancias, los portugueses fundaron una misión en Tabatinga, en la misma frontera con Perú y Colombia. De todos modos, para la mitad del XVIII, los indios omagua y yurimagua, los tora y los mura del río Madeira, los manaos del río Negro, y en general la mayor parte de los indios de la región amazónica, estaban ya diezmados, dispersados o completamente aniquilados.

El Tratado de Madrid y Pombal (1750)

Durante los años del rey José I (1750-77) y de su primer ministro, el ilustrado marqués de Pombal, masón acérrimo, se produjeron cambios notables en la historia que estamos recordando. En primer lugar, España cedió a Portugal dos tercios del Brasil en el Tratado de Madrid, de 1750, por el que se reconocía la validez de las ocupaciones portuguesas. Por otra parte, el medio hermano de Pombal, Francisco Xavier de Mendonça Furtado, gobernador de Marañón-Pará (1751-59), no veía con buenos ojos que tantos indios brasileños fueran inmediatamente gobernados por los misioneros.

En efecto, 12.000 indios vivían en 63 misiones de la Amazonia, al cuidado de diversas órdenes. Los mercedarios tenían 60.000 en la isla de Marajó; los jesuitas, en 19 misiones, cerca de 30.000; y los carmelitas unos 9.000… Más aún; siete reducciones de los jesuitas españoles habían quedado al este de la nueva frontera trazada en 1750, y se resistían a abandonar aquellas tierras.

Pues bien, estas siete reducciones fueron arrasadas por un ejército hispanoluso en 1756 -unos 1.400 indios fueron muertos en esa guerra-. Y en cuanto a los demás poblados misionales, dos leyes promovidas por el marqués de Pombal, en 1755, pretendieron cambiar radicalmente la situación de los indios, liberándolos del yugo, a su juicio aplastante, de los misioneros. Portugal declaraba así, por escrito, es decir, en un papel, que los indios del Brasil eran ciudadanos libres, dueños de sus territorios, capaces de autogobierno y de comerciar directamente con los blancos, y que sus aldeias, rebautizadas con nombres portugueses, debían ser en adelante poblaciones seculares normales, en las que los misioneros no tuvieran más función que la estrictamente espiritual.

Ninguna parte de todo esto se cumplió, pues Pombal y su medio hermano, alegando la pereza e incapacidad general de los indios, en 1757, establecieron un Diretório de Indios, que ponía un director blanco al frente de cada poblado indígena, encargado de impulsar la promoción social… y de asegurar el trabajo obligatorio de los indios en las «obras públicas».

Aunque nadie que estuviera en su sano juicio esperaba que el pretendido humanitarismo secular de estos directores iba a ser más benéfico que la caridad de los misioneros, el Diretório se puso en práctica. Y la secularización de los poblados misionales recibió otro golpe muy grave cuando en 1759, también en nombre de la Ilustración y del Progreso, fueron expulsados del Brasil los jesuitas.

En cuanto a los indios, que en 1500 eran 2.431.000, en el censo de 1819, según informa Maria Luiza Marcílio (AV, Hª América Latina 40-60), cuando Brasil tenía algo más de tres millones y medio de habitantes, eran 800.000.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Qué prácticas religiosas había antiguamente en la región del Río de la Plata?

Religión

Uno de los primeros jesuítas que llegó a esta zona, Alonso de Barzana, en 1594 escribía con optimismo acerca de los guaraníes: «Es toda esta nación muy inclinada a religión, verdadera o falsa… Conocen toda la inmortalidad del alma y temen mucho las anguerá, que son las almas salidas de los cuerpos, y dicen que andan espantando y haciendo mal. Tienen grandísimo amor y obediencia a los Padres, si los ven de buen ejemplo» (Hemming, en AA, Hª América Latina 193).

Antes de llegar los misioneros, la vida religiosa de la mayor parte de estos pueblos solía estar dirigida estrictamente por los chamanes, brujos generalmente muy temidos y respetados, que procuraban mediante ritos supersticiosos la relación con el mundo invisible, y que después dieron a veces guerra muy dura a los misioneros.

Es de señalar que «ciertas coincidencias míticas y mesiánicas, que los jesuitas habían venido a encontrar entre la religión cristiana y la de los guaraníes, iban a facilitar la conquista espiritual» (Roa Bastos, Tentación 25). En efecto, tenían los guaraníes cierta idea de un Padre primordial, Ñamandú, creador de todo y origen de la palabra, esa palabra que tuvo siempre profetas fascinantes. Y perduró siglos entre ellos la esperanza mesiánica de una Tierra sin males, hacia la cual se produjeron migraciones desastrosas de «diez mil tupinamba, de 1540 a 1549, hasta el Perú, donde llegaron sólamente trescientos; y la que condujo, entre 1820 y 1912, a tres tribus guaraní del Paraná superior hasta la costa del Atlántico» (Krickeberg, Etnología… 195).

De todos modos, los datos que poseemos hoy nos llevan a estimar como muy precaria la religiosidad de estas poblaciones de la región del Plata. Por eso mismo eran en general estos indios extremadamente supersticiosos. Entre los guaraníes, «las supersticiones de los magos se fundan en adivinaciones por los cantos de las aves, chupando al enfermo las partes lesas, y sacando él de la boca cosas que lleva ocultas, mostrando que él con su virtud le ha sacado aquello que le causaba la dolencia, como una espina de pescado, un carbón o cosa semejante» (Ruiz de Montoya: +Tentación 73).

Los indios chiquitos, por ejemplo, «en materia de religión son brutales totalmente, y se diferencian de los otros bárbaros, pues no hay nación por inculta y bárbara que sea que no adore alguna deidad; pero éstos no dan culto a cosa ninguna visible ni invisible, ni aun al demonio, aunque le temen. Bien es verdad que cree son las almas inmortales», como se ve por sus ritos funerarios. «No tienen, pues, ni adoran otro dios que a su vientre [Rm 16,18; Flp 3,19], ni entienden en otra cosa que en pasar buena vida, la mejor que pueden».

Sin embargo, «son muy supersticiosos en inquirir los sucesos futuros por creer firmemente que todas las cosas suceden bien o mal, según las buenas o malas impresiones que influyen las estrellas», y si los pronósticos de los agüeros son infaustos, «tiemblan y se ponen pálidos como si se les cayese el cielo encima o les hubiese de tragar la tierra; y esto sólo basta para que abandonen su nativo suelo y que se embosquen en las selvas y montes, apartándose los padres de los hijos, las mujeres de los maridos, y los parientes y amigos, unos de otros con tal división como si nunca entre ellos hubiese habido ninguna unión de sangre, de patria o de afectos» (Juan Patricio Fernández: +Tentación 80).

A pesar de todo lo dicho, fue opinión generalizada entre los misioneros la buena disposición que estos pueblos ofrecían para recibir el Evangelio liberador de Jesucristo. Después de referir un cúmulo de datos verdaderamente deprimentes, solían siempre terminar sus cartas e informes con la profesión de muy altas esperanzas:

Beato Roque González: «Por lo demás son estos indios de buena disposición y fácilmente se les puede dirigir por buen camino. Las funciones sagradas son su gran afición… Con todo creo que en ninguna parte de la Compañía hubo mayor entusiasmo, mejor voluntad y más empeño» (+Tentación 70). Nicolás de Toict: «A pesar de las muchas necedades que van expuestas y de tal barbarie [de los guaraníes], no hay en América nación alguna que tenga aptitud tan grande para instruirse en la fe cristiana, y aun aprender las artes mecánicas y llegar a cierto grado de cultura» (+76). Juan Patricio Fernández: «Con todo eso y el no conocer ni venerar [los eyiguayeguis] deidad alguna ni hacer estima del demonio, era muy buena disposición para introducir en ellos el conocimiento del verdadero Dios», pues «estaban como una materia prima indiferente y capaz de cualquier forma», a causa de la misma precaridad extrema de sus religiosidad pagana (+82).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Guerras en la región del Río de la Plata, antes de los europeos

Guerras

En aquellas regiones, un jefe de los indios cheneses, le contaba a Cabeza de Vaca «que en su tierra los de su generación tienen un solo principal que los manda a todos, y de todos es obedecido, y que hay muchos pueblos de muchas gentes de los de su generación, que tienen guerra con los indios que se llaman chimeneos y con otras generaciones de indios que se llaman carcaraes; y que otras muchas gentes hay en la tierra, que tienen grandes pueblos, que se llaman gorgotoquíes y payzuñoes y estaropecocies y candirees, que tienen sus principales, y todos tienen guerra unos con otros, y pelean con arcos y flechas…Y todas las generaciones tienen guerras unos con otros, y los indios contratan [intercambian] arcos y flechas y mantas y otras cosas por arcos y flechas, y por mujeres que les dan por ellos» (Comentarios cp.56).

Como en otros pueblos de las Indias, no pocas guerras procedían del deseo de comer carne humana. Así, por ejemplo, cuenta Ocaña: «Hay otra nación que se llama guaicuros y guatataes. Sirven sólamente cuando hay guerras de ayudar a los españoles, y esto sin que los llamen, sino ellos se convidan por sólo el vicio que tienen de matar y comer a los que matan, sin perdonar a ninguno; y de continuo están de noche apartados, que no se juntan con los españoles; y los demás indios los temen mucho, porque son crueles y no dan vida a ninguno de los que vienen a sus manos, mientras dura el pelear» (A través cp.24).

Este estado de guerra habitual, frecuente en pueblos muy primitivos, explica que cada generación solía vivir muy cerrada en su propio territorio, hasta el punto que muchas veces, a preguntas de los exploradores y misioneros españoles, manifestaban ignorar qué había al otro lado de los montes, o quiénes vivían allí. En este sentido, es indudable que a partir de 1492, como dije al principio, se produjo tanto para los europeos como para los indígenas de las Indias el descubrimiento de América.

Matrimonio y familia

La degradación moral de los pueblos paganos, pasados o presentes, suele tener en la violencia y el sexo sus exponentes más espectaculares, y los indígenas del Plata no eran, por supuesto, una excepción. Nicolás de Toict dice de los guaraníes que «en cuanto al matrimonio gozan de completa libertad: cada cual toma en concepto de esposas o concubinas cuantas mujeres puede conseguir y mantener. Los caciques se juzgan con derecho a las más distinguidas doncellas del pueblo, a las que ceden con frecuencia a sus huéspedes o clientes. Es tan grande su lascivia que abusan en ocasiones de sus mismas nueras. Para ninguno es afrentoso repudiar a sus mujeres o ser repudiado por éstas» (+Tentación 73).

Entre los indios chiquitos, según información de Juan Patricio Fernández, no es del todo insoportable «el venderse los unos a los otros: el padre a la hija, el marido a la mujer, el hermano a la hermana; y esto por codicia de solo un cuchillo o un hacha, o de otra cosa de poca monta, aunque los compradores sean sus mortales enemigos, que haya de hacer de ellos lo que su odio, pasión o enemistad les dictare» (+82). «A la muerte del marido -refiere Ruiz de Montoya, tratando de los guaraníes- las mujeres se arrojan de estado y medio de alto, dando gritos, y a veces suelen morir de estos golpes o quedar lisiadas» (+72)

En la crónica de Ocaña leemos que «hay otras naciones tan bestiales en sus costumbres que, por curiosidad, no se pueden dejar de decir, aunque de suyo no son honestas, por ser costumbres entre ellos muy usadas y en muchas partes y tierras. Una es, que se llaman los charrúas, que cuando cautivan a algunos españoles los llevan a sus casas; y estos indios son muy feroces y valientes, y pelean con unas bolas atadas en unas cuerdas de nervios de guanacos y de avestruz… A estos españoles que llevan presos a sus casas, como los tienen por gente que les resiste, los tratan bien y no los matan, antes les dan sus hijas para que duerman con ellos, y todas las que ellos quieren, porque queden preñadas y tengan casta de gente valiente; y cuando algún español no quiere admitir a las indias que le dan, por no morir en aquel pecado mortal sin confesión, les escupen a la cara y los tienen por gente vil y les hacen trabajar en las pescas y cazas» (cp.24).

«Hay otras naciones de chanaes y quirandíes, que tiene por costumbre venirse a ver unos con otros y pasan en canoas de una parte a otra del río; y los de la otra parte, cuando los ven venir, los salen a recibir y los llevan a sus casas, y les dan de comer o cenar. Y al tiempo de dormir se va el dueño de la casa fuera, y le entrega la misma mujer suya o alguna hija o hermana con las cuales duerme el huesped todos los días que allí está; y el otro no vuelve a su casa hasta que se va el huésped, ni a dormir ni a comer, sino que queda el huésped señor de toda la casa. Y lo mismo hacen los del otro pueblo cuando estotros van a verlos, y les pagan en la misma moneda el hospedaje» (cp.24).

Y aún «hay otra costumbre entre esta misma gente, más bestial: y es, que cuando algún cacique o algún indio principal y valiente, que ellos llaman capitanes, cuando quiere casar alguna hija con otro indio principal, da aviso por todos aquellos pueblos cómo la hija de tal cacique se quiere casar, que para tal luna acudan allá; y a ella la ponen en una casa hecha de esteras, con indias que la sirven, y no sale de allí; y mientras vienen los indios de los pueblos de alrededor, los padres cogen mucho pescado y caza, y hacen mucha chicha de maíz para celebrar la boda y darles de comer. Y el estar la hija en aquella casa de esteras es para que cuantos indios vienen de los pueblos gocen de ella como de una mujer pública de las mancebías de España, la cual admite a todos y no ha de desechar a ninguno, y los ha de recibir una vez a cada uno, y todos le van ofreciendo de lo que llevan, que son: unos, pellejos de nutrias y otros arcos y flechas y sartas de cascabeles, que son unas conchillas del río, y otros llautos de lana colorada, que son como listones [cintas] para la cabeza. Y dura el estar allí todo el tiempo que es menester, para que cada uno llegue a ella una vez. Y estas tales hijas de caciques no se casan sino ya grandes, de 20 años para arriba; y el último de todos que entra es el que está concertado para ser marido, el cual no la conoce antes ni le consienten que llegue a ella hasta entonces; y aquello que los otros indios le han dado recoge todo para él, que es el ajuar que le dan con la señora. Y con esto queda muy honrado y rico, que tal sea su salud como es su costumbre» (cp.24).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Crueldades de los antiguos moradores del Río de la Plata

Crueldades

En una ocasión Cabeza de Vaca entró en contacto con los indios payaguaes, de cuyo jefe cuenta: «Este principal, aunque es pescador y señor de esta cautiva gente (porque todos son pescadores), es muy grave y su gente le teme y le tienen en mucho; y si alguno de los suyos le enoja en algo, toma un arco y le da dos o tres flechazos, y muerto, envía a llamar a su mujer (si la tiene) y dale una cuenta, y con esto le quita el enojo de la muerte. Si no tiene cuenta, dale dos plumas; y cuando este principal ha de escupir, el que más cerca de él se halla pone las manos juntas, en que escupe» (cp.49).

Las fiestas con borracheras orgiásticas son frecuentes y causan a veces terribles violencias, incluso entre amigos. Los calchaquíes, por ejemplo, al ser iniciados en los ritos supersticiosos, «se ensayan con frecuentes borracheras, y en ellas se ponen tan foroces y lúbricos cual es de esperar de hombres dados a la continua embriaguez. Apenas se calientan con el vino, se acometen unos a otros en venganza de las pasadas injurias y se disparan saetas a la cabeza; en tales combates es indecoroso huir el golpe o apartarlo con la mano, y honroso recibir heridas, derramar sangre y quedar con cicatrices en la cara» (Nicolás de Toict: +Tentación 76).

El padre Florian Paucke, a mediados del XVIII, cuando llevaba veintitrés años de misionero, todavía da cuenta de costumbres indígenas terribles, como cuando refiere que hay madres que «dan muerte no sólo a niños con defectos, sino también a criaturas totalmente sanas»:

Sucede esto, por ejemplo, si estando un niño recién nacido, el padre ha de ausentarse: entonces «el indio ordena a su mujer que mate a la criatura, orden que la madre lleva a cabo con diligencia, desnucando sin demora al recién nacido. El motivo es evitar que durante el viaje el niño sea un carga debido a su griterío y a los cuidados necesarios. Con todo, si la criatura logra sobrevivir hasta ser capaz de sonreír un poco a la madre, o posee algún rasgo que resulte del agrado del padre y de la madre, éstos se apiadan y le perdonan la vida; a un niño chillón, sin embargo, no tardan en retorcerle el pescuezo». También sucede que «cuando el marido sospecha que la criatura no es suya, ordena a la mujer que le dé muerte; ella, con tal de disipar toda duda, se presta gustosamente a estrangular al niño ante la mirada del padre». Y «en tercer lugar, cuando un hombre tiene ya demasiados hijos de una mujer, ordena a ésta que mate a todos los que nazcan… En cierta ocasión, sentí la curiosidad de saber cuántas de esas madres desnaturalizadas había en nuestra comunidad, y se me respondió que tantas como mujeres, y que algunas de ellas ya habían muerto a dos, a tres o incluso a más criaturas» (+Tentación 93-94).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Antecedentes culturales de la región del Río de la Plata

Un mundo primitivo

Desnudos en general, nómadas o agrupados en poblados de barro y paja, sujetos a terribles miedos supersticiosos, con inclinación a la pereza y a la imprevisión, a la violencia y al desorden, las poblaciones del Plata ofrecían unos rasgos socialmente primitivos y psicológicamente infantiles.

«Viven los eyiguayegis muy contentos en su innata pereza -refiere Sánchez Labrador-… Causa admiración verlos esclavos de la inacción». Sin embargo, despiertan de su letargo ante la aparición de lo nuevo: «La curiosidad de estos indios es extremada. Todo lo miran y todo lo preguntan». Cuando algo les causa admiración, «prorrumpen los hombres en esta expresión auú, y al mismo tiempo que se ponen la mano extendida en la boca, danse golpecitos como los niños cuando se alegran… El prisma les sacaba de tino, cuando veían teñidos de variedad de colores los árboles y los objetos».

Y más aún la piedra imán. No llegaba indio de fuera que «luego no nos viniese a pedir que le enseñásemos la piedra que vivía y comía hierro. Era preciso darles gusto». Fanfarrones como niños, «cuando nos hablaban, todos eran capitanes, descendientes de tales, y de una alcurnia la más sobresaliente». Ingratos, también en esto como los niños: «Creen que todo favor les es debido. Despedirles sin satisfacer sus antojos pueriles es motivo para que todo se eche en olvido y para que su ingrata condición se desfogue en este mote: acami aquilegi: tú eres mezquino y nada liberal. Cada día se nos ofrecen casos en este asunto» (+Tentaciones 83-84).

Antropofagia

En 1540, Alvar Núñez Cabeza de Vaca es nombrado Gobernador del Río de la Plata, y en sus Comentarios da muchas referencias de aquella región: «Esta generación de los guaraníes es una gente que come carne humana de otras generaciones [pueblos] que tienen por enemigos, cuando tienen guerra unos con otros; y si los cautivan en las guerras, tráenlos a sus pueblos, y con ellos hacen grandes placeres y regocijos, bailando y cantando; lo cual dura hasta que el cautivo está gordo, porque luego que lo cautivan lo ponen a engordar y le dan todo cuanto quiere comer, y a sus mismas mujeres e hijas para que haya con ellas sus placeres, y de engordallo no toma ninguno el cargo y cuidado, sino las propias mujeres de los indios, las más principales de ellas; las cuales lo acuestan consigo y lo componen de muchas maneras, como es su costumbre, y le ponen mucha plumería y cuentas blancas que hacen los indios de hueso y de piedra blanca, que son entre ellos muy estimadas».

«Y en estando gordo, son los placeres, bailes y cantos muy mayores, y juntos los indios, componen y aderezan tres muchachos de edad de seis años hasta siete, y danles en las manos unas hachetas de cobre, y un indio, el que es tenido por más valiente entre ellos, toma una espada de palo en las manos, que la llaman los indios macana; y sácanlo [al cautivo] en una plaza, y allí le hacen bailar una hora, y desque ha bailado, llega [el de la macana] y le da en los lomos con ambas manos un golpe, y otro en las espinillas para derribarle, y acontece, de seis golpes que le dan en la cabeza, no poderlo derribar, y es cosa muy de maravillar el gran testor [grosor] que tienen en la cabeza, porque la espada de palo con que les dan es de un palo muy recio y pesado, negro, y con ambas manos un hombre de fuerza basta a derribar un toro de un golpe, y al tal cautivo no lo derriban sino de muchos, y en fin al cabo, lo derriban, y luego los niños llegan con sus hachetas, y primero el mayor de ellos o el hijo del principal y danle con ellas en la cabeza tantos golpes, hasta que le hacen saltar la sangre, y estándoles dando, los indios les dicen a voces que sean valientes y se ensañen, y tengan ánimo para matar a sus enemigos y para andar en las guerras, y que se acuerden que aquél ha muerto de los suyos, que se venguen de él; y luego como es muerto, el que la da el primer golpe toma el nombre del muerto y de allí adelante se nombra del nombre del que así mataron, en señal que es valiente, y luego las viejas lo despedazan y cuecen en sus ollas y reparten entre sí, y lo comen, y tiénenlo por cosa muy buena comer de él, y de allí adelante tornar a sus bailes y placeres, los cuales duran por otros muchos días, diciendo que ya es muerto por sus manos su enemigo, que mató a sus parientes, que ahora descansarán y tomarán por ello placer» (Comentarios cp.16; el padre Ruiz de Montoya cuenta lo mismo un siglo después, Tentación… 71).

Diego de Ocaña, monje español de Guadalupe, que a fines del XVI anduvo por tierras del Plata, conoció a los indios guaraníes o chiriguanes, que «tienen a todos los demás indios por esclavos, y éstos son de más razón y más belicosos» (A través 24). «Son unos indios de guerra, los cuales la traen con otros indios que están en los Llanos. Y de todos cuantos cogen de los otros se sirven de ellos [como esclavos] y se comen muchos de ellos. Son indios fuertes y casi tan valientes como los de Chile».

A veces salen de paz a tratar con los españoles, y entonces «suelen traer de los indios que ellos tienen para comer o para su servicio; y los dan a trueco de algunos vestidos y de platos de plata, los cuales [indios esclavos] los españoles compran para servirse ellos en sus sementeras. Y esto es lícito porque si no se los compran, se los comen» (cp.29). La esclavitud justificada por la antropofagia.

El mismo Ocaña habla también de «otra nación que se llama calchaquíes. Son muy valientes. Estos comen carne humana todas las veces que la alcanzan y son muy caribes. Y los muertos no los entierran, sino se los comen; y no solamente los que matan en la guerra, sino sus mismos hijos cuando mueren, diciendo que lo que ellos parieron no se tienen de enterrar sino que ha de volver a sus vientres» (cp.24).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La esclavitud de indios en América

La esclavitud de indios en América

En los primeros años de la conquista de América, «los españoles legitimaban la esclavitud del mismo modo que lo hacían los indígenas. En el caso español se trataba de una institución practicada por todos los europeos y los musulmanes entre sí y con los africanos, y desde luego representaba un derecho de guerra reconocido universalmente y que sólo la Corona interrumpió con los indios americanos cuando dispuso prohibirla» (Esteva Fabregat, La Corona española y el indio americano 175-176).

Hernán Cortés, por ejemplo, cuando se disponía a conquistar la región de Tepeaca, después de la Noche Triste, le escribía a Carlos I con toda naturalidad: «Hice ciertos esclavos, de que se dio el quinto a los oficiales reales»… De ellos se ayudaban los conquistadores como guías, porteadores y constructores, y a veces incluso como fieles guerreros aliados. El problema moral de conciencia por entonces -como en los tiempos de San Pablo- no se planteaba, en modo alguno, sobre el tener esclavos, sino sobre el trato bueno o malo que a los esclavos se daba.

Así las cosas, «si los indios coincidían con los combatientes españoles en cuanto a considerar legítimo el derecho a tener esclavos a los que les hacían la guerra, la Iglesia y la Corona tuvieron que empeñarse no sólo en una lucha ideológica con los diversos grupos y culturas indígenas, sino que también se vieron obligados a convencer a sus propios españoles acerca de que el indio debía ser una excepción en lo que atañe a esclavitudes y servidumbres. Ambos, indios y españoles, tuvieron que ser reeducados en función de la confluencia de una nueva ética: la que se fundaba en el cristianismo y en la igualdad de trato entre cristianos» (Esteva 167).

En este sentido, «lo que aprendieron [los indios] de los españoles fue precisamente el protestar contra la esclavitud y el tener derecho a ejercer legalmente acciones contra los esclavistas» (168). Y éste, como veremos, fue ante todo mérito de la Iglesia y de la Corona.

Como es natural, el empeño por cambiar la mentalidad de indios y españoles sobre la esclavitud de los naturales de las Indias hubo de prolongarse durante varios decenios, pero se comenzó desde el principio. En efecto, los Reyes Católicos iniciaron el antiesclavismo de los indios cuando Colón, al regreso de su segundo viaje (1496), trajo a España como esclavos 300 indios de La Española, y le obligaron a regresarlos de inmediato, y como hombres libres.

Alertados así sobre el problema, los Reyes dieron en 1501 rigurosas instrucciones al comendador Nicolás de Ovando, en las que insistían en que los indios fuesen tratados no como esclavos, sino como hombres libres, vasallos de la Corona. Recordaremos aquí brevemente las acciones principales de la Iglesia y la Corona para la liberación de los indios.

Por parte de la Iglesia, el combate contra la esclavización de los indios vino exigida tanto por misioneros como por teólogos y juristas. La licitud de la esclavitud, según hemos visto, estaba por entonces íntimamente relacionada con la cuestión gravísima de la guerra justa, y ésta con el problema de los títulos lícitos de conquista, como ya vimos brevemente más arriba (53-56). Pero, en referencia directa a la esclavitud de los indios, hemos de recordar, por ejemplo, el sermón de Montesinos (1511), la enseñanza del catedrático salmantino Matías de Paz (1513), la carta de fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, al virrey Mendoza; la carta de los franciscanos de México al Rey, firmada por Jacobo de Tastera, Motolinía, Andrés de Olmos y otros; las intervenciones de Las Casas; las tesis de la Escuela de Salamanca, encabezada en esta cuestión por Diego de Covarrubias y Leyva, contra Sepúlveda, apoyadas por Soto, Cano, Mercado, Mancio, Guevara, Alonso de Veracruz (+Pereña 95-104); y poco más tarde las irrefutables argumentaciones del jesuita José de Acosta, apoyadas en buena medida en Covarrubias.

Por parte del Estado, recordaremos primero las numerosas y tempranas intervenciones antiesclavistas de altos funcionarios reales, algunas de las cuales ya hemos referido más arriba (45-47). Núñez de Balboa, por ejemplo, en 1513, escribe al Rey desde el Darién, quejándose del mal trato que Nicuesa y Hojeda dan a los indios, «que les parece ser señores de la tierra», y que una vez que se hacen con los indios «los tienen por esclavos» (Céspedes, Textos 53-54). En 1525, a los cuatro años de la conquista de México, don Rodrigo de Albornoz, contador de la Nueva España, escribe también al Rey, denunciando que con la costumbre de hacer esclavos «se hace mucho estrago en la tierra y se perderá la gente de ella y los que pudieran venir a la fe y dominio de V. M., si no lo mandare remediar luego y que en ninguna manera se haga sin mucha causa, porque es gran cargo de conciencia» (+Castañeda 65-66). Unos diez años más tarde, don Vasco de Quiroga, oidor real en México, refuta uno tras otro con gran fuerza persuasiva todos los posibles supuestos legítimos de esclavización de los indios, en aquella Información en derecho de la que ya dimos noticia (208-209). «Naturalmente, estos autores no intentan negar el derecho de cautiverio, fruto de la guerra, sino conseguir una excepción con los indios americanos» (Castañeda 66; +68-88, 125-136).

La Corona hispana, atendiendo estas voces, prohibe desde el principio la esclavización de los indios en reiteradas Cédulas y Leyes reales (1523, 1526, 1528, 1530, 1534, Leyes Nuevas 1542, 1543, 1548, 1550, 1553, 1556, 1568, etc.), o la autoriza sólamente en casos extremos, acerca de indios que causan estragos o se alzan traicionando paces -caribes, araucanos, chiriguanos-. En 1530, por ejemplo, en la Instrucción de la Segunda Audiencia de México, el Rey prohibe la esclavitud en absoluto, proceda ésta de guerra, «aunque sea justa y mandada hacer por Nos», o de rescates (+Castañeda 59-60).

Pero también llegaban al Rey informaciones y solicitudes favorables a la esclavitud de los indios, formuladas no sólo por conquistadores y encomenderos, sino también por religiosos dominicos y franciscanos, que, al menos en algunos lugares especialmente bárbaros, «aconsejaron la servidumbre de los indios», contra la primera idea de los Reyes Católicos (López de Gómara, Historia gral. I,290).

Pedro Mártir de Anglería, en una carta de 1525 al arzobispo de Cosenza, refiere: «El derecho natural y el canónico mandan que todo el linaje humano sea libre; mas el derecho romano admite una distinción, y el uso contrario ha quedado establecido. Una larga experiencia, en efecto, ha demostrado la necesidad de que sean esclavos, y no libres, aquellos que por naturaleza son propensos a vicios abominables y que faltos de guías y tutores vuelven a sus errores impúdicos. Hemos llamado a nuestro Consejo de Indias a los bicolores frailes Dominicos y a los descalzos Franciscanos, que han residido largo tiempo en aquellos países, y les hemos preguntado su madura opinión sobre este extremo. Todos, de acuerdo, convinieron en que no había nada más peligroso que dejarlos en libertad» (+Cortés 38).

Los españoles de Indias aducían contra la prohibición de la esclavitud «varias razones, y al parecer, de peso: que los hombres de armas, no viendo provecho en conservar la vida de sus prisioneros, los matarían; que siendo el sistema de hueste el usual de la conquista, y siendo los esclavos parte fundamental y a veces única del botín, nadie querría embarcarse en nuevas guerras contra los indios; que si impedían los rescates se cerraban las posibilidades de que muchos indios conocieran el cristianismo y abandonaran la idolatría; que los indios, viendo que sus rebeliones no podían ser castigadas con el cautiverio, se estaban volviendo ya de hecho incontrolables» (Castañeda 60). Todas estas presiones teóricas y prácticas explican que la Corona española, a los comienzos, quebrase en algún momento su continua legislación antiesclavista, como cuando en 1534 autoriza de nuevo el Rey, bajo estrictas condiciones, la esclavitud de guerra o de rescate.

Pero inmediatamente vienen las reacciones antiesclavistas, y entre ellas quizá la más fuerte la del oficial real don Vasco de Quiroga: «Diré lo que siento, con el acatamiento que debo, que la nueva provisión revocatoria de aquella santa y bendita primera [1530] que, a mi ver por gracia e inspiración del Espíritu Santo, tan justa y católicamente se había dado y proveído, allá y acá pregonado y guardado sin querella de nadie, que yo acá sepa»… (+Castañeda 118). Las Leyes Nuevas de 1542, y las que siguen a la gran disputa académica de 1550 entre Las Casas y Ginés de Sepúlveda, reafirmaron definitivamente la tradición antiesclavista de la Iglesia y la Corona. Así en 1553 ordena el Rey «universalmente la libertad de todos los indios, de cualquier calidad que sean», y encarga a los Fiscales proceder en esto con energía, «de forma que ningún indio ni india deje de conseguir y conservar su libertad».

Por lo demás, «la persecución de que se hizo objeto a quienes practicaban la esclavitud de los indios se fue generalizando a medida que se acentuaba el papel de la Iglesia en Indias, y a medida también que la Corona española aumentaba sus controles funcionarios sobre los españoles» (Esteva 184). Esta persecución comenzó muy pronto, y no eximió tampoco a los poderosos, como vimos ya en el caso de Colón, o podemos verlo en el de Hernán Cortés, que en el juicio de residencia de 1548, fue acusado de tener trabajando en sus tierras indios esclavos de guerra o rescate, a los que se dio libertad.

1492, 1550… En aquel dramático encuentro de indios y españoles, es evidente que los indios, mucho más primitivos y subdesarrollados, en un marco de vida moderna absolutamente nuevo para ellos, vinieron a ser el proletariado de la nueva sociedad que se fue desarrollando, con todo los sufrimientos que tal condición social implicaba entonces -no mayor, probablemente, a los que, por ejemplo, se daban en el XIX durante la revolución industrial entre los mismos ingleses, o a los que en el XX se experimentan en los suburbios y lugares más deprimidos de América-.

La esclavitud, en las Indias hispanas, desde el comienzo, cedió el paso a la encomienda, con el repartimiento de indios, y ésta institución no tardó mucho en verse sustituída por el régimen de las reducciones en pueblos. En todo caso, es preciso reconocer que, ya desde 1500, al abolir la esclavitud de los indios, «la Corona española se adelantaba varios siglos a la abolición de la esclavitud en el mundo» (Pereña, Carta Magna de los Indios 106).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Lenguas indígenas en lo que hoy son Colombia y Venezuela

Carlos E. Mesa, al estudiar La enseñanza del catecismo en el Nuevo Reino de Granada (299-334), consigna algo tan obvio como impresionante: «América es un continente bautizado… El hecho está ahí y supone un esfuerzo enorme, casi milagroso» (299). En efecto, supone ante todo un esfuerzo enorme, casi milagroso, de catequización. Y en esta formidable tarea el medio primero era, por supuesto, el aprendizaje de las lenguas, innumerables entre los indios de Nueva Granada.

Todavía en 1555, en las ordenanzas de Cartagena de Indias para la doctrina de los indios, se disponía que la doctrina fuese enseñada «en la lengua vulgar castellana» (309). Pero sin tardar mucho, también en esta región de la América hispana, los misioneros supieron enfrentar el desafío, aparentemente insuperable, de la multiplicidad de las lenguas indígenas.

En cuanto podían, procuraban sacar vocabularios de las diversas lenguas, y componer o traducir en ellas un catecismo. Así, con un empeño admirable, fueron ganando para el Evangelio -y para la lingüística de todos los tiempos- las principales lenguas de los pueblos de la zona: entre otras el mosca (dominico Bernardo de Lugo, natural de Santa Fe, 1619), el chibcha (los jesuitas Dadey, Coluccini, Pedro Pinto y Francisco Varáiz), el achagua (los jesuitas Juan Rivero y Alonso de Neira), el zeona (Joaquín de San Joaquín, en 1600), el páez (el presbítero Eugenio de Castillo y Orozco, en 1775), el betoyés (el jesuita José de Gumilla), el sarura (el jesuita Francisco del Olmo), y el sáliva (agustinos Recoletos o Candelarios, en 1790) (302-303).

Por lo que se refiere a Venezuela, antes de 1670 el padre Nájera, capuchino, había impreso un Catecismo y Doctrina en la lengua de «los indios chaimas o coras de la provincia de Cumaná, y en la de los negros de Arda», que no se conserva. Y el también capuchino Francisco de Tauste compuso un Arte y vocabulario de la lengua de los indios chaimas, cumanagotos, cores, parias y otros diversos de la Provincia de Cumaná o Nueva Andalucía, con un tratado a lo último de la Doctrina cristiana y Catecismo de los misterios de nuestra santa fe, impreso en Madrid en 1680.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Antropofagia entre los chibchas

Era en cambio ciertamente común entre los chibchas la costumbre de comer carne humana, sobre todo la de los enemigos vencidos en la guerra. En 1537, Cieza de León conoció cerca de Antioquia al gran cacique Nutibara, y pudo ver que «junto a su aposento, y lo mismo en todas las casas de sus capitanes, tenían puestas muchas cabezas de sus enemigos, que ya habían comido, las cuales tenían allí como en señal de triunfo. Todos los naturales de esta región comen carne humana, y no se perdonan en este caso; porque en tomándose unos a otros (como no sean naturales de un propio pueblo), se comen» (Crónica del Perú cp.11).

En esta región gustaban especialmente de la tierna carne de los niños, y por eso «oí decir que los señores o caciques de estos valles buscaban de las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían, las cuales traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias; y si se empreñaban de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que habían doce o trece años, y de esta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que era su sustancia y carne propia; y desta manera tenían mujeres para solamente engrendrar hijos en ellas para después comer» (cp.12). Esta misma afición por la carne de niños se daba en los indios armas, cerca de Antioquía (cp.19).

Parece, sin embargo, que la antropofagia se practicaba sobre todo con los prisioneros de guerra, y que era costumbre, una vez comidos, disecarlos. Al poniente de Cali pudo Cieza ver un museo de hombres disecados: «Estaban puestos por orden muchos cuerpos de hombres muertos de los que habían vencido y preso en las guerras, todos abiertos; y abríanlos con cuchillos de pedernal y los desollaban, y después de haber comido la carne, henchían los cueros de ceniza y hacíanles rostros de cera con sus propias cabezas, poníanlos de tal manera que parescían hombres vivos. En las manos a unos les ponían dardos y a otros lanzas y a otros macanas. Sin estos cuerpos, había mucha cantidad de manos y pies colgados en el bohío o casa grande. De lo cual ellos se gloriaban y lo tenían por gran valentía, diciendo que de sus padres y mayores lo aprendieron» (cp.28; +cp.19). De los indios gorrones, de la región de Cali, cuenta Cieza también que abundaban en sus casas trofeos humanos disecados, y añade: «Y si yo no hubiera visto lo que escribo y supiera que en España hay tantos que lo saben y lo vieron muchas veces, cierto no contara que estos hombres hacían tan grandes carnecerías de otros hombres sólo para comer; y así, sabemos que estos gorrones son grandes carniceros de comer carne humana» (cp.26).

Según informaba Alejandro Humboldt, citando la carta de unos religiosos, todavía a comienzos del XIX duraba esta miseria en algunas regiones de evangelización más tardía: «Dicen nuestros Indios del Río Caura [afluente del Orinoco, en la actual Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana -escriben los padres-; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco; quieren comer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre» (Essai Politique 323: +Madariaga, Auge y ocaso 385).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Sacrificios humanos entre los chibchas

«Los chibchas -escribe Carlos Mesa- practicaron los sacrificios humanos. En un templo dedicado al Sol en los Llanos orientales le inmolaban mojas o niños cuidados con esmero. Vendidos a los caciques a muy alto precio, los niños desempeñaban en los adoratorios los sagrados oficios y cantaban las divinas alabanzas y al llegar a la pubertad eran sacrificados por los jeques solemnemente. “Llegados al puesto del sacrificio -según describe Simón- con algunas ceremonias tendían al muchacho sobre una manta rica en el suelo y allí untaban algunas peñas en que daban los primeros rayos del sol. El cuerpo del difunto unas veces lo tenían en una cueva o sepultura, y otros lo dejaban sin sepultura en la cumbre, porque lo comiera el sol y se desenojara. De esta costumbre vino el arrojarle sus niños desde el cerro los indios de Gachetá a los españoles cuando iban entrando en estas tierras, por entender eran hijos del sol”…

«En Gachetá, ante un gran ídolo, inmolaban cada semana un niño inocente y en Ramiriquí, en una cueva, se hacían ritos semejantes. En las guerras aprisionaban niños de las naciones enemigas y sacrificados, los exponían en las cumbres de los cerros para que el sol los devorara. Cuando los caciques erigían mansiones nuevas, en cada uno de los hoyos excavados para los estantillos de las casas arrojaban una niña porque su sangre daría consistencia a la nueva habitación y auguraba felicidad a los moradores. Sacrificaban también, con frecuencia, esclavos sobre altos palos y los atormentaban con flechazos dirigidos al pecho y al rostro. Cuando moría algún cacique sepultaban con él sus mujeres y los esclavos predilectos. Inmolaban igualmente papagayos y guacamayos. En homenaje al sol quemaban oro y esmeraldas. Y los sacrificios eran precedidos del ayuno» (123-124).

El obispo Pedrahita precisa que si antes del sacrificio «la ventura del moxa ha sido tocar a mujer, luego es libre de aquel sacrificio, porque dicen que su sangre ya no vale para aplacar los pecados» (129).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.