Guerras en la región del Río de la Plata, antes de los europeos

Guerras

En aquellas regiones, un jefe de los indios cheneses, le contaba a Cabeza de Vaca «que en su tierra los de su generación tienen un solo principal que los manda a todos, y de todos es obedecido, y que hay muchos pueblos de muchas gentes de los de su generación, que tienen guerra con los indios que se llaman chimeneos y con otras generaciones de indios que se llaman carcaraes; y que otras muchas gentes hay en la tierra, que tienen grandes pueblos, que se llaman gorgotoquíes y payzuñoes y estaropecocies y candirees, que tienen sus principales, y todos tienen guerra unos con otros, y pelean con arcos y flechas…Y todas las generaciones tienen guerras unos con otros, y los indios contratan [intercambian] arcos y flechas y mantas y otras cosas por arcos y flechas, y por mujeres que les dan por ellos» (Comentarios cp.56).

Como en otros pueblos de las Indias, no pocas guerras procedían del deseo de comer carne humana. Así, por ejemplo, cuenta Ocaña: «Hay otra nación que se llama guaicuros y guatataes. Sirven sólamente cuando hay guerras de ayudar a los españoles, y esto sin que los llamen, sino ellos se convidan por sólo el vicio que tienen de matar y comer a los que matan, sin perdonar a ninguno; y de continuo están de noche apartados, que no se juntan con los españoles; y los demás indios los temen mucho, porque son crueles y no dan vida a ninguno de los que vienen a sus manos, mientras dura el pelear» (A través cp.24).

Este estado de guerra habitual, frecuente en pueblos muy primitivos, explica que cada generación solía vivir muy cerrada en su propio territorio, hasta el punto que muchas veces, a preguntas de los exploradores y misioneros españoles, manifestaban ignorar qué había al otro lado de los montes, o quiénes vivían allí. En este sentido, es indudable que a partir de 1492, como dije al principio, se produjo tanto para los europeos como para los indígenas de las Indias el descubrimiento de América.

Matrimonio y familia

La degradación moral de los pueblos paganos, pasados o presentes, suele tener en la violencia y el sexo sus exponentes más espectaculares, y los indígenas del Plata no eran, por supuesto, una excepción. Nicolás de Toict dice de los guaraníes que «en cuanto al matrimonio gozan de completa libertad: cada cual toma en concepto de esposas o concubinas cuantas mujeres puede conseguir y mantener. Los caciques se juzgan con derecho a las más distinguidas doncellas del pueblo, a las que ceden con frecuencia a sus huéspedes o clientes. Es tan grande su lascivia que abusan en ocasiones de sus mismas nueras. Para ninguno es afrentoso repudiar a sus mujeres o ser repudiado por éstas» (+Tentación 73).

Entre los indios chiquitos, según información de Juan Patricio Fernández, no es del todo insoportable «el venderse los unos a los otros: el padre a la hija, el marido a la mujer, el hermano a la hermana; y esto por codicia de solo un cuchillo o un hacha, o de otra cosa de poca monta, aunque los compradores sean sus mortales enemigos, que haya de hacer de ellos lo que su odio, pasión o enemistad les dictare» (+82). «A la muerte del marido -refiere Ruiz de Montoya, tratando de los guaraníes- las mujeres se arrojan de estado y medio de alto, dando gritos, y a veces suelen morir de estos golpes o quedar lisiadas» (+72)

En la crónica de Ocaña leemos que «hay otras naciones tan bestiales en sus costumbres que, por curiosidad, no se pueden dejar de decir, aunque de suyo no son honestas, por ser costumbres entre ellos muy usadas y en muchas partes y tierras. Una es, que se llaman los charrúas, que cuando cautivan a algunos españoles los llevan a sus casas; y estos indios son muy feroces y valientes, y pelean con unas bolas atadas en unas cuerdas de nervios de guanacos y de avestruz… A estos españoles que llevan presos a sus casas, como los tienen por gente que les resiste, los tratan bien y no los matan, antes les dan sus hijas para que duerman con ellos, y todas las que ellos quieren, porque queden preñadas y tengan casta de gente valiente; y cuando algún español no quiere admitir a las indias que le dan, por no morir en aquel pecado mortal sin confesión, les escupen a la cara y los tienen por gente vil y les hacen trabajar en las pescas y cazas» (cp.24).

«Hay otras naciones de chanaes y quirandíes, que tiene por costumbre venirse a ver unos con otros y pasan en canoas de una parte a otra del río; y los de la otra parte, cuando los ven venir, los salen a recibir y los llevan a sus casas, y les dan de comer o cenar. Y al tiempo de dormir se va el dueño de la casa fuera, y le entrega la misma mujer suya o alguna hija o hermana con las cuales duerme el huesped todos los días que allí está; y el otro no vuelve a su casa hasta que se va el huésped, ni a dormir ni a comer, sino que queda el huésped señor de toda la casa. Y lo mismo hacen los del otro pueblo cuando estotros van a verlos, y les pagan en la misma moneda el hospedaje» (cp.24).

Y aún «hay otra costumbre entre esta misma gente, más bestial: y es, que cuando algún cacique o algún indio principal y valiente, que ellos llaman capitanes, cuando quiere casar alguna hija con otro indio principal, da aviso por todos aquellos pueblos cómo la hija de tal cacique se quiere casar, que para tal luna acudan allá; y a ella la ponen en una casa hecha de esteras, con indias que la sirven, y no sale de allí; y mientras vienen los indios de los pueblos de alrededor, los padres cogen mucho pescado y caza, y hacen mucha chicha de maíz para celebrar la boda y darles de comer. Y el estar la hija en aquella casa de esteras es para que cuantos indios vienen de los pueblos gocen de ella como de una mujer pública de las mancebías de España, la cual admite a todos y no ha de desechar a ninguno, y los ha de recibir una vez a cada uno, y todos le van ofreciendo de lo que llevan, que son: unos, pellejos de nutrias y otros arcos y flechas y sartas de cascabeles, que son unas conchillas del río, y otros llautos de lana colorada, que son como listones [cintas] para la cabeza. Y dura el estar allí todo el tiempo que es menester, para que cada uno llegue a ella una vez. Y estas tales hijas de caciques no se casan sino ya grandes, de 20 años para arriba; y el último de todos que entra es el que está concertado para ser marido, el cual no la conoce antes ni le consienten que llegue a ella hasta entonces; y aquello que los otros indios le han dado recoge todo para él, que es el ajuar que le dan con la señora. Y con esto queda muy honrado y rico, que tal sea su salud como es su costumbre» (cp.24).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.