El gozo de la Cruz en la misión: Historias de la Iglesia Católica en Norteamérica

El gozo de la Cruz en la misión

Los misioneros jesuitas, en 1637, eran ya 23 padres y 6 hermanos coadjutores, y su celo apostólico fue tan grande que les llevó incluso a dilatar los límites conocidos de la Nueva Francia. Así, por ejemplo, el padre Marquette, llegó en su impulso evangelizador a descubrir y explorar el Mississippi. Sin descuidar los centros importantes de colonización, como Quebec, Trois-Riviéres y Montreal, los jesuitas se dedicaron especialmente a la evangelización de los indios, y entre ellos los micmacs, los algonquinos, y especialmente los hurones e iroqueses.

La alegría inmensa que viven estos misioneros no se produce a pesar de la enorme cruz que han de padecer entre nieves y soledades, persecuciones y peligros, sino precisamente a causa de ella. Lo entenderemos mejor con la ayuda de una carta escrita en 1635 por un misionero anónimo, y hoy transcrita en la revista Reino de Cristo (X-1991, 21-22):

«Éste es un clima donde se aprende perfectamente a no buscar otra cosa más que a Dios, a no desear más que a Dios sólo, a poner la intención puramente en Dios, a no esperar y a no apoyarse más que en su divina y paternal providencia. Éste es un tesoro riquísimo que no podemos apreciar bastante.

«Vivir en la Nueva Francia es en verdad vivir en brazos de Dios, no respirar más aire que el de su acción divina. No puede uno imaginar la dulzura de ese aire más que cuando de hecho lo respira.

«El gozo que se siente cuando se bautiza a un salvaje que muere poco después del bautismo y vuela derecho al cielo como un ángel, es un gozo que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar…

«En mi vida no había yo entendido bien en Francia lo que era desconfiar totalmente de sí mismo y confiar sólo en Dios -digo sólo, sin mezca de alguna criatura-.

«Mi consuelo entre los hurones es que me confieso todos los días, y luego digo la Misa como si tuviera que recibir el viático y morir ese día; no creo que se pueda vivir mejor, ni con más satisfacción y valentía, e incluso méritos, que viviendo en un sitio donde se piensa que uno puede morir todos los días…

«Nos llamó mucho la atención [al llegar] y nos alegró mucho el ver que en nuestras pequeñas cabañas se guardaba la disciplina religiosa tan exactamente como en los grandes colegios de Francia… La experiencia nos hace ver que los de la Compañía que vengan a la Nueva Francia tienen que ser llamados con una vocación especial y bien firme; que sean personas muertas a sí mismas y al mundo, hombres verdaderamente apostólicos que no busquen más que a Dios y la salvación de las almas, enamorados de la cruz y de la mortificación, que no se reserven con tacañería, que sepan soportar los trabajos de tierra y mar, que deseen convertir a un salvaje más que poseer toda Europa, que tengan corazones como el de Dios, llenos de Dios… En fin, que sean hombres que han puesto todo su gozo en Dios, para quienes los sufrimientos sean sus más queridas delicias.

«También es cierto que parece como si Dios derramara más abundantemente sus gracias sobre esta Nueva Francia que sobre la vieja Francia, y que las consolaciones interiores y los dones divinos son aquí más sólidos y los corazones más abrasados por Él… San Francisco Javier decía que había en Oriente una isla en la que podía perderse la vista por las lágrimas del gozo excesivo del corazón»…

Esta perfecta alegría era la que vibraba en aquellos misioneros que, sólo «perdiendo la propia vida» por amor al Reino (Lc 9,24), podían perseverar en su misión. Muchos de ellos murieron mártires, y aquí haremos memoria sólamente de aquellos que en 1930 fueron canonizados por Pío XI (AAS 22,1930, 497-508; P. Andrade, Varones ilustres de la Compañía de Jesús, v.3, Bilbao 1889; E. Vila, 16 santos…).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Misioneros mártires en Norteamérica

Los misioneros mártires del siglo XVII

En este marco inestable y turbulento, desordenado y lleno de violencias y codicias, se hace casi imposible la evangelización, pues con frecuencia los indios están en guerra con los blancos, y éstos, franceses, ingleses, holandeses, también en cualquier momento pelean entre sí. Las misiones católicas dependen siempre de la suerte de Francia en aquella región. Y lo que los misioneros, con enorme esfuerzo y riesgo, siembran hoy en unos indios, mañana es arrasado por otros europeos o por otros indios.

Así pues, puede decirse que los primeros trabajos apostólicos en el Nordeste de América están entre las misiones más heroicas de toda la historia de la Iglesia. Los que iban a misionar allí podían darse por muertos. Y con ese ánimo iban. Entre paisajes de grandiosidad indecible, a través de inmensos bosques y lagos, perdidos en una geografía apenas conocida, en un clima a veces extremadamente frío, lejos de los colonos europeos, entre indios generalmente hostiles, los misioneros fueron estableciendo en gran pobreza sus puestos misionales, preferentemente en los márgenes de los ríos, por donde transcurría el comercio de las pieles, el principal de entonces.

Como ya vimos, en 1632 comienza de nuevo la heroica acción misionera de la Iglesia en el Nordeste americano. Recuperado Quebec para Francia, después de muchas negociaciones de Champlain en Londres, se reinician las misiones, esta vez con jesuitas, franciscanos y capuchinos. Todos ellos dieron pruebas de un gran impulso misionero.

Entre los jesuitas ingleses que en 1633 acompañaron a Lord Baltimor en la fundación de una colonia en Chesapeake Bay, cabe destacar al padre Andrés White, que «compuso un catecismo en piscataway, una gramática y un diccionario. Los misioneros obtuvieron un gran éxito ante los anacostianos y los piscataway, a pesar de la persecución de los misioneros católicos por los protestantes» (Herencia 527).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Continúa el relato de la evangelización en Norteamérica

Siglo XVII

Crece en el siglo siguiente la presencia inglesa. En 1607, el capitán Smith, con 144 ingleses, funda Jamestown, primera ciudad inglesa, en la bahía de Chesapeake. Y en seguida comienzan las tensiones y rivalidades entre los antiguos colonos franceses y los nuevos ingleses. La clave principal de los conflictos es por ahora el control del comercio de las pieles. En 1611-1613 llegan con algunos colonos franceses unos pocos jesuitas, pero atacados y apresados unos y otros por los ingleses de Virginia, han de regresar a Francia.

Con todo esto, la evangelización del Norte de América, y su colonización también, lleva un gran retraso respecto a la de América hispana. Puede decirse que el apostolado misionero se inicia propiamente en 1615, en la zona de Quebec, bajo el impulso de un laico fervoroso, Samuel de Champlain, de la sociedad comercial de Francia. Él trae en ese año a cuatro franciscanos, y en 1622-1623 otros cuatro, entre ellos el padre Viel, que inician la evangelización de algonquinos, hurones e iroqueses.

Por otra parte, como la asociación comercial sólamente asume la sustentación de seis misioneros, se piensa en pedir ayuda a la Compañía de Jesús. Y efectivamente, en 1625 llegan a Quebec los padres Lallemant, Massé y Brébeuf, con los hermanos Burel y Charton. En ese mismo año es asesinado el franciscano Viel.

Pero tampoco esta entrada misionera iba a tener éxito. Los hermanos Kirke, escoceses, en 1629, con una pequeña armada que actúa en nombre del rey inglés, atacan Quebec, y eliminan del Canadá la presencia colonizadora y misionera de Francia. Champlain ha de entregar la ciudad, y con todos los misioneros se ve obligado a regresar a Europa. Tres años más tarde, vuelve Quebec al dominio francés por el tratado que en 1632 establecen ingleses y franceses en Saint Germain en Lay, lo cual permite reiniciar las misiones. Pero veamos antes brevemente la situación del país en donde se intenta la evangelización.

Hacia 1620 crece la emigración holandesa e inglesa. En ese año se inicia la formación de Nueva Inglaterra con los emigrantes del Mayflower, que son puritanos ingleses, miembros de una minoría rigorista de protestantes presbiterianos perseguida por los Estuardos, y que durante todo el XVII pasan en masa a América del Norte. También llegan por esos años muchos desheredados holandeses, que se establecen en Nueva Amsterdam, hoy Nueva York.

Los primeros contactos de los colonos europeos con los indios se habían realizado en un ambiente de curiosidad, recelo, cortesía y trueques, aunque no faltaron luchas por el control del negocio de las pieles, en las que se implicaron también los indios. Pero estos inmigrantes, a diferencia de los tramperos y comerciantes de pieles anteriores, vienen con intención de establecerse como agricultores y ganaderos. Ocupan tierras y comienzan las primeras tensiones con los indios desplazados. Se producen aquí y allá asaltos, represalias y guerras, que suelen ser terriblemente sangrientas.

Los powhatan, en largas y duras luchas con los ingleses, son derrotados, y en 1646 han de abandonar parte de su territorio, y quedar en una reserva. Por esos años, sufren también graves derrotas y reducciones territoriales los pequots, los narragansetts y, en 1676 los wampanoags, encabezados por Metacom. En esta época, durante unos cincuenta años, tienen especial relieve las crueles guerras iroquesas entre la liga de los Hurones, aliados comerciales de los franceses, y armados por éstos, y la poderosa confederación guerrera de los iroqueses -mohawks, oneidas, onondagas, cayugas y sénecas-, armados también éstos por los holandeses, que así pretenden conseguir más pieles. En estas guerras, que implican a los europeos de América, llevan las de ganar los iroqueses, hasta que en 1667, aplastados a su vez por un ejército enviado desde Francia, hubieron de firmar en Quebec un tratado de paz.

En este siglo, a causa principalmente del mercado de pieles, estimulado sin medida desde Europa, se trastorna cada vez más el equilibrio vital de los pueblos indios. Las armas de fuego se van generalizando entre las diversas tribus, y también es en estos años cuando los indios comienzan a poseer caballos, procedentes en un comienzo de los que se escapan de asentamientos españoles del suroeste. En el XVIII, los mustangs serán utilizados y multiplicados como animal preferido por las tribus de las praderas.

Por otra parte, los problemas de la propiedad territorial, apenas conocidos antes por los indios, cobran en estos años grave magnitud. El comercio, el intercambio de regalos, las eventuales alianzas con ciertas tribus, establecen entre indios y europeos relaciones precarias, siempre complicadas e inestables, que en cualquier momento se encienden en guerras.

Por otra parte, las naciones indias van perdiendo en el XVII más y más territorios del Este. Se produce incluso la desaparición completa de varias tribus, exterminadas por los europeos o por otros pueblos indios. Y además, poblaciones enteras de indios se ven diezmadas o eliminadas por las epidemias -viruela, rubeola, cólera-, involuntariamente introducidas por tramperos y comerciantes, pescadores y exploradores europeos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

¿Cómo empezó la evangelización católica en Norteamérica?

Siglo XVI

El descubrimiento inicial del Nordeste de América fue realizado por Sebastián Cabot en 1497 y Juan de Verrazano en 1522. Pero su colonización, al inicio francesa, tardó aún unos años en comenzar. En efecto, cuando Alejandro VI en 1493 repartió en sus Bulas las tierras americanas por descubrir entre España y Portugal, tal decisión no fue aceptada en Europa por todos, y concretamente por Francia. Se dice que Francisco I se quejaba con ironía: «Quisiera ver la cláusula del testamento de nuestro padre Adán, según la cual quedo yo excluido de la repartición del mundo».

Así las cosas, es enviado a América del Norte con fines comerciales Jacques Cartier, que en 1534-1543 levanta cartas del golfo del San Lorenzo y establece algunos contactos con los indios. En su tercer viaje, Cartier llevó seis misioneros y 266 colonos. De todos modos, a finales del XVI apenas hay en el Nordeste de América unos pocos asentamientos de colonos, dedicados principalmente al comercio de pieles, y en todo el siglo la acción evangelizadora es mínima.

En la región de los grandes Lagos y del San Lorenzo, viven los hurones y los iroqueses, duramente enemistados entre sí. Se trata de indios más o menos sedentarios, conocedores de una agricultura elemental, y tanto unos como otros federan cinco tribus. Los algonquinos, indios nómadas, pueblan el norte del San Lorenzo y del valle del Ottawa. Todos estos pueblos, en el siglo XVI, apenas reciben evangelización alguna.

En el sur, sin embargo, los españoles desarrollaron, en medio de grandes dificultades, alguna actividad misionera. Los Obispos de los Estados Unidos, en su carta pastoral Herencia y esperanza: la evangelización de América («Ecclesia» 1991, 522-538), tras afirmar que, entre las naciones europeas, «España superó a todas las demás por sus intensos esfuerzos para llevar el Evangelio a América» (525), recuerdan que «el sacerdote diocesano Francisco López de Mendoza Grajales consagró la primera parroquia católica, en lo que se llama ahora los Estados Unidos, en San Agustín (Florida), en el año 1565, y comenzó a trabajar entre los indios timicuan de Florida» (525).

También recuerdan a los franciscanos de la expedición de Juan de Oñate, en 1599, que «crearon iglesias en el norte de Nuevo Méjico»; los empeños del franciscano Antonio Margil, misionero en Texas a comienzos del XVIII; los grandes trabajos del padre Eusebio Francisco Kino, «el jesuita misionero del siglo XVII en Sonora y en Arizona», y las formidables gestas evangelizadoras del Beato Junípero Serra, franciscano, que «entre 1769 y 1784 fundó nueve de las célebres veintiuna misiones de California» (527).

No olvidan tampoco que «el martirio fue una terrible realidad para algunos de los primerísimos evangelizadores. El buen franciscano Juan de Padilla, que había acompañado la expedición Coronado, fue martirizado probablemente en Quivira, en la pradera de Kansas, en el año 1542, y se convirtió en el primer mártir de América del Norte. Los dominicos españoles Luis Cáncer, Diego de Tolosa y el hermano laico Fuentes, fueron asesinados en Florida, en los alrededores de la bahía de Tampa, en el año 1549. El jesuita Juan Bautista Segura perdió su vida en Virginia en el año 1571» (528). Todos ellos pusieron los fundamentos de la Iglesia de Cristo en los Estados Unidos de América.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Últimos años de un jesuita santo: el Beato José de Anchieta

Sus últimos años

Cuando el padre Anchieta era ya muy anciano, le ofrecieron los superiores que eligiera lugar para su retiro, pero él no quiso en modo alguno usar de tal licencia. En carta al padre Ignacio de Tolosa le decía: «El Padre Provincial me ha dado opción de elegir la casa que quisiere, pero no me agrada tanta libertad, porque ésta muchas veces se junta con engaño y con peligro de desviar del camino derecho, porque ninguno conoce lo que más le importa. Y fuera grande yerro, habiendo cuarenta y dos años entregádome todo al arbitrio de mis Superiores, querer ahora en estos últimos años disponer de mí por mi parecer. Todo me di a la voluntad del P. Fernando Cardinio, cuando partió por Rector del colegio de S. Sebastián. Ahora ha querido Dios enviarme por compañero del P. Diego Fernández a esta aldea de Reritiva de la colonia del Espíritu Santo a ayudar a los brasiles y enseñarles la doctrina cristiana. De mejor gana trabajo con éstos que con los portugueses, porque a buscar a aquéllos vine enviado al Brasil, y quizá fue traza de la divina providencia haber acompañado a un Sacerdote para meternos la tierra adentro y recoger al aprisco de la Iglesia muchas ovejas perdidas, para que, ya que de otra manera no puedo alcanzar la corona del martirio, me suceda por lo menos dejar la vida por mis hermanos en alguna peña de estos montes, entre las asperezas de los caminos y suma falta de todas las cosas, desamparado de todos y destituido de todo humano consuelo» (Nieremberg 595-596).

A Reritiva, pues, junto a Guarapary, en la capitanía de Espíritu Santo, se fue el beato Anchieta en 1587, para gastar y desgastar su últimas fuerzas de amor apostólico, con entusiasmo juvenil, en la evangelización de los indios. Iba a buscarles a la selva o a donde fuere, sacando fuerzas de flaqueza, y teniendo a veces que descansar tumbado en una red que los indios acompañantes tendían entre dos palos. No se cansaba de llamar a los brasiles a la fe en Jesucristo, invitándoles a dejar la vida nómada y a agruparse en nuevas aldeias misionales.

Hasta el fin, también, le duró su amor a los enfermos. Una noche se levantó para dar un jarabe a un enfermo, y tuvo una mala caída, que le hizo guardar cama durante seis meses, en los que se fue agravando su mal. Finalmente, el 9 de junio de 1597 vino a visitarle la hermana muerte. Y al decir del padre Nieremberg, «tuvo tanto sosiego del alma y del cuerpo en aquel último trance, que no parecía que acababa la vida, sino que en atenta oración, como solía vivo, se unía con su espíritu a Dios, a quien muriendo daba verdaderamente el alma. Tenía, cuando murió, setenta y cuatro años de edad y de religión cuarenta y siete, tres vivió en Portugal y cuarenta y cuatro en el Brasil» (597).

Sus restos, con gran solemnidad y amor, fueron trasladados procesionalmente a Espíritu Santo, y en 1611, por orden del padre general Aquaviva, a un sepulcro elevado, junto al altar del colegio jesuita de Bahía. Venerable desde 1617 por sus virtudes heróicas, fue declarado beato en 1980. En Brasil se le considera fundador de la nación y de la Iglesia local, al mismo tiempo que patrono nacional. El pueblo antiguo de Reritiva es actualmente la ciudad llamada Anchieta.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Predicar y hacer milagros

Predicar y hacer milagros

Al contemplar la figura de Jesús, de los Apóstoles primeros y de los santos misioneros posteriores, comprobamos con frecuencia que en su vida y ministerio obraron muchos milagros.

Hace poco, Lorenzo Bianchi, estudiando un punto de la reforma litúrgica postconciliar, hacía notar, como ejemplo, un cambio significativo en la oración de la misa de San Francisco Javier. Misal de San Pío V: «Oh Dios, que quisiste agregar a tu Iglesia a muchedumbres de las Indias por la predicación y los milagros de san Francisco… Misal de Pablo VI: … tú que has querido que nuevas naciones llegaran al conocimiento de tu nombre por la predicación de san Francisco Javier»… («30Días» XVI, 12). Se suprimieron los milagros en la acción misionera, quizá por imposibles o por increíbles, o quizá por innecesarios.

Cristo, sin embargo, envió sus apóstoles para que, juntamente, predicaran el Evangelio y obraran milagros, de manera que éstos hicieran creíble aquél: «Id y predicad el Evangelio… A los que creyeren les acompañarán estas señales»… (Mc 16,18). Así fue como evangelizó Jesús, predicando y haciendo milagros. Y aún dijo más: «en verdad os digo que el que cree en mí, ése hará también las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas» (Jn 14,12).

Todo esto se cumplió ampliamente en la primera evangelización de América, pues en ella hubo santos misioneros que hicieron no pocos milagros. Concretamente, el beato José de Anchieta hizo cientos de obras prodigiosas. «Parece que escogió nuestro Señor al P. José -escribe Nieremberg- para autor de prodigios y maravillas, que declarasen a aquel nuevo mundo las grandezas del Criador» (578).

Los milagros fueron en su vida innumerables. En una ocasión, estando en la ribera del mar con un Hermano y otros pescadores, él se retiró a un rincón apartado de la orilla, donde estuvo tres o cuatro horas en oración. En este tiempo fue el mar creciendo, pero supo respetar al beato Anchieta sin salpicarle siquiera con sus aguas, de tal modo que cuando fue el Hermano a buscarle, primero le llamó a gritos, y luego hubo de «meterse entre dos montes de agua por el lado que dejaba el mar abierto, y avisó al Padre que era ya tiempo de recogerse». Cuando luego el Hermano manifestó su asombro, el Padre le dijo, sin darle mayor importancia: «¿No sabéis que el mar y el viento le obedecen?» (577).

Otra vez, en 1584, durante un viaje a Pernambuco, iba en canoa acompañado del Hermano Pedro Leitao, que estaba abrumado por el calor del sol. Sobre un árbol vió Anchieta tres o cuatro guaraces, aves grandes, preciosas, de color carmesí, y les dijo en lengua indígena: «Andad y llamad a las de vuestro linaje y volved todas a hacernos sombra en este camino», y así lo hicieron, obedientes, formando nube sobre ellos, hasta que la canoa salió al mar y ganó un viento fresco (575).

La escena evangélica de la pesca milagrosa se repitió tantas veces en la vida del padre Anchieta, que los pescadores, y especialmente los indios, «le veneraban con sumo respeto y sentían y hablaban de él como de un hombre a quien obedecía la naturaleza. Y cuando después de muerto querían nombrarle, le significaban diciendo: «Aquel Padre que nos daba los peces que queríamos, aquél que cuando le pedíamos un favor nos sacaba de cualquier peligro y de la muerte misma»» (584).

También fueron muchas las sanaciones, tanto de portugueses como de indios, obradas por Dios a través del padre Anchieta. Y el siervo de Dios, que tantas veces produjo en otros la salud, no tenía temor a los venenos o a las bestias feroces. Yendo una vez con otro de camino, les salió una víbora, y el compañero espantado quiso huir, pero el padre le retuvo, y como bromeando con la sierpe, la pisó con su pie, desnudo como siempre, incitándole a picarle como castigo, pues era un pecador; pero la víbora se estuvo quieta, hasta que el padre, mandándole no hacer mal a nadie, alzó el pie y la dejó marchar (558).

Innumerables profecías

Todavía más numerosos fueron en el beato Anchieta los casos prodigiosos de profecía. «Las profecías de este siervo de Dios fueron tantas y tan claras, asegura Nieremberg, que parece no le tenía Dios encubierta cosa como a su fidelísimo amigo» (585). «Cuanto decía este siervo de Dios era profecía, diciendo a las madres los sucesos de sus hijos, a las casadas de sus maridos ausentes, a los mercaderes de sus naves y mercancías, a los religiosos aun de sus pensamientos. Y fuera nunca acabar si hubiéramos de decir todas las maravillas y prodigios que obró Dios por este su siervo, a quien escogió la divina bondad para mostrar por él a aquellas gentes el poder de Omnipotencia» (591).

Los que con él vivían llegaron a familiarizarse con «la gran noticia de todas las cosas que Dios comunicaba a su grande siervo, que parece que no había cosa presente ni ausente, ni pasada ni por venir, ni grande ni pequeña que no supiese» (587). «A algunos que confesándose con el santo varón callaban algún pecado, él se lo decía y hacía que hiciesen entera confesión» (567).

A un desconocido que pretendía casarse, se lo prohibía, recordándole que su esposa vivía. A una mujer desconsolada, que daba por muerto a su marido, le aseguraba que estaba vivo y que regresaría en tales circunstancias. Visitando una vez, ya viejo, al enfermero, encontró a éste escribiendo a su hermana de Lisboa, y le dijo que no perdiera el tiempo, o que enviara la carta al cielo, pues ya había muerto. El enfermero le pidió, entonces, que ofreciese una misa por ella. «Ya lo he hecho, le respondió el padre Anchieta, cuando ella partió de esta vida» (556)… Y todos creían en sus palabras, pues ya sabían de otras veces que se cumplían siempre.

Este don lo tuvo desde bastante joven, pues ya de sus años en Piratininga hay varias anécdotas, como la siguiente. Un día el padre Adán González, estando en oración en la azotea, tuvo una visión en la que presintió que un hijo suyo, el Hermano Bartolomé, que había ingresado también en la Compañía, había muerto. Cuando al año vino en una nave la noticia, el padre González le pidió al beato Anchieta que ofreciera una misa por él. Le respondió éste que ya le había ofrecido cinco misas, precisamente cuando él tuvo aquella visión de la azotea, pues entonces fue cuando efectivamente murió su hijo (555).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Santo jesuita por el camino de la perfecta obediencia

Obediencia y abandono en Dios

Como buen discípulo de San Ignacio, la obediencia era en Anchieta una actitud profunda y total, que no admitía trampa alguna, ni resquicio por el que se realizase la voluntad propia. Como nada hay mejor que escuchar la voz misma de los santos, hemos de transcribir aquí una carta suya al respecto, que nos muestra bien su espíritu. Está escrita en 1587, ya viejo y muy enfermo, con ocasión de haber sabido que el Hermano Antonio de Ribera tenía unos deseos muy grandes de estar con él, asignado a la misma casa, para poder servirle y cuidarle en sus achaques, y quizá también para verse espiritualmente asistido por su santa proximidad. Le dice así:

«Hermano carísimo en Cristo. Pax Christi, etc. Yo sé que está bastantemente enterado del gusto que fuera para mí, por el amor que le tengo y el deseo de su aprovechamiento en la virtud, tenerle conmigo. Pero, pues Dios nuestro Señor ha ordenado otra cosa, trabajemos por vivir ambos unidos con él y hagámosle compañero nuestro, pues en todos lugares y en todos tiempos está con nosotros. Y si alguna vez con nuestros siniestros le ahuyentamos, queda con todo eso tocando a las puertas del corazón, para que, abiertas, entre y se aposente en nosotros acompañado del Padre y el Espíritu Santo.

«Hemos, pues, de procurar que no haya en nosotros lugar ninguno ajeno de su presencia, y que ninguna otra cosa ocupe la más mínima parte del alma. Es excelente aquella sentencia del Padre y Patriarca S. Francisco, que no quiere el demonio de nosotros más que un delgadísimo cabello, que de éste intenta él luego hacer un largo y recio cabestro para atar nuestras almas y regirlas a su albedrío. Si alguna vez sola en alguna cosa, aunque pequeña, nos impele a seguir nuestra voluntad, de ahí nos lleva a otras, hasta que pospongamos la obediencia, que está, no en hacer nuestra voluntad, sino la de Dios, declarada por la voz del Superior. Si una vez tardamos en rechazar una fea imaginación, aunque levísima, eso coge, y contento con ello, junta luego un ejército de representaciones más torpes, que unas sucedan a otras. Si una vez nos resfriamos en el cuidado de la oración y aflojamos de la comunicación con Dios un poco, luego insensiblemente nos mete en el alma un frío tan grande, que no sólo no sentimos gusto alguno de las meditaciones espirituales, sino que cobramos hastío de todos los ejercicios piadosos, y aún de la misma vida religiosa, y nos volvemos a la libertad de corazón y a los entretenimientos humanos.

«Así sucede sin duda, Hermano carísimo; por eso corra alentadamente al premio de la carrera, que ya tiene hecha gran jornada con el favor divino, y Dios sabe lo que le falta. Quizá es poquísimo, y el mismo Dios le dará ayuda y le acompañará: guárdese no se aparte de él, porque aunque en este camino le parezca peregrino, como antiguamente a los discípulos que iban a Emaús, pero a la voz de sus palabras arderá su corazón y redundará en su alma espiritual consuelo. Ya sé que por la bondad de Dios goza abundamentemente de estos regalos espirituales, principalmente en la oración, donde Dios le da el pan de los dones celestiales; y en aquel convite de los ángeles, en que Dios le hace plato de su misma carne.

«Y si alguna vez sintiere que desmaya el alma, desamparada del consuelo divino y afligida con tibieza, sea su remedio asirle de la ropa y convidarle a su corazón con aquellas palabras: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit, e inclinata es iam dies [quédate con nosotros, Señor, pues el día atardece ya declina]… y llegue entonces más frecuente que suele a la mesa celestial del Santísimo Sacramento, con licencia de su Superior, porque confío en la virtud de aquel celestial mantenimiento, que cuando se levantare de aquella sagrada mesa, proseguirá con gran presteza el camino ya apacible y suave, hasta que llegue a la celestial Jerusalén.

«Holgaríame que comunicase esta carta a esotro Hermano nuestro, porque también a contemplación suya la he escrito. Porque querría que ambos a dos, y todos los que en la Compañía vivimos, estuviésemos llenos del Espíritu Santo que hoy, con tan gran milagro, bajando del cielo, llenó a las almas de los Apóstoles, para que esforzados con sus divinos consuelos, no hagamos jamás cosa que ponga en nosotros impedimento a su gracia; antes ricos de nuevo con tan grande Amigo, y recibido dentro del alma tan principal Huésped, gocemos de la dulzura de su amor y de su amistad hasta el fin de la vida.

«Jesucristo con la Bienaventurada Virgen estén siempre con nosotros. Amén.

«De Riojaneiro y del mes de junio, hoy Domingo de Pascua de Espíritu Santo, año de mil y quinientos y ochenta y siete» (Nieremberg 594-595).

Éste fue el espíritu del beato Anchieta. Éste es el espíritu de Jesucristo, del que nacieron Sao Paulo, Río de Janeiro y el Brasil entero.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

P. José de Anchieta: testimonio de oración y pobreza

Oración y pobreza

En 1736 Clemente XII proclamó heroicas las virtudes del padre José de Anchieta. En efecto, Anchieta fue hombre penitente, de ásperos cilicios, que apenas dormía, pues prefería emplear la noche en la oración, y que cuando dormía lo hacía sobre una tabla, con un zapato por almohada, o si estaba solo, sobre la tierra, con un manojo de varas como cabezal. Siempre descalzo, hizo a pie muchos viajes apostólicos, y cuando iba con otros, se quedaba a veces rezagado para entregarse a solas a la oración, y luego les alcanzaba con asombrosa facilidad.

Nos cuenta Nieremberg que «su oración era continua, porque eran muchas las horas que daba a este santo ejercicio. La noche casi toda pasaba orando, no dando reposo al cuerpo, sino al alma. En las muchas peregrinaciones que tuvo solía llegar hecho pedazos de cansancio, pero no por eso tomaba más descanso que en casa, pasando la noche en oración, como solía. Fuera de esto, la presencia que tenía de Dios era continua, teniéndole presente en todas las cosas y negocios… Ningún lugar, tiempo, ocupación, le apartaba el pensamiento de Dios, y a veces era con tanta intensión, que estando comiendo se olvidaba de la comida» (Nieremberg 544-545).

Más de una vez sus compañeros le vieron orar levantado de tierra, o en la noche, pudieron ver el lugar donde oraba inundado de luz. Era muy devoto de la Pasión de Cristo, y solían oirle, sobre todo de noche, repitiendo los nombres de los tormentos padecidos por Jesús, al tiempo que al pronunciarlos, hería la tierra con los pies, «señal del vivo sentimiento que tenía en el alma».

Su pobreza era extremada, y no tenía más vestidos que los que llevaba puestos, y ésos gastados y raídos, siempre los peores de la casa. En su celda nada tenía guardado, tan nada que ni plumas tenía para escribir, y había de pedirlas prestadas cuando iba a escribir algo, volviéndolas luego a su dueño. Ni siquiera quería guardar consigo las cosas que escribía, a veces de gran mérito, y las daba a guardar al Superior, porque él no quería tener nada en posesión. No admitía ningún regalo, ningún don, por pequeño que fuera, y menos aceptaba honores o distinciones, que veía con sincero horror (546).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

El beato Anchieta, apóstol del Brasil, médico de almas y cuerpos

Bueno para los enfermos

El beato Anchieta padeció normalmente una salud bastante débil y achacosa, pero nunca permitió que la enfermedad le encogiera el ánimo. En una ocasión, no mucho después de llegar al Brasil, le escribía al padre Ignacio de Tolosa: «La salud del cuerpo es flaca, mas tal, que ayudada de las fuerzas de la gracia, dura; que Dios no falta, si primero no me dejo yo a mí mismo» (Nieremberg 593).

Por otra parte, a semejanza de San Francisco de Javier, y de otros misioneros jesuitas de la época, tuvo el beato Anchieta una especial caridad hacia los enfermos, procurando siempre su alivio y servicio. Les velaba día y noche, les cuidaba incluso en los servicios más repugnantes, y hasta tal punto su querencia de caridad le llevaba a la enfermería que, como dice el padre Nieremberg, «cuando alguno le buscaba, no iba a su aposento, sino al de los enfermos, donde le hallaban de ordinario».

Y sigue diciendo de Anchieta su biógrafo: «Con los indios no sólo era su enfermero, pero su médico; visitábales, ordenábales la comida, sangrías y otras medicinas, porque en aquella tierra, por la falta de médicos, había privilegio para curar los religiosos y aún los sacerdotes, principalmente en beneficio de los pobres, si bien más los curaba José sobrenaturalmente con su oración que por medicamentos naturales» (ib.547).

Siendo todavía Hermano, escribió a los jesuitas enfermos de los que no hacía mucho había sido compañero de enfermería en Portugal, una carta en la que se refleja bien esta acusada faceta de su personalidad:

«Mucho tenéis, carísimos hermanos, que dar gracias al Señor, porque os hace participantes de sus trabajos y enfermedades, en las cuales mostró el amor que nos tenía; razón será que lo sirvamos, a lo menos algún poquito, con tener gran paciencia en las enfermedades y en ellas perfeccionar la virtud. La muy larga conversación que tuve en esas enfermerías me hace no poder olvidarme de mis carísimos coinfirmos, deseando verlos curar con otras más fuertes medicinas que las que allá usáis, porque sin duda por lo que en mí experimenté, os puedo decir que esas medicinas materiales poco hacen y aprovechan.

«Por otras cartas os he escrito ya de mi disposición, la cual después acá cada día se renueva, de manera que ninguna diferencia hay de mí a un sano, aunque algunas veces no dejo de tener algunas reliquias de las enfermedades pasadas. Pero no hago más cuenta de ellas, como si no fuesen in rerum natura.

«Hasta ahora siempre he estado en Piratininga, que es la primera aldea de indios, que está diez leguas del mar; en ella estaré por ahora, porque es tierra muy buena; y porque no tenía purgas ni regalos de enfermería, muchas veces era necesario comer (y aún casi lo más común) hojas de mostazos cocidas, con otras legumbres de la tierra y otros manjares que allá no podréis imaginar, junto con entender en enseñar gramática en tres clases diferentes desde por la mañana hasta la noche, y a las veces estando durmiendo, me venían a despertar para preguntarme; y en todo esto parece que sanaba, y es así, porque en haciendo cuenta que no estaba enfermo, comencé a estar sano…

«En este tiempo que estuve en Piratininga serví de médico y barbero, curando y sangrando a muchos de aquellos indios, de los cuales vivieron algunos, de quien no se esperaba vida, por haber muerto muchos de aquellas enfermedades. Ahora estoy aquí en S. Vicente, que vine con nuestro P. Manuel de Nóbrega, para despachar estas cartas que allá van.

«Demás de esto he aprendido un oficio que me enseñó la necesidad, que es hacer alpargatas, y soy ya buen maestro, y he hecho muchas a los Hermanos, porque no se puede andar por acá con zapatos de cuero por los montes. Esto todo es poco para lo que nuestro Señor os mostrará, cuando acá viniéredes…

«Finalmente, carísimos, sé decir, que si el P. Maestro Miron quisiere enviaros a todos los que quedáis opilados y medio dolientes, la tierra es muy buena, hacerosheis muy sanos; las medicinas son trabajos, y tanto mejores, cuanto más conformes a Cristo.

«También os digo, carísimos Hermanos, que no basta con cualesquier fervores salir de Coimbra, sino que es menester traer alforja llena de virtudes adquiridas, porque, de verdad, los trabajos que la Compañía tiene en esta tierra son grandes, y acaece andar un Hermano de la Compañía entre indios seis y siete meses, en medio de la maldad y de sus ministros, sin tener otro con quien conversar sino con ellos, donde conviene ser santo para ser Hermano de la Compañía de Jesús.

«No digo más, sino que aparejéis grande fortaleza interior, y grandes deseos de padecer, de manera que, aunque los trabajos sean muchos, os parezcan pocos; y haced un gran corazón, porque no tendréis lugar para estar meditando en vuestros recogimientos, sino in medio iniquitatis et super flumina Babilonis [en medio de la maldad y junto a los canales de Babilonia]; y sin duda porque en Babilonia, rogo vos omnes ut semper oretis pro paupere fratre Ioseph [os pido a todos que siempre oréis por vuestro pobre hermano José]» (Nieremberg 547-549).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un santo en el gobierno de los jesuitas

Provincial bondadoso y caminante

De 1578 a 1586 fue el padre Anchieta provincial de los jesuitas. A veces, como cuando visitó Pernambuco en 1584, tenía que trasladarse en barco, pero normalmente visitaba su provincia de la Compañía a pie y descalzo, como era su costumbre, aprovechando cuando podía para entrar a los indios. Con sus hermanos jesuitas cumplió su función de superior con suma caridad y delicadeza, atento siempre al bien espiritual de cada uno.

En una ocasión, estando de rector en San Vicente, supo que en otra casa el superior había ordenado a un Hermano que se recogiese en su aposento y no saliera de él sin licencia suya. Allí se fue Anchieta, caminando descalzo y ligero unos setenta kilómetros, y después de reconciliar al superior enojado con el Hermano, regresó a su casa en el mismo día, sin aceptar quedarse unos días de descanso. En estos desplazamientos, tan increíblemente rápidos, veían los contemporáneos, no sin razón, algo de milagroso.

En otra ocasión, un Hermano que vivía aislado al cuidado de una granja de la Compañía, en un lugar al que solo por mar se podía llegar, estaba pasando días de una gran depresión, quizá por la duración de su soledad. Un día, estando en el campo, vio que el padre Anchieta venía hacia él: «Por vos sólo he venido aquí». Quedó el Hermano consolado con cuanto el padre le dijo, pero también asombrado, ya que no vio en la ribera ninguna embarcación que hubiera podido acercar a su superior.

Sabían los jesuitas que nada, ni siquiera sus cosas más íntimas, escapaba al conocimiento del provincial Anchieta, pues, como Jesús, él «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues conocía al hombre por dentro» (Jn 2,25). Aceptaban, pues, de buen grado sus correcciones, y no sólo porque siempre tenían fundamento real, sino también por la caridad con que las hacía. El mismo Anchieta dió una vez una norma, que sin duda él cumplía siempre: «Ninguna culpa ha de saber el Superior de sus súbditos, que primero que llegue avisar al culpado no la haya llorado dos o tres veces delante de la divina misericordia, que esto es cuidar de las ovejas encomendadas por Cristo al cuidado del Superior» (Nieremberg 569).

En otra ocasión, supo el provincial Anchieta que en un colegio un Superior segundo había tratado con aspereza a un religioso súbdito suyo. Y el áspero Superior se justificó ante el provincial diciendo: «El Superior que me encomendó este oficio, me encargó con él que no dejase pasar ninguna ocasión en que pudiese ejercitar la paciencia a cualquiera de los súbditos». Tan pintoresca norma fue rechazada por el padre Anchieta, que le dijo: «Pues yo, en el nombre de Dios, ordeno a V. R. que desnude ese afecto y se vista de otro de mansedumbre y blandura, y en cuanto pudiere procure no dar a nadie ocasión de enojo, sino a todos se muestre afable y benévolo». Era ésta su propia norma de conducta. Por eso, aunque era muy riguroso como Superior en el mantenimiento de la disciplina, los religiosos le tenían mucha confianza y cariño, tanto que «se confesaban con él con más gusto que con los confesores señalados y ordinarios, cosa sin duda bien extraordinaria» (569).

Entre las obras que el beato Anchieta realizó como provincial, cabe destacar el hecho muy notable de que, un siglo antes de que Santa Margarita María de Alacoque tuviera sus cuatro grandes revelaciones (1673-1675), él consagró una iglesia al Sagrado Corazón de Jesús en Guarapary, en la diócesis de Espíritu Santo, al nordeste de Río, en la costa.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La Edad Media, ¿oscura?

“Una de las grandes leyendas negras que pesan sobre la Iglesia Católica es la acusación de haber creado la “Edad Oscura”, el dominio que ejerció durante la Edad Media con siglos de ignorancia, fanatismo y freno del progreso científico e intelectual. Esta percepción de la Edad Media sigue presente en millones de personas e incluso en los libros de texto escolares, a pesar de que numerosos historiadores han evidenciado los enormes avances que se produjeron en estos siglos y que conformaron la sociedad occidental…”

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Recordemos a los Mártires Jesuitas del Brasil

Cuarenta mártires jesuitas, 1570

Antonio Rumeu de Armas nos muestra cómo ese mismo espíritu se manifestó en La expedición misionera al Brasil martirizada en aguas de Canarias (1570). En efecto, el general de la Compañía de Jesús, San Francisco de Borja, en 1566, envió al Brasil como visitador al jesuita portugués Ignacio de Azevedo, que partió con siete compañeros. En los dos años que duró la visita, pudo el padre Azevedo comprender la magnitud de la empresa misional que la Compañía había iniciado en el Brasil, y volvió a Europa para buscar más religiosos.

Tanto el General de la Compañía como el papa Pío V -que le obsequió con una copia del retrato de la Virgen, atribuido a San Lucas-, apoyaron cordialmente los planes de Acevedo. Pronto pudo éste reclutar sesenta y nueve voluntarios, diez españoles y los demás portugueses, que partieron en junio de 1570 en una flota de siete galeones.

El grupo más numeroso, compuesto de cuarenta y cuatro jesuitas, iba en la nao Santiago con el padre Azevedo. Otros veinte, con el padre Pedro Días, embarcaron en la nave almirante, que conducía al nuevo gobernador, don Luiz de Vasconcellos. Y el resto de los jesuitas navegó, con el padre Francisco de Castro, en el navío Os Orfâos. Separada la nave Santiago de las otras dos naves, con objeto de llevar unas mercancías a las Canarias, en las inmediaciones de estas islas fue atacada por una flotilla francesa, capitaneada por un calvinista siniestro, Jacobo de Sores, pirata muy experimentado y cruel, apóstata de la Iglesia. Al grito de «¡mueran los papistas, que van a sembrar la falsa doctrina en el Brasil!», desembarcaron en la nao Santiago los corsarios.

El primero en ser acuchillado fue el padre Azevedo, que abrazado a la imagen de la Virgen de San Lucas, flotó largo tiempo en el mar sin hundirse, ya muerto. Un pariente lejano de Santa Teresa de Jesús, Francisco Pérez Godoy, animaba a sus compañeros con palabras escuchadas en el noviciado a su maestro, el padre Baltasar Alvarez: «¡No degeneremos de los altos pensamientos de hijos de Dios!».

Con ellos murieron los navarros Juan de Mayorga, hermano coadjutor de unos cuarenta años, pintor, y Esteban de Zudaire, también hermano, así como toda la expedición de misioneros. El joven Simâo de Acosta, de dieciocho años, que no vestía aún el hábito religioso, se declaró a gritos hijo de San Ignacio, alcanzando así la palma del martirio, y también un incógnito portugués del Santiago, completó voluntariamente con su vida el número de los cuarenta mártires de Cristo.

Santa Teresa de Jesús, por estos días -julio de 1570-, aseguró a su confesor, el padre Baltasar Alvarez, que había visto a los mártires «entrar en el cielo vestidos de estrellas y con palmas victoriosas». Desde entonces, efectivamente, los misioneros Nóbrega, Anchieta y tantos otros, tuvieron en el cielo cuarenta intercesores especiales, aquellos jesuitas que por la evangelización del Brasil habían ofrendado sus vidas. Fueron beatificados los cuarenta en 1854.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Los orígenes de la devoción a la Virgen María

“Como han puesto en evidencia los estudios mariológicos recientes, la Virgen María ha sido honrada y venerada como Madre de Dios y Madre nuestra desde los albores del cristianismo. En los tres primeros siglos la veneración a María está incluida fundamentalmente dentro del culto a su Hijo.
Un Padre de la Iglesia resume el sentir de este primigenio culto mariano refiriéndose a María con estas palabras: «Los profetas te anunciaron y los apóstoles te celebraron con las más altas alabanzas». De estos primeros siglos sólo pueden recogerse testimonios indirectos del culto mariano. Entre ellos se encuentran algunos restos arqueológicos en las catacumbas, que demuestran el culto y la veneración, que los primeros cristianos tuvieron por María…”

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Así se forja un santo: Continúa la historia de José de Anchieta

Ayudante de Nóbrega

En 1563, sin ser sacerdote todavía, Anchieta fue requerido por el provincial Nóbrega para tareas muy delicadas. Su primera misión importante fue la de embajador de paz entre los tamoyas, pueblo muy feroz y aguerrido, que hostilizaba la colonia de San Vicente y que, ayudados por los hugonotes franceses, constituían una amenaza permanente. Cinco meses, con grave peligro de muerte, quedó a solas como rehén entre los iperoig, una de las principales familias de tamoyas. En ese tiempo les predicó sin cesar el Evangelio, y realizó entre ellos prodigios admirables.

Cuenta Nieremberg -que confunde a los tamoyas con los tapuyas- que en ese tiempo los indios le ofrecían a veces sus desnudas mujeres, y que él las rechazaba, «mostrando las disciplinas, cilicios y otras asperezas con que afligía su carne». Anchieta, en esos meses angustiosos, para distraer su mente de tales tentaciones carnales y también para librarse del temor, acudió a la Santísima Virgen, y en su honor fue escribiendo en la arena, y grabando en su memoria, un largo poema latino, compuesto de 2.893 dísticos, De Virgine Dei Matre Maria, que fue publicado posteriormente en Lisboa (1663).

La paz entre tamoyas y portugueses no acababa de establecerse, y los indios amenazaron matar a su rehén en más de una ocasión, pero él estaba cierto, pues la Virgen se lo había asegurado, de que no sería así: «Yo sé que no me mataréis, que no ha llegado aún el tiempo de mi muerte». Entre tanto, él proseguía sus intentos evangelizadores con los indios y se dedicaba a la oración, apartándose en el campo a rezar el Oficio Divino. Entonces los indios veían a veces que un pájaro de precioso plumaje «con blando y apacible vuelo hacía fiesta al santo Hermano, y con alegres vueltas le saltaba ya en los hombros, ya en los brazos, ya en el mismo breviario. Con todas estas cosas era rara la estima que tenían los tapuyas de su prisionero José».

Sacerdote y superior

En 1566 recibió Anchieta la ordenación sacerdotal, a los 33 años de edad. En 1567 acompañó a Nóbrega en la fundación de Río de Janeiro. Durante diez años fue rector del colegio de San Vicente, y en este tiempo, no sólo predicó a los portugueses, con gran fruto, sino que se encargó también de evangelizar a los vecinos indios tapuyas, una tribu muy difícil y feroz, también llamada miramoviz. Ayudó al padre Manuel Viegas en la composición de su Gramática de la lengua de los Miramoviz en las misiones del Brasil.

Aprovechando sus conocimientos de la lengua, acompañó a veces a estos indios en sus viajes de caza. Ganó así su confianza, y consiguió que algunos le confiaran sus hijos. Educados en la misión con todo cuidado, estos hijos, ya cristianizados, fueron luego misioneros de sus padres, de modo que muchos de estos indios nómadas, una vez convertidos, se establecieron en varias aldeas en torno a Piratininga.

El intenso apostolado de Anchieta con los indios se desarrolló, a lo largo de su vida, en torno a las dos nacientes colonias portuguesas de Río y de Espíritu Santo. El perfecto conocimiento de la lengua, la carencia absoluta de temor, y el amor inmenso que tenía a los indios, le permitieron siempre mezclarse con ellos con una sorprendente facilidad. En aquellas incursiones no faltaban, por supuesto, situaciones extremadamente angustiosas, pero era entonces, precisamente, cuando el beato Anchieta se veía inundado de una perfecta alegría -como diría San Francisco-, descansando sólamente en el amor providente de Jesucristo.

En una ocasión, por ejemplo, iba el padre Anchieta con el Hermano Jerónimo Suárez, ambos descalzos, y avanzaban penosamente por un camino lleno de agua y barro. Aprovechando la circunstancia, y para animar al Hermano, Anchieta le hizo esta confidencia: «Algunos desean que les coja la muerte en varias partes o colegios, conforme al afecto de cada uno, para pasar aquel último trance con mayor ánimo y consuelo, ayudados de la caridad de sus Hermanos; pero yo digo que no hay género de muerte mejor que dejar la vida anegada entre el cieno y el agua de estas lagunas, caminando por obediencia y el bien de nuestros prójimos» (Nieremberg 550).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Beato José de Anchieta, apóstol del Brasil

Un canario vasco

Conocemos la vida de Anchieta gracias a las biografías que de él escribieron los padres Sebastián Berettari, en 1617, y Juan Eusebio de Nieremberg, en 1643 (+Varones ilustres de la Compañía de Jesús, v.III, Bilbao 1889). En 1534, en San Cristóbal de la Laguna, isla canaria de Tenerife, nació José de Anchieta de padre rico, procedente de Guipúzcoa -o de Vizcaya, según Nieremberg-. Siendo muchacho, fue enviado a estudiar letras en la universidad portuguesa de Coimbra, de gran fama en la época.

Fue allí estudiante aventajado y buen cristiano, pues ya entonces, ante una imagen de la Virgen, según dicen las Litteræ Apostolicæ en su beatificación, «dedicó con voto su virginidad a Dios, y se consagró todo él a la Virgen María con inmenso afecto» (AAS 73,1981, 254). En 1551, de esta devoción suya a la Madre de Cristo le vino, según parece, la gracia de ingresar en la Compañía de Jesús, recientemente aprobada.

Entre sus hermanos jesuitas destacó en seguida por su fervor y por el vigor de su ascesis. Según dice el padre Nieremberg, ciertos excesos penitenciales perjudicaron la salud de Anchieta, pues «se le desconcertaron los hombros y la espalda», de lo cual se le quedó «por toda su vida algún torcimiento».

Éstos y otros achaques de salud le hicieron temer a José por su vocación, y fue con sus dudas al padre provincial, que era Simón Rodríguez, compañero de San Ignacio. «Perded, hijo, ese cuidado -le dijo-, que no os quiere Dios con más salud». Con esto José quedó tranquilo. Pero como su salud no mejoraba, se pensó que el clima del Brasil podría favorecerle. Allí fue enviado con otros seis jesuitas, y llegó a Bahía en 1553.

Uno de los fundadores del Brasil

En 1554, Anchieta tomó parte con el padre provincial Manuel de Nóbrega, en la fundación de una aldeia misional en Piratininga. Allí, el día de la fiesta de San Pablo, se inauguró un modesto colegio. Y éste fue el origen de la actual ciudad inmensa de Sâo Paulo. En aquel colegio enseñó Anchieta gramática tanto a los hijos de portugueses como a los indios. El trato con éstos, y con las familias indígenas que vinieron a establecerse en torno a la misión, le dió ocasión para aprender con toda perfección la lengua de aquella región, el tupiguaraní, en la que escribió varias obras.

A él se debe la primera gramática de la lengua tupí, Arte de gramatica de lingoa mais usada na costa do Brazil, impresa en 1595; una Doutrina christâa e mysterios da Fé, dispostos a modo de dialogo em beneficio dos indios cathecumenos, que contiene un conjunto de sermones y cantos, poesías y dramas en portugués, latín, tupí y guaraní. Escribió otras obras, entre ellas un poema en 2.947 exámetros, De gestis Mendi Saa, praesidis Brasiliae; Informaçôes e fragmentos historicos (1584-1586); así como un conjunto de poesías en tupí, Jesus na festa de S. Lourenço y Dança que se fez na procissâo de S. Lourenço. Éstas y otras obras permiten considerar con razón a Anchieta como el iniciador de la historia literaria del Brasil.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Memoria del genocidio indígena en el Brasil

Más luchas y sufrimientos

A finales del XVII disminuyó en el sur la actividad de los bandeirantes, y los jesuitas españoles plantaron siete reducciones, que resultaron muy florecientes, al oriente del río Uruguay, en sus afluentes Icamaguá e Ijuí. Pero tampoco éstas pudieron vivir en paz, pues al norte de esa zona, en Mato Grosso, Goiás y Minas Gerais, el descubrimiento del oro provocó una avalancha de mineros que, en su empuje ambicioso, destruyeron muchas aldeas indias, y secuestraron buen número de indios para los trabajos mineros.

Tribus indias como los carijó, los goiá o los cayapó, sufrieron graves mermas a mediados del XVIII. Los payaguá, en la primera mitad del siglo, lucharon durante decenios, con suerte cambiante. También los guaicurúes, expertos jinetes, se mostraron muy fuertes guerreros frente a los portugueses. En los campos auríferos de Cuiabá muchos bororo huyeron, y no pocos pareci fueron apresados. En torno al 1700, varias otras etnias indígenas, como los paiacú, los tremembé de la costa atlántica, los corso, nómadas de la zona de Marañón, los vidal y axemi del Parnaíba, fueron agredidas o aniquiladas, distinguiéndose por su crueldad el paulista Manoel Alvares de Morais Navarro y Antonio da Cunha Souto-Maior. Éste fue muerto en una gran insurrección de los indios, en 1712, que conducida por Mandu Ladino, un indio criado en las misiones, se generalizó durante siete años en Marañón, Piauí y Ceará. En 1719 Mandú fue muerto y sus tapuya fueron exterminados.

El extremo noroeste del Brasil, la región del río Solimôes, quedó descuidado mucho tiempo, tanto de españoles como de portugueses. En 1689 un jesuita español, Samuel Fritz, misionaba a los yurimagua, el la desembocadura del Purús, pero fue retenido por los portugueses durante tres años en Belém, y más tarde fue expulsado. Otro jesuita español fue expulsado de la zona del actual Iquitos en 1709.

En estas circunstancias, los portugueses fundaron una misión en Tabatinga, en la misma frontera con Perú y Colombia. De todos modos, para la mitad del XVIII, los indios omagua y yurimagua, los tora y los mura del río Madeira, los manaos del río Negro, y en general la mayor parte de los indios de la región amazónica, estaban ya diezmados, dispersados o completamente aniquilados.

El Tratado de Madrid y Pombal (1750)

Durante los años del rey José I (1750-77) y de su primer ministro, el ilustrado marqués de Pombal, masón acérrimo, se produjeron cambios notables en la historia que estamos recordando. En primer lugar, España cedió a Portugal dos tercios del Brasil en el Tratado de Madrid, de 1750, por el que se reconocía la validez de las ocupaciones portuguesas. Por otra parte, el medio hermano de Pombal, Francisco Xavier de Mendonça Furtado, gobernador de Marañón-Pará (1751-59), no veía con buenos ojos que tantos indios brasileños fueran inmediatamente gobernados por los misioneros.

En efecto, 12.000 indios vivían en 63 misiones de la Amazonia, al cuidado de diversas órdenes. Los mercedarios tenían 60.000 en la isla de Marajó; los jesuitas, en 19 misiones, cerca de 30.000; y los carmelitas unos 9.000… Más aún; siete reducciones de los jesuitas españoles habían quedado al este de la nueva frontera trazada en 1750, y se resistían a abandonar aquellas tierras.

Pues bien, estas siete reducciones fueron arrasadas por un ejército hispanoluso en 1756 -unos 1.400 indios fueron muertos en esa guerra-. Y en cuanto a los demás poblados misionales, dos leyes promovidas por el marqués de Pombal, en 1755, pretendieron cambiar radicalmente la situación de los indios, liberándolos del yugo, a su juicio aplastante, de los misioneros. Portugal declaraba así, por escrito, es decir, en un papel, que los indios del Brasil eran ciudadanos libres, dueños de sus territorios, capaces de autogobierno y de comerciar directamente con los blancos, y que sus aldeias, rebautizadas con nombres portugueses, debían ser en adelante poblaciones seculares normales, en las que los misioneros no tuvieran más función que la estrictamente espiritual.

Ninguna parte de todo esto se cumplió, pues Pombal y su medio hermano, alegando la pereza e incapacidad general de los indios, en 1757, establecieron un Diretório de Indios, que ponía un director blanco al frente de cada poblado indígena, encargado de impulsar la promoción social… y de asegurar el trabajo obligatorio de los indios en las «obras públicas».

Aunque nadie que estuviera en su sano juicio esperaba que el pretendido humanitarismo secular de estos directores iba a ser más benéfico que la caridad de los misioneros, el Diretório se puso en práctica. Y la secularización de los poblados misionales recibió otro golpe muy grave cuando en 1759, también en nombre de la Ilustración y del Progreso, fueron expulsados del Brasil los jesuitas.

En cuanto a los indios, que en 1500 eran 2.431.000, en el censo de 1819, según informa Maria Luiza Marcílio (AV, Hª América Latina 40-60), cuando Brasil tenía algo más de tres millones y medio de habitantes, eran 800.000.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.